Iván era tenía trece años y un futuro prominente como ciclista. Pese a su temprana edad, su vida transcurría sobre dos ruedas. Tan pronto terminaba el colegio, se iba al club en donde entrenaba toda la tarde hasta el horario de la cena.

Su familia lo apoyaba, sabiendo lo bueno que era el deporte, especialmente para una juventud amenazada por el sedentarismo, las pantallas, y las drogas. El deporte exorcizaba todo.

Su madre era contadora y su padre escribano, asegurándole a la familia un buen pasar. El campeón mundial era su ídolo, y utilizaba una impresionante bicicleta Cannondale, que era su amor imposible. Era tan cara que Iván no se animaba a pedírsela a sus padres.

Después de unos años de desearla, tomó la determinación de ahorrar para comprársela. Aunque la gesta era muy difícil, estaba decidido a lograrlo. Para peor, con una edad en la que no entendía los estragos inflacionarios, Iván enfrentaba un problema adicional: todos los billetes que atesoraba perdían su valor en un país con 40% de inflación anual.

Decidió evitar que sus padres oficiaran de custodios de sus ahorros. En el pasado, la falta de registros contables de algún tipo lo habían hecho perder todo lo que había juntado con tanto esfuerzo. No es que sus padres lo hubieran hecho a propósito, pero había ocurrido. Por ende y para evitar riesgos, optó por arreglárselas solo, aunque todo fuera muy cuesta arriba.

Más allá de algún dinero que pudieran regalarle sus abuelas, la gran oportunidad de ahorro ocurría los fines de semana. El dinero que le daban para almorzar y merendar en el club, era ahorrado en su totalidad. Iván desayunaba mucho antes de partir, bebía agua corriente durante todo el día, y regresaba famélico a su casa al atardecer, pero con toda la plata lista para ser guardada en el cajón de sus ahorros.

A su madre le llamaba la atención el hambre con la que Iván regresaba del club, aunque tampoco le prestaba demasiada atención al tema. Él, estaba contento por su determinación y fuerza de voluntad, y evitaba tomar siquiera una bebida durante todo el día. Con eso ahorraba un buen dinero y se acercaba al sueño de tener la misma bicicleta que el campeón.

Apenas empezó esta dinámica de ayunos ahorrativos en función de su sueño, ocurrió un hecho inesperado: un compañero de lo colegio lo invitó a hacer ala delta. Su padre era un entusiasta de ese deporte y llevó a ambos adolescentes al cerro desde el cual se arrojarían en un vuelo de doble comando.

El inicio no era para miedosos ni personas con vértigo: cargando el ala había que correr por una especie de muelle, en dirección al abismo. Una vez llegado al precipicio había que seguir corriendo hacia el vacío, y luego de una caída de pocos metros que duraba una décima de segundo y parecían una eternidad, la vela se tensaba y comenzaba el vuelo.

Ver todo Río de Janeiro desde las alturas era maravilloso: la vegetación de los morros, la playa, los edificios, el mar azul. Iván estaba conmovido por la experiencia. La vista, el aire pegando en la cara y en todo el cuerpo, y no escuchar más sonidos que el viento.

El riesgo y la posibilidad de matarse le producían una extraña fascinación. Ese flirteo con la muerte tenía algo especial. Sin embargo, el sentimiento dominante era el de libertad.

Él, que había creído que andar en bicicleta por rutas perdidas era la libertad misma, venía a descubrir que existía una actividad que le brindaba una sensación aún mayor.

Volvió a su casa sabiendo que algo se había modificado profundamente. Aunque no fuera consciente, algo había irrumpido tornando obsoleto a todo lo demás. Su vida, como la había conocido hasta entonces, había cambiado para siempre.

Durante esa semana fue a entrenar como siempre lo hacía, percibiendo que sus ganas ya no eran las mismas.

Al igual que enamorarse, el proceso podía llevar mucho más tiempo para ser comprendido que en desencadenarse.

Esos cinco días entrenó normalmente aunque ya nada era lo mismo. El dilema se presentó el fin de semana cuando Iván quiso ir a hacer ala delta nuevamente. Contrariado, casi culposo, le preguntó a su amigo si podría acompañarlos. La realidad conspiraba a su favor y un rato después recorrían en auto los sinuosos caminos que los llevaban a la cima de la montaña.

Otro vuelo acompañado de un instructor y la experiencia de Iván empezaba a aclararse. Estaba fascinado con volar. Tan pronto regresó ese día fue a entrenar con su bicicleta sabiendo que algo no funcionaba. A la hora de la cena cayó en la cuenta que si seguía volando no podría comprarse la bicicleta que tanto anhelaba, dado que el derecho de vuelo y la clase con el instructor eran costosas.

