«-¿Y qué sintieron?», fue la cándida y esperanzada pregunta de la instructora del curso de alimentación consciente, a sus alumnos.

«-Ansiedad», fue la tajante y segura respuesta de Edgardo cuando llegó su turno.

La profesora quedó descolocada y quiso indagar más. «-¿Qué era lo que sentías?», preguntó con delicadeza.

«-Me siento como si viviera empujado por la locomotora de un tren de alta velocidad. Y la verdad es que no me genera problemas porque estoy acostumbrado y me parece lo normal. Pero cada vez que intento bajarme de ese tren que me empuja en forma automática y sin que me dé cuenta, siento una enorme violencia», describió Edgardo.

«-¿Violencia?», preguntó la instructora, creyendo que el alumno estaba utilizando una palabra inapropiada para describir lo que sentía.

«-Sí», ratificó Edgardo. «-Es como si pisara el acelerador y el freno al mismo tiempo. La sensación de que el sistema se va a romper, va a explotar», amplió.

«-Pero acá sólo te estamos pidiendo que pises el freno, o mejor dicho, que levantes el pie del acelerador…», cuestionó ella con dulzura.

«-Es que yo vivo con el acelerador pisado a fondo, y mi pie atado a él… ¿Cómo explicarles? Siento los miles de caballos de fuerza del motor de la locomotora, empujándome todo el tiempo. Y ni siquiera es algo que elija. Simplemente sucede», completó lacónico.

La dureza de aquél comentario despertó la compasión de la docente. Lo que había generado semejante confesión no era otra cosa que un simple ejercicio que ella había propuesto para empezar a comer con consciencia. Los alumnos tenían que oler un pasa de uva, sentir su peso, apretarla, percibir su textura. Luego debían sentirla con los labios, ponérsela en la boca y notar los sabores que liberaba en la medida que se ablandaba y disolvía.

Todo ese ejercicio de prestar atención y percibir, resultaba extremadamente difícil para Edgardo. Le producía tanta ansiedad, que sentía una violencia interior que lo impulsaba a cortar abruptamente aquella práctica tortuosa.

La profesora propuso que lo volviera a hacer. El nuevo intento produjo menos rechazo y Edgardo fue lentamente entrando en otro ritmo. En la medida que se relajó un poco, sintió cansancio y hasta ganas de dormirse. Su mente asoció ese estado al de la muerte blanca, esa forma pacífica de morir que le ocurre a los montañistas. Las bajas temperaturas generan que el corazón lata cada vez más despacio, hasta que sobreviene una somnolencia que terminará en una muerte serena, apacible, que es la que da origen a su nombre.

Edgardo se preguntó por qué aquietarse le produciría una sensación de muerte. ¿Por qué tendría que estar siempre empujando? ¿Por qué debía estar siempre a cargo, controlando que todo estuviera bien? ¿La vida necesitaba de su fuerza y supervisión? Semejante idea, además de arrogante le pareció absurda.

En la medida que la clase avanzaba, Edgardo consiguió aquietarse. Pudo registrar los enormes niveles de ansiedad con los que vivía. Al preguntarse por qué estaba siempre apurado y empujando, la primer respuesta que ensayó su mente fue que tenía muchas cosas que hacer. Un montón de actividades elegidas y otras impuestas.

Sentía que si paraba de empujar, su vida no funcionaría. Aunque registró con claridad lo descabellado de ese planteo, tuvo que asumir que no conocía otra forma de vivir.

Al finalizar la clase, la profesora preguntó qué les había parecido la experiencia. Consciente de sus dificultades, Edgardo planteó que si no generaba algunas condiciones, lo aprendido duraría cuarenta y ocho horas. Como en la parábola del sembrador, la semilla que caía a la vera del camino no podría echar raíces profundas, y terminaría muriendo rápidamente.

Mientras más preguntas irrumpían en su mente, la instructora le señaló que esta preocupación también era otro signo de su ansiedad. En vez de vivir el presente, ya estaba preocupado porque lo que acababa de aprender no encontrara un campo fértil.

Siempre el futuro se metía en su presente.

Se preguntó en qué momentos era capaz de meterse de lleno en el presente. Lo primero que pensó fue en el sexo. También, en su gusto por manejar rápido y por el peligro, que lo obligaba a concentrarse en el presente porque un descuido podía ser fatal. Se entristeció al registrar que solo en tan pocas ocasiones era capaz de vivir el presente.

