La muerte del presidente de la empresa había desatado una crisis familiar por la sucesión. Varios parientes disputaban el sillón, y  la pelea era sórdida y a muerte. Resultaba paradójico que en la base de la lucha por el poder estuviera la afectividad.

El poder, que solía avasallarlo todo, destruía cualquier atisbo de afecto genuino que pudiera amenazar su propio interés. Irónicamente, a lo único que aspiraba era a ser querido, reconocido.

Las peleas intrafamiliares solían ser las peores. De Caín y Abel, hasta situaciones más contemporáneas. ¿Acaso en los reinos no habían existido hijos que mataban a sus padres, esposas que envenenaban a sus maridos o hermanos que se asesinaban, solo por acceder al poder? Obviamente y tal como le había pasado al Ricardo III, terminaban más solos que nunca,  logrando el efecto opuesto al buscado, en donde eran temidos pero nunca amados.

El gerente general de la empresa, quien era ajeno a la familia, había contratado a la consultora internacional más reconocida en temas estratégicos, con el objeto de facilitar el entendimiento de las familias accionistas.

Después de unas cuantas reuniones de trabajo en las que hizo de psicólogo, sacerdote, gurú y amigo de los distintos familiares que peleaban la sucesión, el presidente de la consultora convocó al gerente general para intercambiar algunas ideas.

“-La verdad que la situación es bien difícil”, arrancó.

El gerente asintió aquel comentario que él padecía en primera persona.

“-Está bastante claro que Luis va a ser el sucesor”, continuó el presidente de la consultora. “-Pero me preocupa bastante…”, dijo con un gesto serio.

“-¿Por qué?”, preguntó el gerente general.

Después de reflexionar unos instantes, y con la mirada perdida en el horizonte, le contestó:

“-Porque Luis es un tipo muy innovador y carismático, pero para ser presidente de un grupo tan grande como éste, se necesitan otros atributos…”

El silencio invadía la sala imponente de reuniones con vista al mar.

“-Por ejemplo, ser capaz de manejar una multiplicidad de recursos”, completó el consultor.

“-¿Y te parece que Luis no puede hacerlo?”, preguntó el gerente algo sorprendido.

“-Creo que puede registrar la complejidad, pero no sé si es capaz de administrarla. Temo que se aburra. Algunos tienen el síndrome de Cristóbal Colón.”

Ante la mirada desconcertada del gerente, el consultor prosiguió.

“-Cristóbal Colón descubrió América. Corrió enormes riesgos y su misión llegó a buen puerto. Pero fue completamente incapaz de organizar América. En el fondo, a él no le interesaba. No tenía las aptitudes. Por lo cual, en vez de asentarse y desarrollar la conquista, se volvió a subir al barco y siguió viajando y viajando… Y no tiene nada malo ser un navegante. El problema es cuando insistís en ser un administrador o un desarrollador. Ahí tu trabajo será pobre y tampoco serás feliz…”

“-¿Estás convencido de que Luis no puede ser el conductor de este conglomerado de empresas?¿Él podría convocar al mejor equipo para llevar adelante las tareas…”, propuso el gerente.

“-Es que no alcanza con el mejor equipo. Después hay que hacerse cargo de esas personas. ¿Y Luis querrá? Yo creo que no le interesa, o no puede. Lo que él quiere es dejar su impronta, aportar innovación; ¿pero necesita ser el presidente para hacer eso? Por ejemplo, en mi experiencia he visto un montón de publicistas que eran mucho más felices y eficientes cuando se dedicaban a pensar y ejecutar las publicidades, que cuando se convirtieron en importantes empresarios dueños de sus propias agencias, y su trabajo se concentraba en lidiar con problemas, jugar al golf y tener almuerzos costosos para conseguir clientes y tratar de cobrar. Extrañaban las épocas en las que podían expresar su creatividad y tenían mucha más libertad. ”

El gerente general se sentía cada vez más contrariado y disminuido. Sin ser accionista pero siendo un hombre respetado por todos, había propuesto esta consultora como forma de zanjar las guerras intestinas asociadas a la sucesión. Y ahora, que parecía existir un consenso que ya era muy difícil de revertir, el consultor venía a señalar los enormes riesgos que conllevaría aquella decisión.

“-Entonces, para vos el gran tema es que Luis se aburre y que va a ser incapaz de hacerse cargo de todos los temas”, dijo el gerente general.

