Con el corazón latiendo a doscientas veinte pulsaciones y en la soledad de su baño, Lourdes vio las dos rayitas del test positivo. Estaba embarazada, y una ráfaga de angustia atravesó todo su ser. Recordó cuando Javier al salir de adentro suyo, había comprobado que el preservativo estaba roto.

Ella lo había tranqulizado, contándole que le estaba por venir, por lo cual no había riesgo de embarazo. Él le había propuesto tomar la píldora del día después, pero a Lourdes le había parecido una exageración innecesaria, y no quería tener los efectos colaterales. Él no quiso insistir, y fingió una tranquilidad que no tenía. Es el día de hoy que se arrepiente de no haberlo hecho.

La situación no podía ser más dramática. Aquél preservativo roto había complejizado al infinito una realidad de por sí difícil: Lourdes y Javier no solo tenían un amor prohibido; eran cuñados.

El test de embarazo positivo abrió las puertas de un infierno que recién empezaba. ¿Cómo era posible que la vida colocara a las personas en situaciones tan extremas? ¿En qué momento habían perdido el rumbo y el control para encontrarse en una circunstancia así?

La hipótesis del aborto no fue una opción. Ambos tenían chicos y sabían que un hijo en común siendo cuñados, sería terrible. Sin embargo, algo del sistema de frenos todavía funcionaba y en noches eternas sin poder dormir, y presionada por los tiempos, ella optó por la vida.

¿Qué hacer? ¿Contarle a su marido que un momento de calentura se había acostado con su hermano, quedándose embarazada? ¿Podría entender semejante situación? Aunque bajo ningún punto de vista pretendía ser una venganza a todas las infidelidades de su esposo, en algún sentido lo parecía. ¿Qué hacer  con los hijos de ambos? ¿Tendrían un hermano que en realidad era un primo y un primo que en realidad era un hermano? Las preguntas no sólo no tenían respuesta, sino que profundizaban el abismo.

Con el objeto de cuidar a todos, Javier y Lourdes llegaron a la conclusión que la mejor alternativa era ocultar la verdad y seguir adelante con el embarazo como si el bebé hubiera sido fruto del amor conyugal y no de una aventura extramatrimonial entre cuñados.

El bebé nació y las contradicciones se agudizaron a niveles inimaginables. Por un lado, la felicidad de un nuevo ser, con toda su frescura y alegría. Por el otro, la angustia de tener que cargar con semejante secreto de por vida. Una cuesta que más allá de lo empinada, recién empezaba.

Para el bautismo, los amantes tuvieron que hacer malabares para impedir que Javier fuera elegido padrino. El marido de Lourdes quería a toda costa que su hermano lo fuera, pero después de escuchar inconsistentes explicaciones, declinó.

El tiempo fue pasando y Axel -el bebé-, se convirtió en un niño de ocho años. En ese tiempo, la disociación, culpa y angustia de Javier y Lourdes sigo creciendo en forma exponencial. ¿Era posible fingir normalidad? ¿Cómo conectar con sus respectivas parejas? Encima, pese al infierno en que se había convertido la vida, seguían enamorados. ¿Por qué la vida era tan compleja y castigaba tanto a personas que trataban de proteger a los demás? ¿Por qué los seres humanos eran incapaces de elegir cuándo y de quién enamorarse?

Las preguntas no tenían respuesta y el sin sentido se seguía agudizando. Varias veces sentían que producto de la presión a la que estaban sometidos, el cráneo explotaría en mil pedazos.

Javier iba a un psicólogo todas las semanas, a no hablar de este tema. ¿De qué hablaba entonces? Qué paradoja tan común, que los seres humanos fueran incapaces de hablar de lo único que les preocupaba.

Lourdes no se animaba a confesarse, pero le pedía sistemática y desesperadamente a Dios que produjera un milagro. ¿Cuál sería? ¿Que se muriera alguien? El solo pensarlo le ahondaba la crisis, sintiéndose culpable de pensar su muerte, la de su marido, o la de aquél hijo extramatrimonial.

Cuando parecía que la vida no daba ninguna escapatoria, un hecho aparentemente menor, cambió el curso de la historia. En la fila del supermercado y totalmente absorta en sus preocupaciones, Lourdes se encontró con una compañera de colegio que hacía veinte años que no veía. Bastaron instantes para que su perceptiva amiga le disparara a quemarropa: «-¿Qué te pasa Lourdes?»

Una pregunta menor, formulada por alguien casi desconocido, no debía generar nada. Pero la soledad, el aislamiento, la culpa y el dolor extremos de Lourdes, desencadenaron un torrente de lágrimas.

En un bar cercano, Lourdes le contó toda su vida a su amiga . Más allá de su cuñado, era la primer persona en saber la historia. «-¿Y tu familia?», preguntó.

«-No sabe nada», fue la temerosa respuesta de Lourdes.

