Antes de que lo llevaran al quirófano, el padre le dio un beso en la frente. Aunque le dijo que se quedara tranquilo, que no le pasaría nada malo, Nico percibió a su papá destrozado.

Con sus once años, estaba aprendiendo muchas cosas en forma precoz. Entre ellas, que cuando las palabras no se condecían con las caras, había que creerle a las caras y nunca a las palabras.

Después de una larga cirugía Nico fue volviendo en sí. Ni se animaba a mirar su costado izquierdo, temiendo lo peor. Igual, aunque no mirara, sabía que le habían amputado su brazo izquierdo. Había lidiado cinco años de su corta vida con tumores en el húmero, y aunque sus padres hubieran sido incapaces de decirle lo que le harían en esa última cirugía, el sabía que le cortarían el brazo.

Como es habitual, la recuperación física fue mucho más simple que la emocional. Ajustar la prótesis, y aprender a comer y vestirse con una mano, aún fuera cuando complejo, era mucho más sencillo que procesar la cantidad e intensidad de emociones vividas durante esos tiempos.

El muñón cicatrizó mucho más rápido que el alma, a la cual nunca se la veía sangrar. No porque no sangrara, sino porque solo se la miraba con los ojos.

Los años fueron pasando y todo pareció sanar. Esos precarios equilibrios que ofrece la vida, esas calmas que aunque apacibles dejan entrever tempestades inminentes.

En la adolescencia llegaron las primeras fiestas. Una edad compleja en donde despierta la sexualidad y todo lo que conlleva: desde los instintos más primitivos hasta los sentimientos más sublimes. Todo atravesado por esa fuerza arrolladora que es el sexo.

Lo que no es fácil para nadie era aún más difícil para Nico. Si era complejo para cualquier adolescente con sus dos brazos, resultaba mucho más arduo para alguien que tenía solo uno. Las inseguridades naturales de la adolescencia había crecido exponencialmente en su caso.

Después de varios meses en los que iba las fiestas para conversar con sus amigos y no se animaba a sacar a bailar a ninguna chica, llegó el día en que una lo deslumbró. Luego de observarla un rato, juntó coraje y se tiró a la pileta.

Bailaron unos veinte minutos mientras manteniendo una buena conversación, dentro de los márgenes normales que los miedos de esa edad permiten. Cuando todo parecía ir sobre rieles, ocurrió la catástrofe. La chica se dio cuenta que lo que Nico tenía ahí no era un brazo sino una prótesis.

Pese a sus esfuerzos por disimular la situación, su cara lo dijo todo. Parecida a la que había puesto su padre cinco años antes cuando lo despedía para que se lo llevaran al quirófano. Nuevamente Nico experimentaba que cuando le decían «todo bien», estaba todo mal.

Con elegancia la chica bailó con él unos minutos más y después se despidió con la verosímil excusa de que quería hablar con sus amigas, cosa que hizo.

No hicieron falta más palabras para comprender que su incipiente recorrido con ella había quedado interrumpido en forma irreversible.

Aquella noche Nico no pudo volver a sacar a bailar a nadie más. Ensimismado y silencioso, caminó hasta su casa con algunos amigos que estaban en otra frecuencia.

Ya en su cuarto, se sacó la prótesis y la apoyó en la mesa de luz. Se acostó en su cama y miró el techo un buen rato. Aunque no fuera consciente ni capaz de ponerlo en palabras, sentía anestesiado. Como con un dolor de muerte.

Después de dos horas de no poder dormirse, prendió la luz. Ahí estaba su prótesis, recordatorio perenne de su amputación. Con su único brazo la tomó y la observó detenidamente. Aunque lo deseaba con toda su alma, era incapaz de llorar.

A las seis de la mañana y mientras toda su familia dormía, se paró y con la prótesis en la mano fue caminando hasta la cocina. Abrió el tacho de basura y la tiró. Regresó a su cama y recién cuando amanecía, pudo dormirse.

Se despertó a las dos de la tarde y fue a comer algo. Su madre, fingiendo una normalidad inexistente, le dijo:

-Por qué tiraste a la basura la prótesis?

-No la voy a usar más. De ahora en más, todos me verán como soy. A los que les asuste conversar con un manco, podrán mantenerse a distancia y evitar malentendidos o decepciones. Y los que opten por acercarse, sabrán a qué atenerse.

Con dolor, ella registró que su hijo había madurado de golpe. Optimista, tomó conciencia que él, a sus dieciséis años, había aprendido algo que la mayoría de las personas empezaba descubrir, también con grandes dolores, después de los cuarenta años.

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