“-Es que si no hay lugar para las contradicciones, la persona explota en mil pedazos…”, dijo el Maestro, seguro de sus palabras.

El discípulo sintió una bocanada de aire puro. Como si aquella idea viniera a legalizar infinidad de cosas que su corazón habían vivido durante décadas y que por ser incorrectas, estaban obligadas a permanecer en la clandestinidad.

Lo primero que vino a su mente fue un amor adolescente. Después de un par de años de una relación seria y estable, se había enamorado de otra chica. Como eso no era posible porque estaba mal, negó la situación durante un año. Después de ese lapso registró que no podía tapar el sol con la mano. Se separó en el acto, para habilitar y concretar la posibilidad de estar con su nuevo amor.

El problema de los problemas, es que cambian.

Un año después el asunto había quedado atrás, junto al corazón de su ex hecho trizas. Sin embargo, aparecían nuevos inconvenientes. Él quería acostarse con otras chicas, pero como eso también estaba mal, no tenía más remedio que reprimir.

Sin enterarse de lo que maquinaba su inconsciente, terminaba cortando su noviazgo para poder acostarse con libertad con otras mujeres. Claro que esa liberación duraba poco, porque después extrañaba a su novia. Entonces volvía a arreglarse. Los ciclos se repetían, y eran cada vez más cortos. Finalmente pudo registrar que el problema era otro. ¿Qué hacer con las contradicciones? ¿Cómo salir de ese esquema en donde las dos alternativas eran perdedoras?

Su maestro, leyendo sus pensamientos, le dijo:

“- Si una persona tiene que ser fiel porque su pareja le puso un cinturón de castidad indestructible, quedándose con la llave; ¿cómo termina la historia?”

“-Tratando de robarle la llave, o de romper el cinturón”, sugirió el discípulo con una sonrisa.

“-No”, lo corrigió el Maestro. “-Es algo mucho más simple, efectivo, y radical. Se separa. El hilo siempre se corta por lo más delgado, así que hay que aprender a tener la suficiente compasión para no llevar a las otras personas, ni a uno mismo, a callejones sin salida.”

El discípulo lo escuchaba casi maravillado por la sabiduría de aquellas palabras. Comenzaron a emerger muchas características contradictorias que se habían manifestado a lo largo de su vida.

Lo primero que observó fue que todas ellas habían estado tapadas y reprimidas, porque él no les había dado ningún lugar. Simplemente no  se podía ser contradictorio. Esa era una enfermedad de espíritus débiles y fracasados. Las personas geniales como él, no podían tener esos inconvenientes menores.

Después de reírse de su ignorancia y estupidez, pudo ver hasta qué punto había negado y tapado sus contradicciones. El hecho que hubiera tenido que cortar sucesivas veces para poder coger sin infringir ningún principio, era un buen ejemplo de su incapacidad de conciliar sus propios deseos contradictorios. Había sido una solución legal pero cortoplacista, ya que nunca había resuelto el tema de fondo. ¿Pero el tema de fondo tendría solución?

Pensó en sus vicisitudes con la comida y el sobrepeso. En ese rubro también había librado y perdido mil batallas. Todos los decretos que habían emanado de su mente, tarde o temprano habían chocado con la realidad.

¿Cómo no se había percatado que no era la primera persona ni mucho menos la única en querer disfrutar de la comida sin querer engordar? ¿O que abría la puerta de la heladera intentando calmar su angustia y ansiedad, consciente que esa conducta no solo no resolvería ningún problema sino que agregaría uno adicional?

Infinidad de imágenes y sentimientos lo atravesaban. Tantas apariencias construidas y mantenidas, mientras su ser se sentía cada vez más reducido y maniatado. Necesidad de mostrarse valiente sintiéndose muerto de miedo. Exhibirse duro e implacable, sabiéndose bueno y manso.

“-¿Qué se hace con las contradicciones?”, preguntó como si intentara cortar la catarata de emociones que emergían después de décadas de represión.

“-En primer lugar, enterarse que somos seres contradictorios, cambiantes, arbitrarios, volubles, imperfectos, humanos. Bien humanos”, dijo el Maestro con ternura.

“-¿Pero eso no es obvio?”

