Javier se sentía morir. No tenía ninguna duda de que esta acción jamás sería perdonada por Dios. Para peor, no tenía el coraje de retirarse de esa fila que lo llevaba a su destrucción.

La vida lo había dejado sin margen y él venía cometiendo un pecado mortal atrás de otro. La carne era débil, y su timidez y vergüenza habían generado un efecto dominó.

Al no haberle dicho toda la verdad al sacerdote que lo confesaba, había pecado doblemente: mentir, y profanar el sacramento de la Reconciliación.

Incapaz de pensar que alguno de sus compañeros podía tener el mismo problema, sentía pánico de compartir el tema con alguien, o buscar ayuda. Lo sobrellevaba como podía, en un aislamiento absoluto.

Esta circunstancia era la que lo dejaba sin margen, obligándolo  a recibir un nuevo sacramento sin estar en condiciones de hacerlo. Ése era el día en el que se debía convertirse en testigo de Jesucristo, al recibir la Confirmación. Durante la ceremonia, primero tendría que tomar la comunión, y luego confirmarse. Ambas cosas estando en pecado mortal.

Para Javier la situación era dramática: hubiera deseado escaparse o inclusive morir. O decir que no comulgaría ni recibiría el sacramento de la Confirmación, sin que le hicieran preguntas. Tener que dar explicaciones hubiese implicado seguir mintiendo, porque le era imposible reconocer una verdad tan vergonzosa.

En la fila para recibir la Comunión y con la emocionalidad al límite, caminaba arrastrándose. Se acercaba al sacerdote sintiéndose en un río torrentoso que lo conducía a una catarata mortal de la cual no podría escapar. ¿Sucedería algún hecho salvador?

No hubo milagros y frente al cura que levantaba la hostia y decía “el cuerpo de Cristo”, no tuvo más remedio que decir “amén” y tragarla, convencido de haber sellado su destino.

En estado de shock volvió a su banco, se sentó y esperó el turno para recibir los óleos de la Confirmación.

Minutos después y mientras el sacerdote lo ungía en la frente con aquellos aceites sagrados, Javier sentía que sería condenado de por vida, sin ninguna posibilidad de reparación futura. Toda una ironía con el nombre del sacramento que estaba recibiendo.

Estaba devastado, como alguien que ya ingirió el veneno y está esperando el efecto. Una sucesión de calamidades desencadenadas por una conducta natural en la pubertad: la masturbación.

Desde hacía tres años los religiosos que le enseñaban catequesis y valores cristianos, lo venían alertando sobre los estragos que causaba la abominable masturbación. Él, que había empezado a explorarse en su más tierna infancia, había llevado el asunto sin problemas hasta que la insistencia de los sacerdotes lo había despertado a la conciencia del mal que estaba haciendo.

Desde entonces se había sentido mortificado, enojado, irascible, peleándose contra esa realidad que desgraciadamente siempre le ganaba. Algunos días o semanas era capaz evitarlo, pero luego volvía a caer. Y pese a sentir que no podía consigo mismo, tenía que seguir viviendo.

Con sus once años, era incapaz de discernir que la masturbación  no era algo malo. En el despertar sexual y con las hormonas inundando su cuerpo, no había margen alguno de ganar aquella antinatural batalla.

Treinta años después, su mirada sobre aquellas vicisitudes era bien distinta. Javier ni perdía tiempo condenando a los perversos religiosos que lo habían atormentado. ¿Habrían leído el pasaje bíblico que sostenía que quienes escandalizaran a los niños, más les valía ser arrojados al mar con una piedra de molino atada al cuello?

Seguramente lo habrían leído cientos de veces, sin por eso ser capaces de hacerse cargo de sus propios pecados. “El infierno son los otros”, diría un filósofo. Nunca uno mismo.

Pensó en todo lo que había sufrido por una idiotez. Cuánta angustia originada por una educación tan errada.

Pese a su agnosticismo, imaginó un encuentro con Dios. En aquel diálogo, no hizo falta preguntarle a ese Ser Superior si la masturbación era mala. Semejante idea era a todas luces una estupidez.

Sin embargo, la pregunta natural era por qué permitía que tantos niños hubieran sido torturados con algo así. La respuesta de Dios fue una leve sonrisa de compasión. Como si ésa y atrocidades peores, fueran el precio a pagar por la libertad humana, que aún con todas sus implicancias negativas, era uno de los dones más preciados de la vida.

Aprovechando la inédita situación de poder dialogar con Dios, Javier quiso indagar otros pecados. En una asociación directa con la masturbación, pensó en las infidelidades y en los enamoramientos de un tercero, que generaban rupturas matrimoniales.

Un silencioso Dios volvió a mirarlo con una gran compasión. Su expresión transmitía una enorme benevolencia. Como si al contrario de lo que sostenía la tradición occidental, las infidelidades fueran un pecado poco relevante. Después de todo, lo único importante en una pareja eran las ganas y el compromiso de transitar juntos la vida, respetándose, ayudándose a crecer, a ser más libres, a convertirse en mejores personas. Todo lo demás, absolutamente todo, era secundario.

La cuestión del enamoramiento tenía aristas más profundas que el tema de las infidelidades, pero al final convergía en el mismo lugar. El misterioso Dios transmitía una inmensa misericordia, como si Él mismo padeciera el enorme sufrimiento que experimentaban las personas abandonadas por sus parejas.