Durante dos semanas convivió con una doble vida en la que volaba y entrenaba con su bicicleta. No poder ahorrar lo llenaba de frustración, así que optó por suspender los vuelos en ala delta y así juntar todo el dinero que necesitaba para comprarse el rodado.

Aunque el hecho de no volar le producía cierta melancolía, su determinación en pos de un objetivo ordenaba su vida. Todo había vuelto a la normalidad e Iván entrenaba ciclismo rigurosamente seis días a la semana, ahorrando un buen dinero los fines de semana.

Grande fue su decepción cuando después de varios meses fue a comprarse la bicicleta con todo el dinero ahorrado. El país atravesaba una profunda crisis económica y la devaluación de la moneda había disparado el valor del dólar y por ende, el de su tan ansiado sueño. Frustrado, volvió a su casa determinado en seguir ahorrando hasta poder comprarla.

Así pasaron los meses y la frustración se repitió tres veces más. Cada vez que Iván juntaba todo el dinero necesario para comprar la bicicleta, ésta subía de precio.

Finalmente llegó el día en que todos sus esfuerzos rindieron sus frutos e Iván pudo comprarse la bicicleta. Volvió andando con ella a su casa y se fue a probarla a la ruta, magnánimo. Se sentía alguien importante. Tenía la misma máquina que el campeón, y con ella andaba mucho más rápido.

Esa noche la bicicleta quedó al lado de su cama, como si fuera el amor de su vida.

El aladeltismo parecía haber quedado atrás y los días siguientes, Iván utilizó su nueva bici sin parar. Como si todas las emociones que le había generado volar hubieran desaparecido sin dejar rastro.

Pero la amnesia emotiva duró cinco días. Al llegar el fin de semana Iván registró que ya no necesitaba seguir ahorrando. Ahora podía almorzar y merendar en el club sin problemas, comprarse las bebidas y dulces que deseara. O también, pagar el derecho de vuelo y contratar a un instructor.

Aquél pensamiento subversivo empezó a dejar al descubierto que el ciclismo ya era parte de su pasado. Aquél sábado Iván fue a volar y luego de hacerlo, no quiso volver a entrenar. Se pasó la tarde mirando cómo volaban, tratando de aprender.

El domingo ocurrió lo mismo, y algún sentimiento de culpa atravesó el corazón de Iván. Como si le fuera infiel al ciclismo. No obstante, se dio cuenta que entonces lo único que deseaba era volar y esta vez no estaba dispuesto a abandonarlo.

Sin darse cuenta, el aladeltismo capturó toda su vida, como si tomara revancha por lo que había sido reprimido. Era su momento soberano y deseaba demostrarle al ciclismo y a cualquier otro desafiante que él era el gran amor de aquél adolescente.

En pocos años, Iván se convirtió en campeón nacional de todas las categorías de menores, y el ciclismo no fue más que un hermoso recuerdo. La nueva bicicleta Cannondale juntaba tierra en el garage.

Veinte años después, la madre de Iván lo llamó para preguntarle qué hacían con la bicicleta. Él fue a la casa de sus padres y entró al garage. Tan pronto vio las cubiertas sin desgaste alguno, o el nylon protector del asiento que nunca había llegado a sacar, se conmovió. Inerte, la Cannodale era un monumento al sinsentido, un testigo silencioso de la decisión de aferrarse a lo que ya había dejado de ser.

¿Podía juzgarse por haber intentado cumplir su sueño de tener la bicicleta del campeón mundial? ¿Cómo había sido incapaz de registrar que dejar de hacer lo que le encantaba nunca tendría sentido? ¿Pero era acaso la pregunta?

Pasaron otros años hasta que Iván pudo elaborar algunas respuestas a esos interrogantes. Los hombres podían vivir experiencias tan intensas que impedían ser comprendidas hasta muchos años después de haberlas vivido. Como si las emociones generaran una inundación en el cerebro, impidiendo el razonamiento lógico más elemental, y ser capaces de ver lo evidente.

En todo caso, la pregunta clave era registrar cuándo la vida había cambiado y uno debía dejar atrás el pasado. Aún en experiencias muy fuertes, el ser humano tendía a aferrarse a lo conocido por una mezcla de emociones: miedo al futuro, tristeza por la pérdida, angustia por la incertidumbre.

¿Cómo hacer para saber cuándo el presente se había tornado en pasado obsoleto y uno debía soltarlo? Ese proceso, a veces podía llevar años de evolución, pero también podía ser un solo fatídico instante, como un romance furibundo o la experiencia del ala delta.

Iván comprendió que era imposible saber cuándo era el momento justo de soltar. No era brujo ni adivino. En todo caso, el desafío era estar lo suficientemente conectado consigo mismo para enterarse lo antes posible cuando la vida había cambiado, y así evitarse los colosales costos de seguir aferrado a algo que había muerto.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Cuándo es momento de soltar lo que se fue?

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