-Cómo llegaste a semejante modelo de convivencia?, -preguntó Luis casi con admiración.

-Mucho prueba y error. No hay otra forma. Y la paz, claro. La paz es el camino, porque la angustia nos empuja a corrernos de lugares que nos hacen mal.

El matrimonio de Daniel tenía como todos, sus altos y bajos. No era fácil estar casado, criar hijos, soportar las tensiones y problemas del trabajo, vivir el celibato matrimonial, y estar bien con la pareja.

Cuando la desesperación sexual de los primeros meses de toda pareja iba menguando, toda la vida volvía a la normalidad. Los tiempos en donde el otro iluminaba la existencia de su enamorado, cedía paso a algo más tranquilo, simplemente lindo. Atrás quedaban esas trasnoches de mirarse con ojos grandes de búho, hipnotizados, con las frentes a cinco centímetros de distancia.

Años de por medio venían los hijos y otros proyectos, y la prioridad que tenía la pareja, seguía perdiendo posiciones. Pese a los juramentos hechos en las noches de lujuria, la realidad seguía erosionando el matrimonio como a una casa frente al mar.

Y el cuento de que la pareja era como una planta a la que había que regar todos los días era una consigna de la que nadie se quería hacer cargo. Igual que con las plantas. Que las riegue Dios o sobrevivan como puedan. Y sino, a otra cosa. Darwinismo puro, la supervivencia del más apto.

Quién quería ser jardinero de su propio matrimonio? A dónde había surgido semejante malentendido? Uno arrancaba cogiendo con desesperación, fascinado con el otro, y tenía que terminar como jardinero? Nadie compraba ese programa en los inicios. A lo sumo, lo aceptaba en forma romántica bajo los efectos narcóticos del enamoramiento y los orgasmos.

Con semejante recorrido era inevitable que toda pareja a los diez o quince años de estar juntos se preguntara cómo era posible que hubiera venido a parar a ese lugar. Para entonces, los hijos tenían 8 y 5 años, había que pagar casa y deudas, así que a callarse y seguir empujando.

Ante la imposibilidad de expresar nada, sentirse un burro de carga, y tener que seguir en ese túnel sin luz a la vista, no era raro que aparecieran amantes, adicciones, amores furibundos, hobbies intensos o todo tipo de mecanismos de fuga que permitieran aligerar un poco la vida.

La necesidad desesperada de aferrarse a algo que generara la sensación de que uno estaba vivo. De que pasaba algo en la vida.

-Mi matrimonio se fue convirtiendo en un infierno, -dijo Daniel. -Llegó un punto en que no teníamos más remedio que separarnos. Había que elegir entre seguir matándonos todos los días o tener paz. Cuando el infierno entre nosotros fue lo suficientemente grande, pudimos superar la angustia y el miedo, y separarnos.

Como la vida no es redonda, la separación tampoco era la panacea. Más allá de los costos duplicados, los trastornos logísticos al tener dos hijos chicos, superados unos pocos meses que sirvieron para descomprimir el maltrato recíproco de los últimos años de convivencia, tanto Daniel como su ex empezaron a considerar arreglarse. «Después de todo, el otro no es tan malo», se decían a sí mismos.

El reencuentro tampoco funcionó. Y esta vez no duró diez años sino pocas semanas. A los tres días de volver al modelo de la familia unida, tanto él como su mujer supieron que eso no iba a funcionar. La familia Ingalls no era para ellos. Qué hacer? La vida, y esa costumbre de mandar a las personas por caminos inexplorados sin contar con mapas ni brújulas.

Jugado por jugado, Daniel hizo una propuesta audaz: compartirían el hogar de viernes a lunes, y él viviría en el departamento de separado las tres noches entre semana. Tenía una justificación lógica, dado que la casa familiar estaba en las afueras de la ciudad, y el departamento estaba en el centro, a pocos minutos de su trabajo. Igual, era más fácil de decir que de hacer. Los condicionamientos culturales, las tradiciones y los prejucios tornaban todo difícil. Abriéndose paso entre el miedo, las contradicciones y la angustia, decidieron probar.

El esquema no era perfecto, pero ambos sintieron que tampoco estaba tan mal. Instintivamente y sin proponérselo lo fueron ajustando a un esquema en donde Daniel pasaba de lunes a viernes en el departamento del centro, y volvía a la casa familiar los fines de semana. También los miércoles los chicos se quedaban a dormir con él para no pasar muchos días sin verse.

-Tu modelo es buenísimo, -dijo Luis con cierta envidia. -Y ahora cómo lo viven?

Daniel sonrió, dejando entrever que la vida era ese misterio difícil de explicar, para el cual nadie tiene respuestas.

-La verdad es que los jueves ya extraño a mi mujer, así que estoy contento que venga el fin de semana para estar todos juntos, -dijo.

Luis lo escuchó algo contrariado, porque eso de extrañarse parecía no condecirse con que vivieran mayormente separados.

-Pero los domingos a la tardecita ya tengo sobredosis de pareja y vida familiar, así que me pongo contento que empiece la semana, poder volver a mi departamento y estar tranquilo, -completó riéndose.

Las contradicciones humanas en todo su esplendor.

-Y tu mujer?, -preguntó Luis.

-Mi mujer? Está bárbara. Si hoy le dijera que quiero volver a casa y estar todos los días juntos no acepta ni de casualidad.