«-Pero con una familia tan buena; ¿cómo es que no lo pudiste hablar con nadie?», indagó la amiga.

Descolocada, Lourdes no supo que responder. Parte de la explicación era su vergüenza en plantear el tema. Pero por otra parte, habían pasado muchos años para que tanto sus padres como sus hermanos no percibieran semejante realidad.

Era una familia perfecta, de esas que no dan ninguna cabida a la realidad. Y la vida nunca entra en las rígidas ideas y conceptos de los seres humanos, por lo cual todos los familiares, y en especial los más chicos, terminan destrozados.

Después de un largo silencio y algunos cafés, la amiga dejó de hacer preguntas y tiró la bomba atómica. «-Tenés que hablar.»

A Lourdes se le paró el corazón. Aquella palabra -hablar, contar- era el tabú más grande de todos. Se podía hacer y pensar cualquier cosa, excepto fantasear con contarle a su marido que su hijo no era su hijo, sino un hijastro y sobrino.

«-No puedo hacerle ese daño», balbuceó.

«-¿Y vos pensás que así no se lo estás haciendo? ¿Creés que llevan una vida normal? ¿O que tienen alguna chance de tenerla con este secreto en el medio de ustedes?»

Con los ojos llorosos, Lourdes escuchaba lo que ya sabía. La idea de hablar le producía una sensación de liberación, aunque le resultaba totalmente impracticable.

«- Tu marido tiene derecho a conocer la verdad. Tu hijo tiene derecho a conocer la verdad y saber quién es su padre biológico, y quién no lo es. Tu cuñado y vos tienen derecho a tener paz. Pueden cambiar la angustia, el sufrimiento y el dolor, por paz.»

Lourdes escuchaba inspirada. Como si fuera capaz de ver el paraíso. Pero rápidamente volvía a su realidad en la que era imposible confrontar con su marido y generar tanto dolor.

«-Ojo que no estoy diciendo que tus acciones no tengan consecuencias, sino que  se hagan cargo de ellas para poder seguir adelante. El negar semejante verdad destruye tu vida y la de todos los que están a tu alrededor. Sino podés hablar con ellos de lo único que te importa; ¿de qué hablan? Por otra parte, una cosa es negar algo que el tiempo puede disolver, pero Axel no va a desaparecer. Es un niño que crece día a día…», continuó la amiga.

«-Pero, ¿y cómo hago?», tartamudeó Lourdes.

«-No es tan importante», la cortó su compañera. «-Hay veces en donde lo central es decir la cosas, y no tanto el cómo decirlas. Al no saber como suavizar una verdad, terminamos no diciéndola. Solo tenés que contar las cosas como son, y punto. Lo demás, es completamente secundario.»

«-¿Y después?», preguntó Lourdes como si fuera una niña.

«-¿Después? Ya se verá. Nadie sabe qué es lo que va a pasar. Más allá de las reacciones de corto plazo, tu marido tendrá que decantar cómo quiere continuar su vida. Y vos y tu cuñado también. Habrá que depurar sentimientos, ver la realidad tal cual es, y elegir con honestidad.»

Lourdes estaba conmocionada. Deseaba que la conversación con su marido ya hubiera ocurrido. A su vez, sentía que nunca podría encararlo.

«-No puedo», dijo entre lágrimas.

«-Sí podés», la sostuvo la amiga mientras le tomaba fuerte la mano. «-Ya sufriste lo suficiente. Y sin haberlo deseado, ya causaste bastante dolor. La situación es irreparable en el sentido que no se puede revertir. Pero tiene solución. Y no es otra cosa que tomar la decisión de hacerse cargo de las acciones de uno, y cortar la espiral de locura en la que estás con tu cuñado. Creo que era San Juan el Evangelista quien decía «la verdad los hará libres»… Bueno, nunca más atinado que en este caso.»

Ante el silencio sepulcral de Lourdes, su amiga completó: «-Yo te ayudo como más lo necesites. Vos no te preocupes demasiado en cómo decirlo, sino en decirlo. Andá con tu cuñado, júntense con tu marido y cuéntenle. Luego hagan lo mismo con tu concuñada. Y cuando las aguas se hayan calmado un poco, hablen con Axel. También podrían buscar ayuda psicológica para hablar con el chiquitín.»

El alegato fue tan contundente e inspirador, que días después Lourdes y Javier hicieron lo que tenían que hacer. Horas después de la conversación, por primera vez en muchos años, conocieron lo que era la paz. La angustia también cedió, abriendo paso al dolor. Pero el dolor es parte de la vida, y una emoción infinitamente más llevadera.

Con sus problemas, cada uno pudo rehacer su vida. Dejaron atrás la enajenación para ir armando una vida con coherencia y libertad interior. La verdad es el puente que nos lleva de la angustia a la paz.

Artículo de Juan Tonelli: De la angustia a la paz.

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