Buscando no sé qué cosa en el sótano de la casa de mis padres me encontré con la Head Vilas. Ver esa raqueta me produjo un sacudón, como cuando te cruzás una ex con la que pese al tiempo, no quedó todo resuelto.

Abrí su funda negra y la saqué para mirarla con detenimiento. Observé el taco, que decía “Made in Austria”, que era en sí mismo un símbolo de estatus. En aquellos tiempos, las Head se hacían en USA, desafiando la hegemonía británica en fabricación de raquetas. Como casi todos los deportes, el hecho de haber sido inventado en Inglaterra le concedía ciertas ventajas, entre ellas, fabricar las raquetas más prestigiosas.

En aquellos tiempos, China surgía tímidamente como plaza de manufacturas y varias marcas líderes empezaban a hacer sus raquetas ahí por cuestiones de costos. Pero no era lo mismo.

Yo tenía una Dunlop Gemini, que más allá de ser muy linda y futurista, había sido fabricada en Taiwán. Tan pronto me la compré, le borré el texto que decía que era taiwanesa porque era un descrédito. Yo quería tener una Dunlop inglesa y no jugar en las ligas inferiores. Aunque mirándolo en perspectiva, esa raqueta ya había significado un importante ascenso social para mí, dejando atrás una pobre Sirnueva nacional y usada, que mi madre había conseguido de una amiga que no jugaba más.

Me quedé viendo ese Made in Austria que me transmitía una opulencia parecida al Palacio de Versailles. Yo sabía lo que eso significaba. Observé el mango, nuevo. Esta joya austríaca utilizaba un cuero de primer nivel, con una textura muy suave. Lentamente subí mis ojos hasta el cuello de la raqueta en donde se leían dos palabras minimalistas pero poderosas: Head Vilas.

Guillermo Vilas era una leyenda viviente: no solo había sido el primer argentino en triunfar en el tenis mundial, inventando ese deporte para todo mi país. También había sido capaz de meterse en el jet set internacional, y hasta tener un romance con la princesa de Mónaco. Pero más allá de todo, con su pelo largo, su cara linda, su cuerpo fuerte, y esa sonrisa impasible que transmitía gran confianza en sí mismo, era una de esas personas con un magnetismo especial.

Para un chico de doce años, tener una Head Vilas era convertirse en un héroe. La empresa Head lo sabía, por eso le pagaba mucho a Vilas, y ahí estaba yo como legiones de personas, intentando que esa raqueta me transmitiera algo de la magia de Guillermo.

Toqué el encordado, que pese los treinta y cinco años sin uso, no había perdido elasticidad. Terminé de revisar la raqueta, que estaba nueva, intacta. La tomé por la empuñadura como si fuera a probar algún golpe. El sótano estaba atestado de trastos viejos así que no pude intentar ningún movimiento.

Mientras sentía ese cuero terso del mango en la mano, recordé mi historia con esa raqueta.

Cansado de los deportes grupales en un colegio en el que mis compañeros no sufrían perder –o al menos no tanto como yo-, dejé el fútbol y el rugby para descubrir deportes en el que todo dependiera de mí. Matar o morir, como un gladiador o un torero; pero nada de depender de otras personas.

En ese giro de mi vida del que no fui consciente mientras ocurría, me encontré jugando al tenis. Fue algo más de un año, en el que mejoré mucho y llevaba una libretita con el registro de todos los partidos que jugaba. Anotaba cada victoria con orgullo, como un acto de reafirmación personal. Y cada uno de los pocos partidos que perdía, con desgarro.

Leía y releía la libreta varias veces por semana. Ahí estaban mi identidad, y también las derrotas que pedían venganza.

Aunque seguramente soñaría con ser como Vilas, ni me animaba a plantéarmelo por temor a sufrir. Ya de chicos aprendemos que los sueños e ilusiones pueden ser peligrosísimos: decepcionan, frustran, duelen.