“-Para nada. Diría más bien lo contrario. Si bien son palabras que repetimos con frecuencia, no las vivimos. Juzgamos a los demás por las mismas cosas que somos incapaces de reconocer en nosotros mismos”, dijo el Maestro.

“-Pero yo no me siento un criminal, ni un ladrón, ni un violador”, dijo el discípulo con cierta irritación.

“-Llevar el planteo a los extremos es la mejor forma de seguir negando nuestras propias zonas oscuras. No se trata de corroborar que somos más buenos que Hitler o Stalin, porque ese razonamiento binario nos deja en un lugar en el que cual nunca seremos capaces de ver nuestras miserias, contradicciones, abismos.”

“-¿Yo tengo abismos?”, preguntó el discípulo sin darse por aludido.

Ante el silencio elocuente de su Maestro, optó por darse por enterado y preguntó:

“-¿Y de qué se trata entonces?”

“-De no compararse, y solo poder verse a sí mismo. Verse tal cual uno es, sin juzgar. Porque es imposible reconocer en nosotros lo que condenamos en terceros”, dijo el Maestro con suavidad.

“-¿Qué hacés cuando vas a ver un médico y le contás tu problema con el cigarrillo, o con la comida, y él se enoja y te reta?”, preguntó el sabio.

“-Probablemente no vuelva más”, contestó el discípulo.

“-¿Aún cuando el médico tuviera razón?”, insistió el Maestro con agudeza.

“-Lo que pasa es que si el doctor no puede comprender mi impotencia, mi debilidad, tampoco vamos a poder avanzar”, expresó el discípulo dubitativo.

“-O sea que buscás un cómplice, que te ayude en tu camino de autodestrucción con el cigarrillo, el alcohol, la comida, o lo que sea”, provocó el Maestro.

El discípulo permanecía callado, plenamente consciente del lugar al que lo estaban llevando.

“-Es que tal vez no tenga otra alternativa, y no sea capaz de dejar el cigarrillo, el alcohol, o lo que sea. No sería el primero ni el último que no puede evitar auto destruirse”, dijo el discípulo enfrentando la discusión.

“-Por supuesto”, acordó el Maestro. “-Y en caso que fuera así, ¿qué médico te gustaría tener?”

“-Uno que al menos me comprenda”, fue la inmediata respuesta del discípulo.

“-¿Aun cuando no fuera capaz de ayudarte a dejar atrás tus adicciones?”, preguntó el Maestro.

El discípulo se quedó pensando. El viejo dilema humano de discernir hasta cuándo se podía seguir peleando, y en qué momento era imprescindible aceptar la realidad.

“-Sinceramente no lo sé”, contestó.

“-Es una respuesta honesta”, dijo el Maestro. «-La pregunta inevitable es por qué nos tratamos a nosotros mismos en forma tan distinta de la de ese médico que nos gustaría tener…»

Ante el silencio incómodo del discípulo, continuó. “-A mi modo de ver, es bien claro que no vamos a mejorar por la fuerza, la violencia, la presión. Si algún cambio es posible, va a ser desde la comprensión y no desde el rechazo a uno mismo. En donde comprender no significa ser cómplice, sino poder ver los propios errores, las propias limitaciones, con mucha delicadeza. La descalificación y la exigencia –propias o de terceros-, nunca nos llevarán a buen puerto.”

“-Pero es difícil encontrar ese punto medio, ¿no?”, soltó el discípulo.

“-De eso se trata la vida”, contestó el Maestro. “-Entender que no tenemos que dominar, ni mucho menos pretender erradicar nuestros miedos, sensibilidades, inseguridades y contradicciones. Una vez leí a un monje benedictino que decía que al tener piedad con uno mismo, ocurre una explosión de libertad interior. Y es una gran verdad.”

El discípulo estaba conmovido. “Piedad con uno mismo”, le resultaban palabras tan increíbles como lejanas de su realidad. Eran un bálsamo para su castigada alma.

“-Los que no aceptan sus defectos y áreas oscuras y pretenden desterrarlas terminan convirtiéndose en seres monstruosos, o en personas secas, sin vida. Solo asumiendo nuestras contradicciones podremos no solo crecer, sino vivir”, cerró el Maestro.

Artículo de Juan Tonelli: Contradicciones.

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