Tan pronto se puso el lápiz contra las costillas, debajo de su lola izquierda, comprobó lo peor. Efectivamente sus pechos ya eran víctimas de la ley de la gravedad, e involuntariamente sostenían al lápiz impidiendo que cayera. La decadencia ya había llegado.

María confiaba en que el lápiz no se caería; que el pliego de su lola, no lo sostendría. Pero evidentemente, matarse en el gimnasio no alcanzaba y los más de cuarenta se hacían notar. Nada que no supiera, pero una cosa era intuirlo haciéndose la distraída, y otra muy distinta era verificarlo.

Dispuesta a abrir las puertas del infierno,  fue a su vestidor, se desvistió, y tomó un espejo de mano. Ayudada por ambos espejos miró su cola, sus piernas, su espalda. Casi se muere.

Su frente no dejaba tan crueles evidencias como su dorso. Más allá de la inevitable celulitis y algunos moderados depósitos de grasa localizada, le resultó devastador observar su cuerpo envejecido. No tenía la cola caída de una abuela, ni tampoco la cintura de una mujer post menopáusica. Así y todo, tejidos flojos, pozos, y una musculatura decreciente le mostraron brutalmente su realidad.

Se vistió rápido como si quisiera borrar del mapa todo lo que acababa de ver. Tal como había hecho con su ex marido que era un infiel serial, María prefería no saber. Aunque cuando hacía como que no sabía, sabía. Para peor, después la realidad llegaba toda junta.

Fue a la cocina a tomarse un trago para aflojar la cantidad de emociones que era incapaz de procesar. Mientras se servía un merlot, pensó que esa copa tenía más calorías que se sumarían al deterioro que acababa de ver. Siguió adelante, asumiendo que aquel no era un momento para tomar agua mineral.

Con la ayuda del vino, intentó reflexionar sobre la angustia que le provocaba ver su cuerpo decadente. Rápidamente registró que el asunto era la finitud de la vida. Y si bien la muerte parecía lejana, ya percibía que algún día llegaría. Lo que no había ocurrido en sus primeros cuarenta años de vida ahora sucedía con impunidad: el fin de la vida, aunque lejano, se empezaba a divisar.

María nunca había tenido mucho rollo con la muerte. Pensaba que si se moría cuando sus hijos ya eran grandes, no pasaba nada. Sería como quedarse dormida. Su problema era enfrentar el deterioro físico, que la angustiaba bastante. Y si bien todavía parecía un escenario lejano, ya empezaba a verse. Lo que antes no existía como posibilidad, ahora era una inquietud creciente.

El merlot le permitió registrar que su angustia tenía que ver con otra cosa. No se trataba del inevitable deterioro al que estaría expuesta más adelante. La emoción que sentía era más existencial, y tenía que ver con el temor a desperdiciar la vida.

Hasta hacía poco, como en la cabeza de María ni asomaba el tema de la muerte, tampoco existía la preocupación por aprovechar la vida. Después de todo, si alguien se sentía inmortal, ¿cómo sentirse presionado por obtener un buen resultado? Siempre habría tiempo para reencauzar las cosas o seguir probando.

Registrar la finitud de la vida tenía la enfrentaba a esa pregunta. No podía seguir especulando con que había tiempo de sobra para revertir un mal resultado. Al igual que en el fútbol, si un equipo iba perdiendo 3 a 0 y faltaban diez minutos para el final, era claro que el partido estaba perdido.

María no sintió estar perdiendo 3 a 0, ni que faltaran diez minutos para el final. Sin embargo, arrancaba el segundo tiempo, y resultado actual era un empate o una modesta victoria por 1 a 0.

Pero aún ese triunfo parcial era muy inestable frente a la enorme exigencia que tenía por delante. Ganar 1 a 0 no alcanzaba. Ella debía ganar por goleada. Entonces, una cosa era no tener registro del tiempo, como le había pasado en la primera parte de su vida, y otra distinta era enterarse que el primer tiempo ya se había terminado y que estaba corriendo la segunda y última mitad.

