Me sentía un gladiador romano, arrojado a la arena a pelear por mi supervivencia contra leones hambrientos. El problema era que solo tenía trece años y estaba jugando al tenis.

Cada partido era una mezcla de emociones en donde la predominante era la angustia. Al igual que los luchadores romanos, sentía que perder era morir. Solo ganar me permitía seguir siendo. Alivio temporal hasta la próxima encarnizada lucha.

Para conjurar semejante riesgo, recurría a la religión. La fe me ofrecía una batería de oraciones como antídoto ante las amenazas que me planteaba la vida.

Por la naturaleza del juego, tenía el tiempo justo para rezar un Gloria entre punto y punto, y un Avemaría entre games. Lamentablemente el Padrenuestro no entraba en esos intervalos por lo que lo reservaba para el espacio entre sets.

A la distancia me pregunto en dónde había mas presión: si cuando jugaba los puntos y mis rivales trataban de destrozarme, o si en los descansos en los que tenía que apurarme a rezar y lograr que la oración terminara antes de retomar el juego.

Aunque jugar me gustaba, no importaba demasiado. Lo importante era ganar. Dios era mi aliado aunque de vez en cuando me fallaba.

Tenía una pequeña libretita en la que llevaba un meticuloso registro de los partidos que jugaba, anotando fecha, rival y resultado. Por suerte el balance era ampliamente favorable. Aunque a más victorias, más rigidez por la obligación de mantener ese nivel, y el consiguiente riesgo de tener que anotar las tan temidas derrotas. Con el tiempo esa libreta se fue convirtiendo en mi tesoro; era un testigo fiel de mi carrera.

Qué espacio quedaba para jugar al tenis? Poco. Lo importante era ganar, con la invaluable ayuda de todas esas oraciones. En un partido promedio a tres sets, podía rezar unos ciento cincuenta Glorias, entre veinticinco y treinta Avemarías, y unos dos o tres Padrenuestros. Más que un deporte parecía un retiro espiritual.

Mirando hacia atrás veo que aunque ese juego me encantaba, anotar victorias en la agenda me importaba más que jugar. Lo realmente significativo era tener muchos triunfos. Saberme el mejor. Poder contarlo a los demás, o mejor aún, que todos lo supieran sin necesidad que yo lo contara.

El futuro era siempre amenazante. Cada partido era una nueva oportunidad de ser derrotado y tener que anotar con sangre en la bendita libreta.

Cada juego significaba el riesgo de perder mis récords y empeorar el promedio. Las victorias solo significaban el alivio de una prueba superada. Pero también, la creciente presión por mantener mi estatus de exitoso. Para peor, con el tiempo, el ganar pasaba a ser rutinario, generando menos satisfacción; entre tanta angustia y rezos nunca llegaba a sentir plenitud. Y simultáneamente, sentía mayor miedo de perder lo logrado.

Como en geografía, a grandes alturas, grandes abismos. O más preciso, grandes precipicios en los que podía caer y destruirme.

Todo ese universo tortuoso entre oraciones, libretitas y angustias ocurría en cada simple partido de tenis.

Por suerte la vida suele liberarnos de nuestras cárceles auto impuestas. Al poco tiempo cambié de deporte y comencé a jugar al squash. Como era mucho más rápido y los intervalos de descanso muy cortos, ya no tenía tiempo para rezar Glorias entre punto y punto. Nada. Solo una pequeña invocación que con los meses fue perdiéndose por el ritmo vertiginoso del juego. Aunque al menos podía mantener una Avemaría y tal vez un Gloria entre games.

La angustia me acompañó toda mi carrera. Cada partido era un sufrimiento en donde solo el final producía alivio. Terminar era liberador porque se acababan los riesgos. Ya no podía ganar o perder. Había ganado o perdido y hasta el próximo partido tendría un poco de paz, aunque al aproximarme al nuevo desafío la angustia volviera a presentarse.

Miro para atrás y me pregunto por qué no fui capaz de jugar al tenis o al squash, que fue el deporte de mi vida. Resulta irónico que haya sido campeón nacional de todas las categorías y haya sido incapaz de «jugar».

Comprendo perfectamente que con tanta presión y tanto en juego, me resultara imposible disfrutar el deporte.

Será que ahora continúo viviendo de la misma forma en que viví mi «exitosa» carrera deportiva?