Así y todo, Javier pudo entrever que los grandes dolores y destrucciones generadas por Cupido, también formaban parte del misterio de la vida. Ahí confluían una multiplicidad de factores: el crecimiento, la libertad, el deseo, la reparación de heridas del pasado, el anhelo de ser mejor. Imposible comprenderlo todo, pero fácil de visualizar por donde pasaba ese misterio del enamoramiento.

Dios parecía transmitirle que al final, lo único importante era que las personas estaban llamadas a amar. Asumido esto, abandonar o ser abandonado eran solo circunstancias de la vida. Dolorosas e inevitables, pero circunstancias al fin.

¿Circunstancias? Se preguntó incrédulo Javier.

Circunstancias, pareció ratificar Dios. Las separaciones eran una gran fuente de  sufrimiento que venían a abrir las puertas al crecimiento. Si esa oportunidad era aprovechada o no, ya no era un asunto divino sino que hacía a la libertad de cada ser humano.

Adentrándose en temas aún más complejos, Javier planteó el tema de la homosexualidad. La respuesta de Dios a esta inquietud, también fue contundente. Incrementar la compasión y el amor para personas que no eran culpables y no merecían ser tratadas como habitualmente se las trataba.

El camino era uno solo: comprenderlas y amarlas, ayudándolas a su vez a aceptarse a sí mismas. De esa forma podrían convertirse en testimonio vivo del amor.

Súbitamente, Javier recordó aquél aborto que había decidido con su novia de juventud. La culpa lo había perseguido toda su vida. Una y otra vez pensaba en aquél hijo al que no había dejado existir, producto de su miedo, su ignorancia, su egoísmo.

Aun siendo incapaz de mirar a Dios a los ojos, sintió Su gran misericordia. En el preciso momento en que Javier percibió que era comprendido y abrazado en su peor miseria,  quedó sanado. Dios le transmitió una ternura infinita.

Con los ojos llenos de lágrimas, Javier comprendió que no podía cambiar el pasado. Pero que podía reconocer el daño ocasionado y pedir perdón a la vida por lo que había hecho. También se dio cuenta que debía perdonarse a sí mismo.

Pensó en otros pecados que había cometido en su vida. Descartando los ligados al sexo, registró que haber engañado, herido, o aún destrozado a otras personas, tenía siempre un trasfondo de codicia, competitividad o miedo. Y una incapacidad de percibir al otro por la necesidad de construirse a sí mismo.

La apacible expresión de Dios dejaba en evidencia su conocimiento del alma humana. Y no parecía estar preocupado por aquellos pecados de Javier.

Todos los problemas de los seres humanos se podían resumir en la necesidad de ser amados. La búsqueda de poder, dinero, prestigio, eran malos sucedáneos del amor verdadero.  Sin embargo, los hombres debían buscarlos con todo su corazón, para después de haberlos alcanzado y sentirse vacíos, poder aprender.

La pregunta que acosaba a Javier era inevitable. ¿No habría una forma menos dolorosa de aprender? ¿Alguna que evitara tanto sufrimiento a las víctimas y victimarios? ¿Por qué existían las pasiones humanas que a lo largo de miles de años desencadenaban conductas desmesuradas de abuso, devastación y muerte?

Con suma delicadeza y humildad, Dios pareció expresar que aquella era la única forma en que las personas, haciendo uso de su libertad, podían crecer.

¿Cómo aprenderían el valor de la luz si no conocían la oscuridad?

Un creciente silencio interior le indicó a Javier que aquél diálogo silencioso estaba llegando a su fin.

Al mirar para atrás su vida, Javier sintió que podía comprender todo. Aún los episodios más oscuros. Se dio cuenta lo paradójica que podía ser la existencia humana. De haber sabido que abandonar a su esposa no era tan grave, se habría ahorrado muchísimo sufrimiento. Y si ella misma hubiese accedido a esta perspectiva de Dios, tal vez podría haber procesado mejor y más rápido toda aquella devastación.

También pensó que esa mirada benevolente y compasiva no existía para dilemas presentes o futuros. La conciencia era un mecanismo que parecía carecer de misericordia. Por el contrario, se mostraba exigente e implacable. ¿Por qué, si al final todo sería perdonado?

Dios lo miraba con enorme  ternura, comprendiendo a la perfección su vida, con sus luces y sus sombras. También, su anhelo humano de querer entender todo, el cual nunca sería concedido ya que formaba parte del misterio de la existencia.

La vida podría ser comprendida mirándola para atrás, pero nunca para adelante.

Sin embargo, ir entendiendo el pasado podía enseñar a transitar mejor el presente. El sufrimiento y el dolor eran las únicas herramientas de maduración, crecimiento y aprendizaje. Nadie podía ser realmente compasivo si no había conocido la oscuridad. Nadie podía valorar profundamente la lealtad si no había sido traicionado.

Después de aquél diálogo real o imaginario con Dios, Javier se sintió en paz. Después de todo, si ese Ser Superior no lo condenaba; ¿hasta cuándo se seguiría condenando a sí mismo? Recordó todo lo que había sufrido a lo largo de su vida. Y por primera vez, entendió que no había sido en vano.

Artículo de Juan Tonelli: De la culpa a la paz

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