«Competir es vivir».

La enorme talla de madera colgada en el imponente salón de aquél club aristocrático lo estremeció. Hernán se quedó observándola un buen rato, como si al hacerlo pudiera entender algo de todo lo que esa frase le despertaba.

Su mente ratificaba que competir era vivir. Desde tiempos ancestrales, sobrevivir era una forma de competencia. Acaso enfrentarse a un animal hambriento en donde ganar significaba vivir y perder era la muerte, no lo era?

No solo los gladiadores competían por su vida. Después de todo, la primer actividad de todo ser humano era sobrevivir. Por más que la sociedad moderna intentara edulcorar la realidad, la incertidumbre y la violencia seguían siendo las características básicas de la vida.

Ganar, perder, tener trabajo, no tenerlo, estar en pareja, separarse; no eran todas manifestaciones de que la vida era una competencia? Uno podía esforzarse mucho pero nunca había garantías; la vida no era justa. Era incierta y con frecuencia, incomprensible.

Como toda explicación, más que tranquilizarlo, le generó más angustia. Cuánta dosis de verdad podía tolerar su corazón, al tomar conciencia de lo frágil, incierto y arbitrario que era todo?

Pero aún, razonar que todo dependía de su propio esfuerzo lo aplastaba. Tener que venderse como alguien activo, capaz y saludable era agotador.

Pese a su juventud, Hernán sabía que por mas civilizada que pareciera, la sociedad no era muy distinta de la selva: si quedabas herido -sin trabajo, sin salud, soltero, deprimido-, quedabas afuera de la manada porque protegerte era riesgoso o simplemente cansador.

Todas estas angustias atravesaban su corazón sin que pudiera ponerle palabras o comprenderlas. Igual que un animal, sentía la presión de vivir. A lo largo de millones de años nunca había sido fácil sobrevivir y tampoco lo era ahora.

Treinta años después Hernán seguía vivo. Como todo hombre, conocía muy bien las victorias y las derrotas. Mucho cortisol había circulado por sus arterias. Por esas cosas del destino, en un aeropuerto se cruzó con Claudio, un antiguo amigo bastante mayor que él.

-Hace algunos años cumplí los setenta, y hoy me doy cuenta que no tengo ninguna ambición, -le contó.

Hernán escuchó aquellas palabras con desasosiego. Cómo se podía vivir sin ambición? Miró a su interlocutor para ver si estaba vivo. Respiraba, hablaba, pero estaría vivo?

Se imaginó a sí mismo sin ambiciones. Por un lado sintió alivio al pensarse sin tener que lograr ni sostener nada. Qué placer andar por la vida sin carga. A su vez, una profunda perturbación lo atravesó. Qué sería de su vida si no tuviera sueños, metas? Aún cuando los años le habían enseñado lo relativo que podían ser sus objetivos, sintió que tenerlos, -fueran realistas o no, coherentes o solo producto de la vanidad-, lo mantenían vivo.

Se imaginó renunciando a sus objetivos y se sintió como si estuviera muerto. Qué podía esperar de la vida cuando no había nada que esperar? Solo durar? Pensó en alguien cuadripléjico; admiraba la entereza que tenían, sin poder comprender cómo hacían para seguir viviendo. Vivir una espera que no conducía a ninguna parte.

Recordó a una profesora de yoga que durante las posturas le decía «no sostengas nada». Aquellas palabras lo interpelaban porque Hernán se sentía más sobrecargado que Atlas, soportando el peso de todo el universo.

Volvió a pensar en sus objetivos, sus ilusiones. Le hacían bien o mal? Lo empujaban hacia adelante o eran una fuente de sufrimiento al mantenerlo apegado a algo que finalmente no ocurriría y la realidad lo dejaba en claro desgarrándolo? Cuál era el límite entre un sueño y un apego?

-Al no tener ambiciones no te sentís un muerto en vida?

-Todo lo contrario; creo que estoy más vivo que nunca, -respondió Claudio con serenidad. -Al no tener mayores exigencias puedo percibir, experimentar lo que la realidad tiene para ofrecerme, ser. No tengo nada que lograr, nada que sostener, nada que esperar. No te das una idea de la paz y plenitud que tengo. Pude aprender que la realidad está bien; no necesita que yo la corrija.

Hernán quedó contrariado. Entre las ganas de lograr sus objetivos, y el anhelo de tener una vida más plena y relajada. Eterno dilema humano que los años suelen resolver pese a la obstinación de los hombres, a favor de la paz y la plenitud.