Federico no podía más. Jugado por jugado, tomó la decisión de hablar con su mujer.

Hacía dos años que llevaba una doble vida. Justo él, a quien semejante situación le resultaba incomprensible e inaceptable. Sería que la vida, en otra muestra de sabiduría, confronta a las personas con aquello que combaten y critican?

Federico era incapaz de preguntarse por el sentido de toda aquella situación, ya que estaba convencido de que no tenía ninguno. Solo máximo gozo y máximo sufrimiento, sin matices ni escalas. Para peor, al principio las proporciones eran favorables, pero con el correr de los meses, su vida transcurría mayormente en el infierno, con breves paréntesis en el paraíso. Una desproporción propia de ese sentimiento volátil, arbitrario e inasible llamado amor.

Dos años llevó esa doble vida como pudo. Los amigos le recomendaban que desdramatizara. Él en cambio, se sentía como si fuera el primer hombre desde Adán al que le pasaba algo así.

Aplastado por el peso de una realidad dual que no podía soportar ni mucho menos integrar, tomó la decisión de irse de su casa, contándole toda la verdad a su mujer.

Sus afectos se dividían en dos bandos; una mayoría recomendaba la idea de no contar la verdad, porque era un mazaso a su mujer. Para qué revelar algo que no modificaba la situación y la destruiría a ella, le decían.

Un grupo minoritario apoyaba el sentir de este Romeo, convencido que diez años de relación, merecían la verdad. Aunque fuera mucho más difícil y dolorosa, era digna. Federico era consciente de que decirle a su esposa que estaba enamorado de otra mujer tendría consecuencias imprevisibles. Probablemente ella lo odiara toda la vida, o al menos varios años. Cuánto más fácil resultaba mentir, separarse, y después de un tiempo prudencial blanquear la relación. De manual.

Todas estas cavilaciones fueron quedando aplastadas por el peso de la doble vida. No aguantaba más vivir escindido. Tal vez otros pudieran tolerar una situación similar muchos años, quizás toda la vida. Pero él no podía más. Así como ciertos enfermos graves ven en la muerte una liberación, él veía en la verdad, la libertad.

Sin haberlo planeado llegó el día D, en que Federico tomó la decisión de tener aquella conversación fatal. Algún pequeño hecho, insignificante, desencadenó todo. Al mediodía se fue del trabajo, incapaz de desarrollar tarea alguna, por más elemental que fuera. Su mente y su alma estaban tomadas como si tuviera un cáncer terminal.

Ya en su casa encontró a sus dos angelitos, y se sintió morir. Aunque no le caían lágrimas, su corazón lloraba a mares. Sabía que estaba despidiéndose de aquél hogar, de sus hijas, de la idea de «todos juntos» que había vivido hasta ahora. En carne viva las alzó y les dio un millón de besos, sintiéndose un poco como Judas. O anhelando que ese amor que sentía por ellas pudiera evitar la catástrofe que estaba desencadenar.

Durante una hora sintió que controlaba la situación, que podría seguir llevando la doble vida hasta que algún milagro lo liberara. Sin embargo, un poco más tarde había perdido toda esperanza. Comprendía que las razones que lo habían traído hasta aquí permanecían incólumes, por lo cual su vida seguiría siendo un infierno.

Por momentos creía que su esposa era el gran obstáculo a su libertad, y debía despejarlo. Pero al rato sentía que se moría si se separaba de ella. Luego volvía a cambiar y se daba cuenta que no tenía sentido que siguieran lastimándose. Todos los defectos y limitaciones que se mostraron menores durante una década, se volvieron intolerables en el mismo momento en que se desencadenó su amor prohibido.

Decidió llamarla y proponerle que salieran a tomar algo cuando regresara del trabajo. Ella aceptó, en otro esfuerzo por satisfacerlo y salvar una separación que ambos sentían inevitable.

Faltaban tres horas para la cita y Federico no podía ni sostenerse. Como el César antes de cruzar el Rubicón, la suerte estaba echada y no había vuelta atrás. No había? O podría hablar de nada y seguir fingiendo?

Ante la imposibilidad de seguir besando a sus hijas o permanecer en esa casa que estaba dejando de ser suya, decidió escaparse de ese dolor y caminar para ver si se despejaba.

Mientras andaba, fluctuaba entre imaginar el diálogo con su esposa, y abortar todo planteo, siguiendo como si nada. Podía sentir en su cuerpo aquella contradicción, toda es gran paradoja que era su vida en esos instantes.

Contarle todo a su mujer era descender voluntariamente al último escalón del infierno. Ante semejante imagen, el dolor lo frenaba.

Diferir la verdad le evitaba la agonía de un diálogo encarnizado, pero al precio de seguir viviendo en el infierno. Al tomar consciencia que ambos escenarios eran casi igual de intolerables, la decisión se tomó sola. Eligió el dolor que al menos ofrecía un futuro.

Aunque estando muerto de miedo, decidió emprender el regreso. Una parte suya lo empujaba a seguir caminando hasta Alaska y de paso, evitarse el conflicto con su esposa. Pero sabía que esa opción era engañosa, y el precio de seguir evitando esa charla era más caro que el de tenerla.

Mientras volvía se sintió un poco como Michael Corleone, en aquella mítica escena en que almorzaba pacíficamente con los enemigos de su familia, para asesinarlos con un revólver que su propia gente había escondido en el depósito de agua del baño. Su esposa esperaba salir a tomar algo, sin saber que la esperaba una emboscada con la verdad más brutal.

Faltando pocas cuadras para su casa, Federico sintió que no había retorno. Caminaba a paso militar, con la determinación de atravesar el dolor lo más rápido posible y obtener su libertad. Cruzó la última calle y en la esquina vio el puesto de flores en el que mil veces había comprado yerberas para las mesas del living, o fresias para el comedor.

Se sorprendió a sí mismo sintiendo ganas de comprarle un ramo de jazmines a su esposa, como lo había hecho tantas veces. Se detuvo. Con el corazón latiendo a ciento ochenta pulsaciones observó aquellas flores. Cómo podía ser semejante disparate? Si estaba a punto de destruir a su mujer, como podía tener ganas de llevarle esas flores que tanto le gustaban?

Muchos años después comprendería que aquellos sentimientos tan contradictorios no eran ningún disparate. Eran los normales para un corazón humano. Entendió la frase de Jung, «quien no ha atravesado el infierno de las pasiones, no las ha superado nunca».