Creo que en el mismo momento en que me compré la Dunlop Gemini decidí ir por todo y comprarme una Head Vilas. Nada de tener raquetas hechas en Taiwán. Si quería ser el mejor tenía que tener la mejor. Claro que el objetivo no era fácil: era la raqueta más cara de todas. Para peor, el país atravesaba uno de los frecuentes ciclos inflacionarios en donde cada dólar era una fortuna y comprar un artículo importado significaba una montaña de dinero.

Como mi capacidad de ahorro era muy baja –dependía de ocasionales donaciones de mis abuelas-, encontré una oportunidad en los fines de semana. Cada sábado y domingo, mi madre me daba dinero para que pudiera pasar todo el día en el club, comiendo lo que necesitara. No era una fortuna pero tampoco era despreciable.

Buscando caminos para lograr mi objetivo, descubrí que si tomaba agua de la canilla todo el día, y no comía nada, podría ahorrar bastante dinero.

Los primeros fines de semana fue todo bien porque mi ilusión era tan grande que no había pebete de jamón y queso o Coca Cola helada que pudieran desestabilizarme. Pero con el paso del tiempo aparecieron los problemas. Como decía Oscar Wilde, “puedo resistir cualquier cosa excepto la tentación”.

El momento más difícil era el mediodía, cuando el humo de la parrilla inundaba todo y yo me desesperaba por un choripán. O los días de mucho calor, cuando veía a mis amigos tomando un Gatorade o una Seven Up helada y yo no tenía más alternativa que resistir. A veces se me hacía tan difícil que me iba a correr afuera del club, para descargar tensiones y de paso, mejorar mi capacidad aeróbica.

-¿Vas a comerte otra porción de pizza? Te comiste una entera!, me decía mi madre, ajena al trasfondo de la cuestión.

-Es que entrené mucho, ma, le explicaba. Imposible contarle mi secreta verdad.

El desayuno también llamaba la atención de mis padres. A nadie se le ocurría pensar que yo no era solo un niño voraz en edad de crecimiento, sino que estaba tratando de vacunarme contra el hambre del largo día de ayuno que me esperaba, en pos de un objetivo más importante. Ceder a la tentación y comer algo en el club era retrasar mi Head Vilas y todo el paraíso que me prometía.

En el interín ocurrió un hecho inesperado. En el club hicieron dos canchas de un deporte extraño. Las raquetas eran las mismas que las de tenis pero en miniatura. O sea, del mismo largo, pero más finitas, y con la parte del encordado mucho más chica. Hermosas, daban ganas coleccionarlas.

La cancha era como una pieza grande, con piso de parquet. Adentro, dos personas jugaban al frontón, corriendo y transpirando como locos. Se movían con gran rapidez y le pegaban a la pelota con todas sus fuerzas, sin que se reventara.

Después de pasar varios días frente a las canchas de ese deporte misterioso que se jugaba con raquetas tan lindas y movido por mi curiosidad, decidí probar.

No había profesores pero el viejo que cuidaba las canchas era amoroso y me invitó a jugar con él. Me explicó las reglas y los conceptos básicos. Me prestó una raqueta arreglada que no era de las lindas pero era la que había, y arrancamos.

A diferencia del tenis que es un deporte mezquino, el squash era bien generoso.

En el tenis el error se paga caro; se termina el punto. Y mantener la pelota en juego es bien difícil porque se va de largo, o se queda en la red, o se escapa por los costados. Ni hablar del saque, que es un acto de fe, porque ni muchos grandes tenistas terminan teniendo confianza cuando sacan. Solo creen que la pelota irá a donde debe, y al igual que en la religión, a veces el ruego se cumple y otras veces no.

