Nos pesa la mirada de los otros. Tenemos tanto miedo a ser rechazados que nos mostramos asépticos, perfectos, desinteresados, magnánimos. Obviamente es todo una fachada. Por debajo de esa máscara tenemos intereses, pasiones, manipulaciones y tantas otras cosas oscuras y humanas. Si el miedo al rechazo es muy importante, es imposible crecer, madurar. Aunque en algunos casos puede ser tan intenso que tratamos de hacernos los distraídos y justificar lo injustificable. El miedo al rechazo solo se aborda como todos los miedos: mirándolos a los ojos. Reconocíendolos. Amigándonos con ellos para desde la aceptación, poder trascenderlos.

¿Cómo era posible que al final no hablara del único tema que quería hablar y por el que había pedido la reunión? Paula se sentía frustrada consigo misma. Comprendía bien lo que había pasado: su habitual estrategia de mostrarse amiga y cercana, terminaba impidiéndole hablar temas que desnudaran que tenía un interés subyacente. Entonces, quedaba enfrentada al recurrente dilema de mostrarse tal cual era -una persona interesada- o sostener el personaje de alguien que no necesitaba nada y que siempre estaba disponible para ayudar a otros.

Por lo general ocurría esto último, dado que la aversión a ser rechazada o desencantar al otro era muy grande. Prefería ir a lo seguro jodiéndose y frustrándose, antes que exponer sus verdaderas intenciones.

Naturalmente, después se sentía muy mal. ¿Cómo podía ser de otra forma si agendaba un encuentro por una razón puntual que luego no podía ni esbozar? Era inevitable que al terminar la reunión y no haber sido capaz de hablar de lo único que deseaba hablar, se sintiera mal.

La situación había permanecido oculta porque durante años si bien Paula sentía la frustración, intentaba convencerse que lo importante era cuidar el vínculo para una ocasión futura. El tema era que cuando ese futuro se tornaba en presente, nuevamente había que preservarlo para más adelante.

Los años pasaban, la situación se repetía y la frustración de Paula crecía a la par. Trataba de justificarse tomando por cierta la hipótesis de algunos antropólogos que sostenían que el deseo de ser aceptado venía desde los más antiguos ancestros. Supuestamente, el rechazo implicaba aislamiento y eso reducía sensiblemente las posibilidades de supervivencia. También leía con satisfacción diversas investigaciones de neurólogos que mostraban que las zonas del cerebro que se activaban por el dolor y por un rechazo, eran las mismas.

Sin embargo, pretendiendo no quedar esterilizada por la antropología o la neurología, analizó porque en tantas oportunidades era incapaz de expresar lo único que quería. Vislumbró algunas razones convergentes. La primera era el miedo a desnudarse, a exponerse.

Como todo en la vida, no era un asunto blanco o negro. Había relaciones que eran amistades aunque tuvieran algunos intereses. Sin tanto rigor pudo reconocer que había vínculos que valoraba genuinamente más allá de alguna conveniencia.

No obstante, el punto era que cuando eso ocurría, le costaba mucho hablar. Como si la relación tuviera que ser algo aséptico, perfecto, más allá de todo. ¿No era mucho pedir? ¿No éramos todos seres humanos, con intereses, pasiones, limitaciones y virtudes?

Esta situación era la que más la violentaba, generándole una enorme impotencia. Casi como la del guardián de un harén, quien teniendo a disposición mujeres hermosas y vírgenes, no podía tocar ni mucho menos penetrar a alguna.

Paula se sentía horrible al verse atrapada en un lugar absurdo: a las personas realmente amigas no les pedía nada para no parecer interesada. Y a los vínculos que tenía por interés, tampoco les pedía nada, no fuera cosa que quedara expuesta. En síntesis, rara vez podía expresar lo que quería. ¿Cómo se podía vivir así?

Durante las reuniones en las que ella no planteaba el tema que deseaba exponer,  su cabeza era una batalla campal. Su mente no paraba de presionarla y descalificarla, mientras otra parte suya resistía como podía, tratando de no sentirse estúpida y sin valor alguno.

¿Cómo ocurría ese extraño fenómeno en que una parte de ella criticaba furiosamente a la otra? ¿Acaso no eran la misma persona, o sea Paula? ¿Por qué un sector se sentía superior y con derecho de descalificar a otro? ¿Qué habilitaba la existencia de una parte exigidora y otra, exigida? ¿No eran ambas la misma persona?

Con la madurez que le daban los años, toda esta situación le generaba compasión y misericordia hacia sí misma. Había vivido décadas siendo implacable consigo misma y sabía que eso destruía el presente y dificultaba el aprendizaje.

Intentando analizar otras aristas del mismo problema se dio cuenta que muchas veces no hablaba de lo que tenía que hablar por falta de estrategia. Dejaba demasiado librado al azar lo que fuera a ocurrir. En su anhelo por ser espontánea y franca, la conversación solía derivar por derroteros disfuncionales a sus objetivos. Su anhelo de ser espontánea confrontaba con su deseo de hablar de algo que para ella era importante.