“-No”, lo cortó con suavidad el consultor. “-Ese no es el problema principal.”

La cara del gerente seguía empalideciendo, como si no quisiera escuchar mas malas noticias.

“-Su problema principal es su dificultad para que le digan las cosas”, disparó.

El gerente general puso una cara de sorpresa, sin entender bien aquella idea. “-¿Pero eso es una dificultad de Luis o de los que no se animan a decirle las cosas? ¿No te parece que lo estaríamos haciendo cargo de un problema que no es suyo, sino de los demás?”

“-¿Vos decís que los demás conspiran para ocultarle temas?”, provocó el consultor. “-¿Vos te ponés de acuerdo con otras personas para no decirle ciertas cosas, o te parece que simplemente no se las decís porque intuís que él no te da ningún margen para recibir esa información?”

El gerente general se quedó callado. Se sintió demasiado identificado con aquél estilete que acababan de clavarle.

“-Si bien es cierto que la comunicación es un tema de a dos, hay entornos y personas que no la favorecen. Por un lado, la dinámica que se arma alrededor de personas importantes, suele ser muy negativa. Todos tienen miedo de llevarle malas noticias o temas que lo puedan irritar o decepcionar. En definitiva, se trata del instinto de supervivencia en estado puro. Ningún león quiere irritar al macho alfa de la manada, no sea cosa que se enoje y lo mate.”

El gerente escuchaba aquella lección admirado.

“-Pero más allá del siempre difícil entorno del líder, hay personas que por diversas razones, no pueden dar el menor espacio para escuchar toda aquella parte de la vida que no les gusta. Entonces, como ellos decidieron rechazarla, es improbable que sus interlocutores perciban que pueden plantearle ciertos temas…”

“-¿Y cuáles son esos temas?”, preguntó el gerente.

“-Luis es una de esas personas que sin darse cuenta, cree que la realidad es lo que ocurre en su cabeza. O peor aún, considera que la realidad debiera ser como a él le parece, y todo lo que no se ajuste a esas ideas que tiene, está mal o equivocado. Con un entorno mental así; ¿quién le puede señalar algo contrario?”

El gerente continuaba en silencio, sabiendo de qué le estaban hablando. Él vivía padeciendo la situación descripta.

“-Y es muy paradojal, porque Luis es un tipo con una sensibilidad altísima. O sea que puede percibir hasta lo más profundo de las personas. Intuir y llegar a niveles de conocimiento del otro que muy pocos logran.”

“-¿Qué ejemplos concretos de la dificultad de Luis me podrías señalar?”, insistió el gerente.

“-Es que no importan”, dijo el consultor. “-El tema central es que su cabeza no le da ningún lugar a todo aquello que no le gusta. Y aunque la niegue, la realidad sigue ahí. Y al ignorarla, será aún peor. Por eso, es muy peligroso que se ponga al frente de esta organización; sin saberlo, estará tomando decisiones con aquella información que le gusta o tolera. Sin embargo, sería bueno que decidiera con mucha más información que eso…”

El gerente miraba al vasto océano, como forma de evadirse un rato de aquel diagnóstico tan preciso. ¿Qué sería de su propio futuro si la empresa estaba conducida por alguien así?

El consultor, impasible, continuó. “-Es como la frase popular que sostiene que la mujer engañada es la última en enterarse. Lo que esa idea no precisa o tergiversa, es que seguramente esa persona tiene fuertes incentivos para no darse cuenta, conscientemente, que su marido la engaña. Porque no le conviene, o porque no puede tolerar esa realidad que es tan distinta a sus ideas o que amenaza ciertas seguridades. Y el problema es que la realidad ocurre igual, más allá de la enorme capacidad de negación que oponga.

El mismo caso que el diario de Yrigoyen. ¿Por qué le armaban un periódico a su medida, solo con buenas noticias? ¿Eran todos malos y manipuladores, o él tendría algo que ver con esa situación? A mí modo de ver, él no les daría ningún margen para contarle lo que estaba pasando, por lo cual los demás no tenían más remedio que inventarle lo que él quería escuchar.”

El gerente escucha todo aquello conmovido por la sabiduría de las palabras, aunque sintiéndose como si lo hubieran molido a palos.

“-¿Y por qué pensás que no escucha, que tiene tanta dificultad para que le señalen defectos o problemas?”, preguntó.