El squash en cambio, al ser un frontón con una línea de fuera muy bajita, y que las paredes están permitidas, me permitía pegarle a la pelota con toda mi alma sin miedo que se fuera a la luna. El frontón siempre me contenía. En cuestión de minutos yo era uno más de los que corría como loco y le pegaba a la pelota con todas mis fuerzas sin miedo a equivocarme. Eutonía pura.

Esa posibilidad de jugar casi sin límites, sin más exigencias que las propias fuerzas me conmovió. El profesor detectó rápidamente mis buenas condiciones y me propuso repetir al día siguiente. Yo estaba encantado.

Al otro día repetí el rito de pegarle a la pelota con toda mi alma sin miedo a equivocarme, sin miedo a que se reventarla, sin miedos. Era el paraíso. Por un rato, vivir sin miedo. Entregarse a la experiencia. Cuando terminé tenía la remera tan transpirada que se transparentaba toda y pegándose en el pecho, como si me hubiera metido en el mar con remera. Claro que acá no había océano. El único mar era de sudor, de entrega.

Después de jugar, sentado en las gradas que había, estaba con una plenitud parecida al orgasmo.  Joaquín –así se llamaba mi “profesor”- me contó que como las canchas eran nuevas, el club cobraba el alquiler para terminar de financiarlas. Le pagué sin el menor problema. ¿Qué era un poco de dinero a cambio de tanta felicidad?

Sin embargo, aquella nochecita, cuando volvía a casa en el colectivo, tenía dos problemas. El primero, era qué hacer con el tenis. Ese deporte ya me ofrecía una identidad. ¿Qué haría con mi libreta llena de victorias? ¿Cómo me autoafirmaría? ¿Mandaría a pérdida todo lo aprendido para iniciar otra vida?

Y el segundo e inquietante asunto era que si había que gastar dinero pagando el alquiler de la cancha de squash, mi capacidad de ahorro se vería reducida, y también la posibilidad de cumplir mi sueño de tener la Head Vilas. Con una emocionalidad de un chico de trece años sabía que me volvería adicto a ese deporte por lo cual todo lo que ahorraría en los ayunos lo gastaría pagando muchas horas de alquiler. Llegué a casa confundido, sin saber muy bien cómo seguir. Por suerte era domingo y tenía hasta el próximo fin de semana para pensar.

Al igual que con el sexo, después de mi partido orgásmico con el squash, mi calentura se moderó y durante la semana llegué a la conclusión que debía retomar mi plan original de ahorrar para llegar a la Head Vilas.

-¿Hoy jugamos un rato?, me preguntó el viejo Joaquín el fin de semana siguiente.

Como Meryl Streep en “Los puentes de Madison”, sentí dejar ir al amor de mi vida.

-No, voy a jugar al tenis, contesté como pude.

Ese fin de semana apreté los dientes y además de evitar el choripán, la hamburguesa, un helado, y la Coca Cola bien fría, tuve que reprimir el squash.

Los siguientes fines de semana pasaba frente a esas dos canchas de squash y una ligera emoción corría por mi cuerpo. Pero los objetivos eran los objetivos, y como un espartano seguía adelante.

Finalmente llegó el día D. Cuando conté el dinero que tenía guardado junto a los pesos que acaba de traer de otro domingo a pura agua de la canilla, me di cuenta que había llegado a lo que necesitaba para comprarme la Head Vilas.

Mi ansiedad tendría que seguir esperando porque no podría comprarla antes del colegio ya que el local abría a las nueve. Si había esperado meses, podía esperar hasta las cinco de la tarde para tenerla.

Doblé todos los billetes, y a la salida del colegio fui Tie Break, el local que la vendía.

-Vengo a comprar la Head Vilas, dije orgulloso.

El vendedor fue a buscarla, y la apoyó sobre el mostrador mientras yo le daba todo el dinero. Mi excitación no podía ser mayor. Miré el taco “Made in Austria”. Al fin dejaba atrás la clase media. Acaricié la textura de la madera pulida, y por suerte no rompí el nylon que protegía el mango de cuero;

-Con esto no te alcanza, dijo el señor.