Cuarenta y ocho horas después del curso, su profecía se había cumplido. La ola lo había tapado por completo y no quedaba ni vestigio de prestar atención a lo que comía. Mucho menos, percibir sabores, o evitar comer parado, viendo televisión, o leyendo. Como si su ansiedad fuera algo constitutivo, tener que aquietarse y concentrase sólo en comer, le resultaba intolerable. No era raro que se desconectara o distrayera, como única forma de no seguir generando tanta violencia interna.

Reflexionando acerca de por qué no podía parar, llegó a la conclusión que su inquietud permanente tenía que ver con su anhelo de paz y tranquilidad. Todo una paradoja; para alcanzar la paz algún día, vivía siempre corriendo y exigido. Su necesidad de asegurar el futuro y las ganas de ser reconocido -¿amado?-, lo llevaban a esforzarse permanentemente.

Se dio cuenta que esa conclusión era coherente con el sentimiento de que detenerse sería igual a morirse. Si él sentía que debía construirse su tranquilidad y hasta su valía, era natural que aquietarse fuera vivido como si dejara existir.

Podía entender que esta idea era errada y condicionaba toda su vida. Sin embargo, la pregunta clave era cómo hacer para salirse de ese esquema. ¿Cómo reducir su ansiedad? ¿Cómo bajarse de ese tren de alta velocidad que lo empujaba raudo, aún sin su consentimiento?

La imagen del tren llevándolo a altas velocidades servía también para transmitir su sentimiento de que no estaba frente a un problema fácil. Un bólido de semejantes características no se detendría porque se le antepusiera uno o varios hombres. Se los llevaba puestos y seguía como si nada.

La preocupación que le había transmitido a la instructora acerca de cómo generar condiciones para que la semilla cayera en tierra fértil seguía siendo la pregunta del millón.

¿Pero cómo hacer? Edgardo no podía cambiar su vida y tampoco parecía que una hora de meditación o yoga diaria pudieran provocar los cambios necesarios. De hecho lo había intentado en reiteradas ocasiones, y el tren de alta velocidad se había llevado puesto todo.

Por otra parte, su intento de cambiarse a sí mismo generaba aún más tensión y exigencia. En el fondo, se trataba de otro objetivo más que presionaba sobre su ya agotadora agenda diaria. ¿Debía entonces aceptarse tal cual era y dejar que las cosas siguieran su curso, aunque el devenir de éste no fuera positivo?

Una vez más, Edgardo se encontraba frente al eterno problema del hombre; ¿cuál era el límite entre cambiarse y aceptarse? ¿Qué era lo que se debía hacer porque se podía, y qué había que aceptar  dado que escapaba a las propias posibilidades?

Desde los tiempos más inmemoriales, esa pregunta solo podía ser contestada a través de  los hechos. Los hombres debían intentarlo todo, no para lograr todo, sino simplemente para conocerse a sí mismos. Averiguar qué cosas podían y cuáles eran sus límites.

Volvió a pensar en su ansiedad crónica, que parecía un modo de funcionamiento. Supo que estaba frente a algo muy grande y difícil. Como pretender escalar una montaña del Himalaya. También supo que debía intentarlo. Y que la diferencia estaba en cómo encarar ese camino.

La clave parecía estar en desprenderse del resultado. En hacer todo lo mejor que pudiera, tratando de no estar pendiente del resultado. En dejar eso librado a la naturaleza, a la vida, o Dios.

Por último, sintió que sin una enorme compasión era imposible emprender esa tarea. Para poder transitar el difícil camino de conocerse a uno mismo era imprescindible una gran misericordia.

Edgardo suspiró al sentir el peso de lo que lo esperaba. Sin embargo, se sintió tranquilo al saber que contaba con buenas herramientas: generar las condiciones para cuidar aquello que quería; desprenderse del resultado, y tratarse con suma compasión.

Era algo mucho más valioso que una hoja de ruta. Después de todo, como decía algún iluminado, la sabiduría no era una estación a la que uno podía llegar, sino más bien una manera de viajar.

Artículo de Juan Tonelli: Ansiedad.

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