“-En mi experiencia, esa característica remite casi siempre a situaciones traumáticas de la infancia. Probablemente lo hayan criticado y desvalorizado tanto, que llegó un punto que no puede tolerar la más mínima crítica o comentario. Trabajé una vez con un muy buen empresario que en la adolescencia le había amputado un pie por una herida que se le había infectado y generado una gangrena.»

«Cuarenta años después de aquella experiencia, un día me confesó que él era muy conservador en sus negocios y en su vida, porque no quería perder más nada. Uno de sus mecanismos adaptativos para sobreponerse a la amputación, fue que inconscientemente decidió no perder más nada.»

«Le fue bien en general, pero al promediar los cincuenta años tuvo que volver a procesar esa premisa, porque era evidente que lo esperaban tiempos de pérdidas y él no podía tolerarlas. Y en el caso que nos convoca sería algo parecido. A Luis le dijeron tantas cosas malas y lo criticaron tanto, que ya no tolera una crítica más.”

Después de un profundo suspiro, el gerente preguntó: “-¿Y creés que puede cambiar?”

“-Es difícil. Las características que no se expresaron antes de los cuarenta años, es porque no están. Así y todo, la realidad es una implacable escultora. Nos va dando todos los martillazos que necesitemos para ir mejorando nuestra forma. Como somos de piedra, no tenemos más remedio que recibir cincelazos.”

“-El tema es que ya no hay tiempo para pensar en otro presidente”, dijo lacónicamente el gerente. “-Solo nos resta ver cómo ayudar a Luis para que conduzca este barco al mejor puerto que se pueda.”

“-Y a que se lastime lo menos posible”, agregó el consultor. “-Como conversábamos hace un rato, a mí modo de ver su problema central es su dificultad para que le digan las cosas. Ahora si analizamos qué tipo de temas son los que más le cuestan, nos encontraremos que le resulta intolerable cualquier crítica, por menor que sea. Y tiene que aprender a incorporar la humanidad de las personas.”

“-¿Cómo decís eso si debe haber pocas personas más buenas y sensibles que él?”, protestó el gerente.

“-No lo dudo”, precisó el consultor. “-Pero estoy hablando de otra cosa. Luis tiene una rígida estructura de valores. Una cosa es poder distinguir entre el bien y el mal, y otra distinta es pensar que el mal es algo que no debiera existir. El mal existe. Siempre. Y no allá afuera, en Hitler o en las malas personas. El primer lugar en el que existe es acá adentro. En nosotros mismos.»

«-Si uno no puede hacerse cargo de sus áreas más sombrías, sean éstas las que sean, termina negándolas. Y nuevamente, ellas existen igual. Bah, peor, porque al ser reprimidas crecen. Si nosotros no podemos aceptar que somos mediocres, que tenemos pasiones con la comida, el sexo, el dinero, el poder, el protagonismo, y que siempre podremos perdernos en la próxima curva, estamos ante un problema grave”, continuó.

“-Situación que se agrava exponencialmente si uno tiene que dirigir personas, porque las personas son justamente esto”, prosiguió el consultor. “-Lao Tsé decía que “aquél que aspire a ser rey tendrá que estar dispuesto a hacerse cargo de todos los pecados del reino… Y ese es el punto. Si uno niega las propias áreas oscuras, muy difícilmente pueda contener y conducir las cuatro mil personas que trabajan en este grupo y que definitivamente tienen todo tipo de pasiones.”

El gerente tenía emociones encontradas. Por un lado, eran todas dificultades y malas noticias. Por otro, el agudo diagnóstico lo esperanzaba. Siempre era posible trabajar y mejorar si uno conocía cuál era el problema.

“-¿Qué pensás?”, quiso saber el consultor.

“-En Jesús”, dijo el gerente. El consultor lo miró sorprendido.

“-Más allá de la cuestión religiosa pensaba que sus amigos y seguidores eran los pobres, los malos, las putas. Los supuestamente buenos, santos e influyentes fueron los que lo enfrentaron, persiguieron y finalmente mataron. Pareciera que le fue más fácil trabajar con los que se sabían muy imperfectos, que con aquellos que estaban convencidos que eran buenos…”, completó el gerente.

El consultor sonrió esperanzado. Confirmó que tenía alguien con quien trabajar para ayudar a Luis a transitar el camino que lo esperaba.

Artículo de Juan Tonelli: No poder escuchar.

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