El caos y la anarquía reinante en el país habían cambiado la vocación de Ignacio. Pensaba seguir abogacía hasta que pocos meses antes de dar el examen de ingreso, la situación social lo empujó a la carrera militar. No eran tiempos para tibios y no podía hacerse el boludo con lo que pasaba.

Terminada su formación, decidió seguir la especialización para ser un comando de élite. De los más de mil aspirantes, sólo treinta la completaron, y él obviamente, era uno de ellos.

Su vida vertiginosa hizo que se casara tan pronto se graduó de comando, y apenas regresado de una corta luna de miel, en Febrero de 1982 fue destinado al sur, para una misión especial. La noche previa a embarcarse a Malvinas, su mujer le contó que estaba embarazada. Fue un momento difícil, pero como él estaba llamado a ser un héroe, partió sin sensiblerías.

Ya cerca de las islas, el General decidió que los comandos no desembarcaran, aguardando en las proximidades como cuerpo de apoyo. Ignacio sintió un poco de frustración porque el quería estar en el frente.

No quería ser Aldrin ni Collins; la historia no era benigna con los segundos. Él quería ser como Neil Armstrong, el primero.

El desembarco inicial fue exitoso, por lo que Ignacio no tuvo más que aguantarse la impotencia de no haber recuperado nada. Le había tocado ser un actor de reparto. Ya en las islas, se enteró que la primera ministra británica había enviado tropas por lo cual la guerra sería inevitable. Lo que a otros asustaba, para él era un oportunidad.

Después del mes de espera, con las tropas de la Otan en las islas empezaron los combates. Él comandaba una sección de treinta soldados. Tuvieron misiones varias y algunos enfrentamientos. En esos momentos la mente funcionaba en forma binaria,  como una computadora, con códigos simples. Mato o me matan. Cualquier cosa que se movía era objeto de un acto reflejo, sin sentimientos de ningún tipo.

Finalmente llegaría el combate decisivo en Pradera del Ganso. Su sección se enfrentaba al enemigo en una posición estratégicamente superior, ya que estaban arriba de una colina. Las fuerzas enemigas, sin embargo, tenían mejores equipamientos y no tenían hambre. Después de un rato de fuegos, los argentinos divisaron que el enemigo levantaba cascos con sus fusiles. Exultantes, comprendieron que se estaban rindiendo.

Ignacio bajó hasta el campo enemigo para negociar la rendición británica. El jefe de ellos, le dijo que se quedara tranquilo, que entregaran sus armas, y que no les pasaría nada. Pese a que él sabía hablar inglés muy bien, no comprendía la situación. Eran los enemigos los que tenían que rendirse y no los argentinos.  Después de pedir aclaración tres veces, le quedó claro que la propuesta inglesa era que los argentinos debían entregarse.  El capitán británico se quedó shockeado cuando la respuesta a su propuesta fue tan corta como contudente. “- En dos minutos volvemos a abrir fuego”, le dijo Ignacio, dándose media vuelta. Antes de lograr reunirse con su gente ya le habían disparado. Hubo otra balacera y él mató a un soldado inglés.

El combate siguió su curso y los hechos confirmaban que la propuesta enemiga no era mala. Los argentinos se defendían con agallas aunque con varias bajas, iban retrocediendo montaña arriba. Ignacio fue testigo de varios compañeros que caían despedazados a dos metros de distancia. Y Fernández, que nada tenía que hacer ahí, recibió un balazo en la pierna y su arteria femoral empezó a sangrar como una manguera.

Ignacio sacó su pañuelo y le hizo un torniquete en la ingle. En pocos segundos analizó la situación y se dio cuenta que no podían trasladar a ese compañero montaña arriba porque expondría a los que lo cargaran a una probable muerte. –“Quedate acá Fernández, que después te vengo a buscar”, le comunicó al cocinero, quien estaba ahí sólo por compañerismo y amor a la patria, ya que los cocineros no debían combatir.

Los argentinos fueron retrocediendo como pudieron, y después de llegar a la cima y descender por otro lado, regresaron a la base. Con más de diez muertos sobre un grupo de treinta, con otra decena de heridos graves, con tres días sin comer y más de un mes sin bañarse, la moral no era la mejor. Mientras su superior trataba de hacer contacto con el comando central para ver si recibirían apoyo alguno, alguien hizo la pregunta incómoda. –“¿Y Fernández?”

Ignacio cayó en la cuenta que dejar al cocinero herido en el campo de batalla, había sido la peor decisión de su vida. ¿Y ahora? Si haber intentado subir por la colina a aquél infeliz hubiera sido muy riesgoso, ir a buscarlo ahora era suicida. Él quería ser héroe pero no un kamikaze. Se maldijo por no tener sentimientos de héroe. Tenía miedo. Una mariconeada. Para peor, su mujer y su hijo por nacer cruzaron su mente.

Mirando a los cuatro soldados que tenía más cerca, comprendió que no había margen para abandonar a Fernández. Si lo hacía, se acababa la magia. ¿Cuál magia? La confianza. Si no lo buscaba a Fernández, mañana nadie saldría a pelear. Ya no sería más un grupo cohesionado sino un sálvese quien pueda. A ese equipo no lo empujaba ni el entrenamiento, ni el equipamiento, ni mucho menos la comida. Ni siquiera el amor a la patria. La confianza era todo.

Con sentimientos bien humanos y sin ningunas ganas de ir, pidió dos voluntarios para la misión de recuperar al cocinero. Cuatro se ofrecieron, así que eligió a los dos mejores y los tres partieron a buscar al infeliz de Fernández. