-Pero si yo nunca te dije nada…, -gruño su madre entre sorprendida y enojada.

Aquella frase era cierta. Literalmente cierta.

Gastón sin embargo, había vivido otra cosa. Su mente, en una de esas asociaciones que uno desearía que fueran azarosas pero nunca lo son, le recordó un pequeño incidente.

Tenía diez años y era uno de los mejores alumnos de la escuela cuando un día, cansado de los chicos, el maestro de lengua tomó un dictado sorpresa.

El profesor era una persona frustrada, enojada con la vida. Tenía con qué. A sus ocho años la madre lo había «entregado» a una orden religiosa que buscaba vocaciones. Como él era el menor de nueve hermanos, sus padres lo habían dado para satisfacer el pedido del capellán del pueblo, y de paso anotarse un poroto con Dios. Nadie había sido capaz de mirar a aquél chico y sus propias necesidades. Como podría ser luego un buen pedagogo, enamorado de la vida?

El dictado era una selección de treinta palabras, una más difícil que otra. Como si esto fuera poco, el ensañado maestro les informó que por cada error bajaría la calificación tres puntos. Así las cosas, la mayoría de la clase se sacaría un uno, al que se llegaba solo con tres equivocaciones.

Y eso fue lo que pasó. El profesor corrigió todas las pruebas inmediatamente, devolviéndolas a los alumnos y exigiéndoles que las trajeran firmadas por sus padres al día siguiente.

Era una masacre. Casi los cuarenta alumnos se habían sacado un uno, solo dos chicos obtuvieron un cuatro -por dos errores-, y un genio alcanzó un siete (un solo error entre las treinta palabras perversas.)

Al ver su nota escrita con tinta roja por el maestro, Gastón sintió que el corazón iba a salírsele del pecho. Cómo le explicaba un siete a sus padres?

Hoy a la distancia, se reía de la situación. Lo que era un oportunidad para que sus padres lo felicitaran y premiaran, él lo había vivido como un infierno. Cómo no había sido capaz de contarles a sus padres que en un dictado sorpresa, con treinta palabras elegidas para castigarlos, y en una clase en donde todos se habían sacado un uno, él había cometido solo un solo error? Por qué había reaccionado así?

Para peor, el infierno que descadenaría aquél siete, recién estaba comenzando. Como Gastón sentía que no podía llevar esa nota a su casa, se pasó la tarde angustiado evaluando alternativas. La exigencia de traer la evaluación firmada por los padres al día siguiente, no le dejaba mucho margen.

Con los músculos inflamados y la cara roja de tanta tensión, tomó la decisión de falsificar la firma de su madre. La practicó un buen rato, porque no era tan difícil. Cuando se decidió a hacerla al lado de la firma del maestro, le salió pésimo. Al igual que los penales, en la vida hay cosas que no sirve entrenarlas.

Ahora el problema era del tamaño del Everest. Ruborizado y con el corazón latiendo a doscientas pulsaciones, volvió a mirar su falsificación al lado de la firma del maestro. Era la imagen del naufragio.

Tuvo que aceptar que su imitación era tan desastroza que seguramente lo echarían del colegio. Qué escándalo, que uno de los mejores alumnos fue expulsado por falsificar la firma de sus padres.

La madre lo llamó para cenar y él escondió todos los papeles y fue con su cuerpo. Su alma, ya no existía. La comida pasó sin penas ni glorias, y nadie se percató del silencio ni la angustia de Gastón. Qué raro.

Tan pronto pudo volvió a su cuarto y, jugado por jugado, decidió adentrarse aún más en la tempestad. Rehizo todo el dictado, y empezó a practicar nuevamente la firma de su madre, y también la del maestro. Ahora tendría que falsificar ambas, para evitar mostrar el vergonzoso original.

Cuando se sintió razonablemente confiado encaró el plagio. Varias duplicados fueron al cesto de papeles porque en el momento de la verdad, la tensión desbarataba todo.

Agobiado por la presión y el cansancio, decidió poner punto final a las imitaciones y presentarse con una que si bien no era buena, tampoco era pésima. No podía más.

Durmió toda la noche sobresaltado, soñando que sería expulsado del colegio. Todo su prestigio tirado a la basura. Cuando sonó el despertador pensó que no era cierto. Cómo despertarse si él estaba muerto?

Como un mutante, se vistió, bebió dos sorbos de Nesquick y caminó hacia el colegio con el mismo pasa de una vaca al matadero. Sus dos cuadras de cadalso parecieron una eternidad. Por suerte, la materia estaba en la primera hora así que la agonía terminaría rápido.

El maestro pidió que pusieran las pruebas firmadas sobre los pupitres, así las revisaba. Cuando él se acercó a su escritorio, Gastón sentía su corazón latir como un redoblante. Miró a los ojos al profesor, como una víctima que en el instante último, quiere ver a su sicario.

El maestro le dijo:

-A vos te habrán felicitado…, -y siguió caminando sin siquiera ver la evaluación.

Gastón comprendió que se había salvado. Seguía vivo.

Quince años después, se preguntaba por qué había actuado así. Sus padres nunca le habían exigido buenas notas. Al menos formalmente.

Pero de qué importaban las formas si mil veces le habían contado la excelencia académica de su abuelo, y de ellos mismos? Qué margen tenía de mostrar un error, si cuando trajo un boletín con promedio 9.72, su tío le había preguntado qué había pasado con los veintiocho centésimos restantes? Cuántas veces había escuchado a su madre decirle que si hacía las cosas con menos prisa, sería el mejor alumno? Acaso no era otra cabal expresión de lo que ella esperaba de Gastón?

-Tenés razón mamá; nunca me dijiste nada, -asintió Gastón. -No hacía falta.

[poll id=»164″]