Intentó averiguar qué significaba ganar por goleada. Solo encontró difusas respuestas. Se fue al otro extremo, preguntándose qué sería para ella desperdiciar su vida. La pregunta era muy peligrosa porque en función de la altura a la que pusiera la vara, sellaría su suerte.

Tener una buena vida o fracasar eran dos juicios con un componente de subjetividad muy grande. ¿Podrían las personas elegir a qué altura poner la vara, o esa unidad de medida era configurada en la infancia, sin más alternativas que asumirla?

Llenó una segunda copa de merlot, confiando en que el alcohol aflojara sus defensas y aflorara la verdad.

Registró que sus expectativas eran altísimas y que para considerar que su vida había estado buena tenía necesitaba ciertos logros que no había obtenido y que ya no conseguiría. Lo primero que irrumpió en su mente fue la familia.

La idea de la familia unida había quedado atrás. A diferencia de los hombres, que solían separarse porque se habían enamorado de otra mujer, las mujeres lo hacían por tener un nivel de insatisfacción alto y no estar dispuestas a seguir viviendo así. María, como tantas, no había tenido bien claro qué era lo que quería, pero sí sabía lo que no quería. Y entre las cosas que no quería estaba su marido. Con la separación, había muerto la idea de la familia Ingalls.

Los tiempos posteriores a la separación habían sido muy difíciles, con mucho miedo de arruinar su vida. Todo era confusión, y la adversidad presionaba para que se reconciliara con su marido. En aquél entonces se preguntó mil veces si estaba haciendo lo correcto, o si era otro capricho de alguien inmaduro que a los cuarenta años seguía soñando con fantasías.

Fuera por lo que fuese, su fuerza y tozudez la sacaron adelante, sin necesidad de reconciliarse con su marido para simplificar su existencia. Pudo salir del fondo del pozo, sentirse fuerte, encontrar de nuevo al amor y conocer la felicidad. Pero no más maridos con cama adentro ni ideas de un hogar con chimenea y olor a pan recién horneado. Sobrellevar dos hijos adolescentes era bien complejo. Todo fue encontrando su lugar y la vida volvió a sonreírle. Había sido sorteado su crisis más profunda, sin estrellarse.

Pocos años después el villano de la insatisfacción volvía a presentarse. Ver su cuerpo deteriorándose le recordó que su tiempo no era eterno.

Pocas semanas antes había visitado a una amiga que vivía en el exterior. Ella también era divorciada, aunque se había vuelto a casar y tenido más hijos. Fue a cenar a aquél nuevo hogar, con marido, empleada con cama adentro y el griterío de una familia.

Paradójicamente, en vez de sentir melancolía o envidia, María salió espantada. No quería volver a vivir algo así ni de casualidad. Amaba estar con sus hijos, como así también disfrutaba su soledad y tranquilidad cuando ellos no estaban. Adoraba estar con su nuevo compañero, como también no estar obligada a convivir con él cuando se peleaban. Como si la idea de la familia Ingalls no recompensara tanto como prometía.

Volvió a preguntarse que sería para ella tener una buena vida. ¿Ser rica? ¿Famosa? ¿Exitosa? ¿Qué querían decir esas palabras?

¿Ser una buena madre? ¿Criar hijos capaces de desempeñarse bien en la vida? Si bien la respuesta a estas últimas preguntas era afirmativa, le pareció que la existencia no podía ser solo eso.

¿Tener un buen desarrollo profesional? ¿Estar con un hombre al que amar y por el cual ser amada? Todos eran temas importantes, y seguramente la felicidad  estaba compuesta por una multiplicidad de factores. Sin embargo, María tenía una pregunta que seguía inquietando su corazón. Todo parecía insuficiente, como si nada bastara.

