Gustavo estaba tirado en su cama, absolutamente quebrado. Se sentía como un manojo de fideos secos recién partidos, que serían arrojados a una olla con agua hirviendo. Solo faltaba que terminaran de cocinar los fragmentos residuales de su vida.

Con la mirada perdida en el techo de su cuarto, tomó conciencia de que no podía más. No tenía más fuerzas. Lo había intentado todo y la realidad lo había tumbado cada vez que él se había puesto de pie. ¿Por qué la vida podía ser tan despiadada? ¿Qué había hecho para que se ensañara tanto con él?

Sentía una enorme impotencia al registrar que su voluntad no servía para nada. Si hubiera tenido algo de distancia con su propia vida, habría percibido que el problema no era que tuviera una voluntad insuficiente,  sino que ésta nunca alcanzaba para salvarse a sí mismo, o evitar las catástrofes personales.

Su fuerza y determinación habían sido probadas y llevadas a extremos sobrehumanos. Pero efectivamente, habían sido insuficientes. Como siempre lo eran en la vida del hombre. Después de todo, si con la voluntad alcanzara; ¿cuál sería la diferencia entre Dios y los hombres?

Hundido en sus propios problemas y pensamientos, Gustavo era incapaz de ver que su situación era análoga a la de la torre de Babel.

El legendario anhelo humano de imponer su voluntad, como si fuera un dios. Y a lo largo de miles de años, los resultados eran siempre los mismos: fracaso, colapso, devastación.

Para peor, todas esas catástrofes ocurrían con una gravedad directamente proporcional a la arrogancia humana. Es decir, a mayor fuerza y convicción de que los planes serían concretados, mayor destrucción final.

Gustavo era solo un pequeño ejemplo más en miles de años de historia humana. Obviamente, a él no le interesaban los antecedentes, que por otra parte era completamente incapaz de registrar. Sólo le importaba su dolor, su impotencia, su abismo.

Como todo deprimido, se sentía el ombligo del mundo e involuntariamente, creía que todo giraba en torno a él. Imposible recordarle que el universo existía desde millones de años antes, y que seguramente seguiría existiendo mucho después de su muerte.

Pensó que el infierno definitivamente existía. Y no tenía nada que ver con las llamas eternas y un señor rojo con cuernos y tridente. El infierno era sentirse totalmente aislado, impotente, y con la convicción de que nada de eso podría cambiar.

Tirado en su cama y sumido en su depresión, vino a su mente aquella pregunta retórica: «¿Dios inventó a los hombres o los hombres inventaron a Dios?»

Gustavo siempre había creído en la existencia de Dios. Sin embargo, y al igual que la mayoría de los seres humanos, era un reconocimiento casi formal. Pese a reconocer la existencia de un ser superior, no quería que le cambiaran sus propio planes ni un milímetro. En todo caso, que lo ayudara a concretar las ideas, fantasías y anhelos humanos. En esa curiosa forma de entender a Dios, nadie registraba que se le daba un rol más propio de un bombero que de alguien todopoderoso.

Aplastado por una realidad implacable que lo había pasado por encima, Gustavo tomó conciencia que su creencia en Dios era una mentira. Pensó que a veces, seguir viviendo era algo mucho más difícil que morirse. Mientras se preguntaba a sí mismo si ya habría tocado fondo o seguiría cayendo, se le ocurrió un desafío.

Si era cierto que Dios existía, tenía que ayudarlo. Él ya no podía más, habiendo corroborado demasiadas veces que sus fuerzas eran insuficientes y vanas. Si Dios existía y quería, podría rescatarlo. Y sino, seguiría cayendo hasta estrellarse en el fondo de un abismo cuyo fondo aún no podía vislumbrar.

Gustavo recordó a Pelagio, aquél monje del siglo IV quien sostenía la idea de que la gracia no tenía ningún papel en la salvación, y que sólo era importante obrar bien. Más allá que la propia Iglesia lo declarara hereje, lo cierto es que su doctrina no había sido capaz de superar la prueba de la realidad.

Con el obrar bien no alcanzaba. Existiera Dios o no, la voluntad de los hombres nunca era suficiente para salvarse, entendiendo por salvación a tener una buena vida en esta tierra, y no en el más allá.

A partir de aquél día, Gustavo empezó a mejorar. Si bien él era incapaz de explicarlo, desde que había asumido su impotencia absoluta, algo había cambiado. Como si Dios -o la vida- hubieran estado esperando que él se encontrara agotado y sin fuerzas para poder intervenir. Como si sólo fuera posible ingresar al corazón humano cuando éste se encuentra hecho trizas. De lo contrario, las certezas, planes y arrogancias humanas, siempre  impedían todo encuentro entre Dios y los hombres.

La recuperación de Gustavo tomó largos años. Tuvo caídas, recaídas y todo tipo de problemas. Sin embargo, desde aquél instante fundacional en el que se reconoció totalmente impotente y abrió una puerta a Dios, todo cambió. Aquél corazón destruido y aparentemente sin fuerzas, por primera vez se mostró abierto a que la vida lo tocara.

Dos décadas más tarde, Gustavo reflexionaba acerca de cuáles eran los componentes de aquél cambio tan oportuno como difícil de comprender. Básicamente, sintió que a partir de su rendición incondicional y apertura a Dios, había recuperado la esperanza. En vez de experimentar la certeza de la muerte debido a sus fuerzas insuficientes, el paradigma se había invertido.

«Como nuestras fuerzas siempre son insuficientes, es la vida la que nos salva y nos rescata. Nunca es nuestro esfuerzo, sino la gracia.»

Y para su mente cuasi agnóstica, la gracia no era la intervención divina sino algo que era dado, como un regalo. No era el resultado de un acto de la voluntad humana sino un favor que la vida concedía.

Aunque le tomara casi veinte años entender qué era lo que había pasado, para Gustavo aquella crisis había sido constitutiva. Sin que él lo supiera, le había abierto las puertas a la vida. Lo había liberado de la carga de ser el único responsable de su existencia, enseñándole que si bien su esfuerzo era decisivo, no era lo único y ni siquiera lo más importante que regía su destino.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Alguien puede salvarse a sí mismo?

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