Tratando de ir más a fondo se preguntó por qué le faltaba estrategia si ella era una mujer con un buen pensamiento lógico. Lo primero que vino a su mente fue que esa conducta la preservaba. Con la excusa de ser espontánea y flexible, se permitía ir por las ramas, evitando exponerse.

Encontraba mil justificaciones para esta conducta. Bajo la idea que no quería ser alguien estructurado como un vendedor de seguros de vida, solía girar sobre sí misma, incapaz de avanzar. Después de años de descalificar aquella profesión, pudo reconocer no sólo el valor de esa tarea, sino también el hecho que hicieran lo que tenían que hacer. ¿O acaso el objetivo de un vendedor era hacer amigos? ¿Y de qué servían amigos que en realidad solo eran relaciones de conveniencia si uno no estaba dispuesto, en algún momento, a sacarle provecho?

Su defensa automática fue que ella no era una mujer así. Era una buena persona, desinteresada. Se rió al asumir que por más buena que fuera, tenía intereses. Que en todo caso el problema era ser interesado, pero expresar los intereses no tenía nada de malo siempre que no forzara o manipulara.

Se sentía en la frontera de sus capacidades emocionales. No había nacido para lidiar con problemas así. Después del desasosiego inicial se preguntó si este asunto no sería algo básico que le ocurría en mayor o menor medida a todas las personas.

Puesta a pensar qué hacer llegó a algunas conclusiones. La primera, que nunca lograría nada violentándose a sí misma. Como le enseñaba el sabio Norberto Levy, la Paula exigidora debía aprender a dialogar con la Paula exigida, porque ambas eran la misma persona: ella. Integrar esas partes, parecía ser un desafío muy importante. Para ser más preciso, debía lograr que la parte que solía exigir y maltratar, escuchara y le diera cabida a la pobre que siempre era presionada y descalificada. Que ésta pudiera expresar qué le pasaba, qué sentía, cuáles eran sus obstáculos y limitaciones. Y que la Paula rigurosa hiciera el esfuerzo de comprender ya que de lo contrario, los resultados serían cada vez más pobres.

Por otra parte, se imponía la necesidad de ver la realidad lo más parecida a lo que era. Si una relación era solamente un vínculo profesional o de mutuo interés; ¿qué sentido podía tener no pedirle nada con la idea de cuidarlo para un futuro que cuando se tornaba presente debía ser preservado nueva e infinitamente?

A su vez, si una amistad era verdadera; ¿cuál era la lógica de no animarse a expresar lo que uno deseaba siempre y cuando fuera respetuoso de la otra persona y su libertad? ¿Evitar confirmar que uno tenía intereses y por ende, parecer interesado? Si en una amistad real uno no podía mostrarse tal cual era, compartiendo anhelos, necesidades y viendo si la otra persona podía ayudar; ¿era una amistad?

Le resultaban temas espinosos donde existían límites sutiles y riesgosos. Sin embargo, fue consciente que no podía seguir poniendo todo en la misma bolsa, ni mucho menos, continuar evitando exponerse. Ese era el rasgo común a todas las situaciones. Su aversión a ser descubierta, a parecer interesada. A ser juzgada como interesada.

¿De dónde venía ese juicio? ¿Y de dónde procedía la (absurda) exigencia de ser alguien aséptico, sin intereses? Seguramente de su infancia, patria de la mayoría de las características de la personalidad.

Nuevamente se sintió paralizada frente al peso de la realidad. ¿Cómo salir de ese lugar?

Vino a su mente la famosa frase «Cartago delinda est». Aquella máxima romana repetida por Caton infinitas veces era la síntesis de la importancia de tener una idea clara, fija, por no decir obsesiva. ¿Acaso se podía llegar lejos sin ella?

Durante años, aquél senador romano había terminado todos sus discursos recordándole a sus pares que Cartago debía ser destruida. A su juicio, Roma no podría florecer comercialmente si tenía semejante rival del otro lado del Mediterráneo. Fueron necesarios muchos años de sostener esa idea nítida y obsesiva, para que Roma tomara conciencia de ello y finalmente su competidora fuera aniquilada.

Volvió a su realidad. ¿Cuál era su propio Cartago? ¿Qué idea debía poner en blanco sobre negro y repetírsela una y mil veces para poder lograr su objetivo? Era evidente que una idea clara no garantizaba el resultado, pero era más obvio aún que la falta de claridad lo tornaba imposible.

Paula registró que en su vida tenía varios temas que requerían su propio Cartago. Debía animarse a identificarlos a riesgo de fracasar, antes que seguir evitándolos para no exponerse y terminar con un fracaso seguro.

Pensó en la dificultad de identificar y ponerle palabras a aquello que uno quería. Solía tomar años.

Paula quería poder hablar. Pedir, decir lo que le pasaba, expresarse.  Cuando tomó consciencia que el dolor de callarse era mayor al de ser rechazada supo que su propio Cartago estaba en marcha.

Artículo de Juan Tonelli: Animarse a correr un riesgo.

[poll id=»141″]