-Igual, si el viejo se muere, tenemos las cuentas en orden.

Javier escuchó a su hermano sin terminar de entender bien el sentido de aquellas palabras.

El padre se había sentido mal al mediodía, y frente a la persistencia del malestar, lo habían traído a la clínica para quedarse tranquilos. Pocas horas después se estaba muriendo. 

Inexplicablemente, como un piano que caía de un piso 20, cuando estuvo a dos metros de estrellarse contra el piso, la caída se detuvo.

-Venía derrumbándose, pero se estabilizó, -dijo el jefe de terapia intensiva. -Si pasa esta noche, tiene una chance de zafar.

La familia escuchó aquellas palabras conmovida. No comprendía como habiendo llegado en taxi, con un moderado malestar, ahora podía estar muriéndose.

Cuando se hizo la medianoche, sus dos hijos mandaron a dormir al resto de familiares, quedándose ellos de guardia.

En la impersonal sala de espera del sector de terapia intensiva, los hermanos mantenían un diálogo de esos que son solo posibles cuando la vida confronta a las personas con la muerte.

Los sillones de cuerina verde, la mesa ratona de vidrio, unas lámparas de piso que ofrecían una luz escasa y triste, eran el ámbito de aquel encuentro de almas.

-Él sabe que lo quiero, y yo sé perfectamente cuanto me quiso o me quiere él, -completó.

Nicolás tenía 37 años y no siempre había tenido las cuentas en orden con su padre. Habían tenido una buena relación, pero con muy poco diálogo. En el fondo, era claro que se habían querido toda la vida, pero por esa dificultad masculina de expresar sentimientos, nunca habían sido capaces de ponerlo en palabras.

Sin embargo, a los 24 años y mientras participaba en un grupo de terapia, una de las psicólogas le dijo:

-Tenes que encontrar la forma de decirle a tu padre cuanto lo querés. Entiendo que te resulte difícil, pero buscá la forma. Lo importante es que puedas expresárselo.

Esa misma noche Nicolás le escribió seis carillas contándole todo lo que lo quería y lo importante que era en su vida. 

Como darle la carta en mano era tan difícil como decirle todo eso en persona, esperó a que su padre se fuera a la cocina a buscar algo para tomar, y rápidamente la dejó sobre su escritorio. Luego, corrió hasta su cuarto, se encerró, y pese a su taquicardia, apagó la luz y fingió estar dormido. No fuera cosa que su padre tuviera la trasnochada idea de ir a verlo y conversar sobre la carta.

A la mañana siguiente mientras cada miembro de la familia se aprestaba a salir, se cruzaron en el baño:

-Muy linda tu carta, -dijo el padre.

Se miraron a los ojos, y cada uno siguió con lo suyo.

El padre superó esa crisis gravísima de salud a la que había llegado en taxi. Sobrevivió nueve años más. 

Al año de su muerte, y mientras sus familiares ordenaban todas sus pertenencias para donarlas, Nicolás descubrió que dentro del maletín que su padre llevaba todos los días a su trabajo, estaba la carta de amor que él le había escrito.