Se sentía confrontada contra los límites de su existencia. Recordó a una sabia jefa que veinte años atrás le había dicho que “en la vida no hay mucho más que tener un buen trabajo, una buena pareja, hijos sanos.” Si bien María había asentido, aquella definición le había resultado aterradora. Si la vida era solo eso, era una trampa, un gran malentendido. Simplemente no podía ser. Debía haber algo más.

Ahora, a sus cuarenta y cuatro años estaba confrontada contra aquella realidad que le había anticipado su jefa. Se preguntó si más que un anticipo no sería una maldición.

Se sirvió una tercera copa de vino, mientras su espíritu seguía en caída libre.

Vino a su mente otra conversación con una amiga de cincuenta y ocho años, quien pese a haber sido toda su vida una exitosa ejecutiva, le contaba que a esa edad le costaba mucho reinventarse. Y que vivía con austeridad porque la línea divisoria entre la solvencia y la pobreza era muy delgada. María se había quedado angustiada, pensando cómo podría evitar aquél escenario para su propia vida. El solo imaginar que a sus sesenta se apagaban los motores y sólo restaba planear un par de décadas, le resultaba desolador.

Tomó conciencia de que nada le bastaba. Que el problema no era lo que hiciera o dejara de hacer, sino que los objetivos que alcanzar eran una trampa. No es que la vara estuviera alta. Era que cada vez que la saltaba, una mano invisible la volvía a subir un poco más. ¿Sería su propia mano? Sus metas resultaban como la línea del horizonte, que nunca puede ser alcanzada.

Inmediatamente pensó en dejar de subirse la vara y en la medida de lo posible, bajarla. Sin embargo, un sentimiento de pena y frustración la invadió. ¿Cómo lidiar con semejante monstruo? No se podía ganar, no se podía empatar, y ni siquiera se podía abandonar el juego. Había que quedarse y continuar perdiendo.

Recordó a un filósofo que decía que la felicidad era como el sexo. Si uno se preguntaba si lo estaba pasando bien, era porque no estaba gozando. Cuando uno era feliz, no había preguntas. ¿Pero se podía evitar las preguntas? ¿O una vez que surgían, el problema ya estaba instalado?

Recordó los momentos más felices de su vida. Algunos eran logros, muchos eran vínculos con familiares o amigos. Percibió que su encuentro consigo misma era la mayor fuente de plenitud. Como si la felicidad estuviera vinculada a la relación con uno mismo y con otras personas, y nunca a la relación de uno con objetos. La alegría producida por tener un determinado auto, casa o empleo, duraba a lo sumo, meses. La relación de uno con uno mismo, toda la vida. También el vínculo con los otros, que podía durar y crecer a lo largo de los años, algo que los bienes nunca ofrecían.

María se dio cuenta que no tenía sentido pelear contra el decaimiento físico. Nada le resultaba más patético que esas mujeres que habiendo sido bellísimas, estaban deformadas por cirugías, botox y colágenos. Cuidaría su cuerpo para poder seguir viviendo lo mejor posible, pero sin negar el paso del tiempo. Después de todo, era como pretender rechazar la ley de la gravedad. Las manzanas, las lolas y el cuerpo caían de arriba hacia abajo.

Por otra parte, buscarle un sentido a la existencia posibilitaba hacer todos los ajustes necesarios para ir logrando crecientes niveles de plenitud. Sin embargo, obsesionarse con la felicidad era la mejor forma de volverse infeliz.

Parecía mejor limitarse a alinear el pensar y el sentir con el hacer sin exigirse ni mucho menos, descalificarse por lo difícil y frustrante que podía ser la tarea. Simplemente tratar de hacerlo, con delicadeza y misericordia con uno mismo, permitiendo que la semilla de la plenitud fuera creciendo a su tiempo y a su forma.

Con un sentimiento de paz, María tapó la botella de vino. Aquella noche, el dios Baco la había ayudado a ver lo buena que era la vida.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Estoy desperdiciando mi vida?

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