De casualidad se encontró con su madre por la calle. Como se dirigían a la misma zona, caminaron juntos. El diálogo era todo lo razonable que podía ser para ese vínculo tan complejo.

La madre de José era una de esas personas sobreexigidas e insatisfechas crónicas. Esas características habían hecho estragos en sus hijos, provocando que él se mantuviera a una distancia prudencial de su toxicidad.

Después de caminar unas cuadras, cruzaron por la imponente facultad de medicina. Aunque había pasado frente a ella infinidad de ocasiones, José la observó con un detenimiento especial. Ahí estaban las imponentes columnas jónicas, recreando al Partenón.

En las escalinatas divisó varios bustos. Se trataba de los padres de la medicina. Sacando a Galeno, José no reconocía a ninguno, por lo que optó por preguntarle a su madre.

Ella tampoco reconoció a ninguno, salvo al último, al que identificó como Hipócrates, padre de la medicina moderna.

-De cuándo es?

-Ni idea, -dijo ella como si se tratara de un asunto del que nunca escuchó hablar.

Percibiendo el desprecio por el tema, José decidió hacerle una pregunta incómoda.

-Algunas vez te interesó la medicina?

-Nunca, -fue la contundente respuesta de madre.

Aquella palabra sonó como la bomba atómica. El silencio se apoderó de ambos y por un rato, no pudieron emitir ni un monosílabo. Cayendo en la cuenta de lo que había dicho, y sobre todo, lo que había transmitido en forma implícita, ella ensayó una respuesta tendiente a justificar su vida.

-Pero fue bueno, porque gracias a esa profesión pude mandarlos al mejor colegio, viajar por el mundo, tener una muy buena calidad de vida.

José permanecía en silencio, tratando de procesar aquél «nunca», que parecía imposible de digerir. Acaso tener una buena calidad de vida era excluyente de dedicarse toda la vida algo que no le interesaba? Y en el caso que así lo fuera; valdría la pena? O sería mejor que los hijos tuvieran menos cosas pero percibieran una madre más contenta consigo misma, más integrada?

Su hijo pudo percibir el enorme dolor que ella tenía. Cómo podría ser de otra forma si se había pasado la vida entera haciendo algo que no le gustaba? Para peor, ya no tenía remedio, porque estaba próxima a cumplir setenta y hacía pocos años que se había jubilado. Cómo arreglar un pasado que ya se había terminado? En realidad, todo pasado, por definición, estaba terminado.

Como pudo, intentó ayudar a su madre a confrontar con aquél dolor. Sin embargo, ella no podía tolerarlo. Quién puede aceptar que desperdició su vida? Ella continuaba dando una explicación tras otra, en un vano intento de tener una razón que su agria cara, esculpida durante años de frustración, no transmitía.

José pensó en lo liberador que era decir: «me equivoqué». Aunque aquellas dos palabras rara vez fueran enunciadas por un ser humano.

-Ma, si pudieras asumir que estudiar y ejercer más de cuarenta años una profesión que no te interesaba en lo más mínimo, fue un error, podrías empezar a sanar…

Ella acusó el golpe, pero al sentir que la precaria estructura en la que sostenía su vida podía derrumbarse, se defendió con un acto reflejo.

-Y de qué me serviría si no puedo cambiar nada?

-Depende…,-dijo José. -Seguramente no puedas modificar tu pasado, pero podrías empezar a drenar todo ese dolor que tenés adentro. Hace cincuenta años que puja por salir y no puede…

-Y qué ganaría con eso?, -preguntó ella, con la misma porosidad que el vidrio.

-Tener paz, mamá. Dejar atrás el dolor para poder tener paz. Nada menos.

Aquellas palabras resultaban inspiradoras; quién no quería tener paz, en especial a partir de la segunda mitad de la vida? Si la felicidad existía, se le parecía mucho. Pero cómo hacer para mandar a pérdida cincuenta años de vida? Quién lo toleraba?

La mujer se quedó pensando. Aunque tener paz fuera algo muy importante; valdría el costo de tirar por la borda todos los mejores años de su vida?

Si bien ambos permanecían en silencio mientras caminaban, José intuía lo qué ella experimentaría en su corazón. Pensando en cómo ayudarla, le dijo:

-Un cuento oriental dice que un señor caminaba descalzo por la playa de noche.  Pisó una bolsa, la recogió, y al revisarla a la tenue luz de la luna vio que estaba llena de pequeñas piedras. Algún chico las habría juntado. Caminó un rato más sentándose luego a metros de la orilla y empezó a tirarlas al mar, una a una. Fue amaneciendo mientras él seguía arrojándo piedras y mirando el amanecer. Para cuando ya era de día y ante la dificultad de agarrar las pocas que quedaban, abrió bien la bolsa. Con horror observó que se trataba de diamantes. Desesperado corrió a la orilla para recuperarlos. Resultaba imposible: la rompiente y la arena eran una tumba perfecta. Desolado, volvió a buscar la bolsa. Se maldijo por haber tirado los diamantes, uno a uno durante tanto tiempo, sin saber que eran piedras preciosas. Cuando pudo parar de llorar y recobrar la paz, volvió a mirar el interior de la bolsa. Todavía quedaban unos cuantos. Y él estaba preparado para aprovecharlos.

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