Lo miré a los ojos para ver si era una broma de mal gusto.

-Pero si costaba…

-Es que cuesta en dólares y el precio en pesos cambia cada vez que el dólar sube, me contestó compasivo, mientras me devolvía el dinero y volvía a guardar la raqueta en su funda.

Salí del local muerto. Me sentía inerte, como si fuera un mineral. Caminé perdido, como pude. ¿Tanto esfuerzo para que la realidad me corra el arco justo cuando iba a tocar el cielo con las manos?

El aturdimiento me tomó varios días. El fin de semana siguiente fui al club, pero comí algunas cosas. No tenía resto. Por suerte hacía rato que no tenía ganas de jugar al squash. Ya era parte de mi pasado.

Después de algunas semanas como autómata, volví al local y le pregunté al señor cuántos dólares costaba.

-Más o menos unos ciento veinte.

Así podría ir siguiendo en el diario el tipo de cambio y solo ir a comprarla cuando tuviera lo necesario.

Los siguientes meses fueron difíciles, porque cada vez que reunía los pesos suficientes para comprar mi Head Vilas, el dólar pegaba otro salto y yo parecía un chico de la calle con la nariz apretada contra el vidrio de la juguetería.

La frustración solo redoblaba mi determinación. Ya se había convertido en una cuestión personal; el tenis, o aún la Head Vilas, importaban menos que no ser doblegado, que entregarme, que no salirme con la mía.

Pero eran tiempos de mucha inestabilidad económica y no era fácil ahorrar en pesos. Hubiera sido simple pedirles a mis padres que me mantuvieran mis ahorros en dólares, para no ser víctima de la depreciación de la moneda. Pero como años atrás le había dado mis ahorros a mi madre y al no llevar ningún registro, nunca me los había devuelto, decidí nunca más usarlos de alcancía. Aunque era obvio que no lo habían hecho con la mala intención, mi corazón no entendía esas razones.

Después de varios meses de ayuno los fines de semana y ayudado por un precario equilibrio del tipo de cambio, pude juntar el dinero. Ese lunes por la tarde volví a casa pleno, con mi Head Vilas.

Ese jueves era feriado por celebrarse el día de San Martín, prócer de nuestra patria. Como no teníamos colegio, un amigo organizó un torneo de tenis en su club, el Hurlingham. Allá fuimos todos los que jugábamos al tenis, y yo, ayudado por mi Head Vilas, gané el campeonato.

El Hurlingham era un club inglés y por tanto, incluía canchas de tenis de césped, muy raras en mi país. También tenía de otros deportes atípicos para la Argentina, como el criket, las bochas inglesas, mesas de bridge y canchas de squash.

A la tardecita y mientras esperábamos que nuestros padres nos vinieran a buscar, Sebastián, el anfitrión, propuso jugar un partidito de squash.

-Sabés como se juega?, me preguntó.

-Algo, le dije.

Fue la media hora más feliz de mi vida en mucho tiempo.

Llegó el fin de semana y yo fui a tomar el colectivo que me llevaría a mi club. Por primera vez iba con mi Head Vilas. Llegué, practiqué un poco con ella en el frontón. Como ahora ya no tenía más la presión de ahorrar, decidí ir a ver a Joaquín y jugar un poco al squash. No pude parar.

La Head Vilas siguió acompañándome al club todos los fines de semana durante varios meses, aunque ni abría la funda. La llevaba con la esperanza de usarla, como una forma de suavizar todo el esfuerzo inútil que había hecho.

Después de un tiempo sinceré la situación y dejé de llevarla. Y ahí quedo, nueva y sin uso. Como un cuerpo en formol, perfecto pero sin vida.

Con la Head Vilas en mi mano, aquella tarde en el sótano, me pregunté por qué será que tardamos tanto tiempo en aceptar lo que nuestro corazón conoce en un instante.

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