-Te conté que me separé?

-No, no me dijiste nada…

-Hace cuatro meses llegué a casa tarde, como a la una de la mañana. Venía de estar con una amiga, como tantas veces. Y mi mujer me preguntó, también como tantas veces, «de dónde venís?»

Jorge escuchaba entre risueño y expectante. Guillermo tendría unos sesenta años, con treinta de matrimonio e hijos grandes. Había tenido mil aventuras de todo tipo, pero sin embargo, resistido. Su mujer, como pudo, bancó todas sus andanzas. Por qué se separaría ahora? A esta edad, con una vida hecha, y cuando las hormonas estaban en retirada? Cuál era el sentido?

-Y qué pasó?, -quiso saber Jorge.

-No resistía decir una mentira más. Cuando venía de encamarme con alguien, un millón de veces mentí diciendo que había tenido una reunión política. Nada más verosímil que mi trabajo. Pero esta vez no pude. No resistía una sola mentira más. Cumplí sesenta y no quiero seguir sintiendo una cosa y hacer otra.

Jorge se preguntaba cómo era posible llegar a esa edad tan disociado. Aunque mirando su propia vida, tuvo que asumir que a él y a casi todo el mundo le pasaba.

-Y qué hiciste? Le contaste que venías de coger?

Guillermo se rió. -No hizo falta. Simplemente le dije que así no podía seguir viviendo.

Su mujer comprendió. Qué iba a necesitar que le aclare? Pobre, habrá sentido una mezcla de emociones. Alivio, al no tener que seguir soportando situaciones de ese tipo y poder estar en paz sola. Angustia, al pensar que había pasado muchos años aguantando y no tenía sentido tirar todo por la borda a los sesenta.

Las preguntas irrumpían en su corazón. Tan grave era tolerar infidelidades? O acaso era otro mandato cultural de esos que solo servían para arruinarnos la vida? Por otra parte; tan malo era estar solo? Si uno se comparaba con la imagen de familias que muestran las publicidades, seguramente se sintiera un infeliz al no alcanzar el estándar de esa foto imposible. Pero era real o también era otra idea falsa diseñada para dejarnos siempre frustrados y sentirnos miserables?

-Me mudé al primer departamento que nos habíamos comprado, que justo dejó el inquilino, -continuó Guillermo. -Un dos ambientes chiquito que cuando llueve entra el agua. Pero así y todo estoy contento. De qué me sirve vivir en un palacio sino quiero estar ahí?

-Y a dónde querés estar?

-Por lo pronto, en lugar donde haya silencio. Paz. En donde no tenga que dar explicaciones, en donde pueda ser lo que soy.

Aquellas palabras de Guillermo iluminaron a Jorge. Quién no anhelaba poder ser lo que realmente era? No tener nada que simular, poder mostrarse tal cual era en su totalidad?

Jorge sintió cierta envidia de su amigo. De la libertad interior que tendría. También se imaginó solo en ese departamento un domingo otoñal a las cuatro de la tarde, y una tremenda melancolía lo invadió. Habría chances de ser libre estando en pareja? O eran objetivos excluyentes?

-Y en casa con tu mujer no podés ser lo que sos?, -disparó Jorge.

Guillermo se quedó pensativo. -Es evidente que no estoy pudiendo. Al menos los últimos quince años… Siempre estoy en falta. Pareciera que lo que mi mujer necesita yo no se lo puedo dar. Ella quiere que estemos mucho juntos, que hagamos actividades, que la contenga en todos sus problemas que en el fondo, siempre son afectivos. Yo en cambio, solo quiero que no me rompa las bolas! Mucho más modesto lo mío…

-Y en qué te rompe las bolas?

-Me hacés preguntas como si no estuvieras casado, como si no supieras de lo que hablo, -provocó Guillermo. -Me gustaría que ella acepte lo que le puedo dar, que creo que es mucho, y pare de intentar convertirme en algo que no soy. A mi me gusta mi trabajo, me gusta estar en silencio, encontrarme a cenar con amigos, estar con algunas amigas de vez en cuando…

Jorge escuchaba con atención. Se preguntó por qué sería tan difícil acercar esos dos universos que parecían irreconciliables. No había puntos de contacto? O el problema era exigirle a la pareja un estándar idealizado que no podía ofrecer?

Alguien decía que los seres humanos no éramos felices por la simple razón que nuestra mente no paraba de producir infelicidad. Cómo se producía esa infelicidad? Comparando la realidad con nuestras ideas acerca de cómo debía ser la realidad.

-Te colgaste, -dijo Guillermo.

-Una vez me filmaron jugando al fútbol. Hasta ese momento, pensaba que jugaba bien. De ahí en más, me di cuenta que era horrible. Lo interesante fue que mi juego no cambió, sino solo mi mirada. Con el tiempo pude entender la causa, -contó Jorge mirando el horizonte.

-Cuál fue?

-Yo estaba acostumbrando a ver imágenes de los mejores jugadores del mundo. Verme filmado a mí y compararme con ellos fue una y la misma cosa. Cómo hacer para no sentirme un desastre si inconscientemente me estoy comparando con la selección nacional?

-Y qué hiciste?

-Aceptar como juego. Me tomó bastante tiempo, pero solo cuando pude hacerlo de corazón, volví a disfrutar del juego. Y sin proponérmelo, también empecé a jugar mejor.

-Ese es mi camino. La verdad es que no sé si podré volver a estar con mi mujer o no. Para empezar, porque depende de ambos. Pero más allá de que ella quiera o no, de lo que estoy seguro es que no quiero volver al molde. No entro. Mi ser no entra en esa foto publicitaria.

-Ojalá puedan ver la realidad tal cual es y se encuentren en lo que sí tienen en común, pudiendo compartirlo, -dijo Jorge pidiendo la cuenta.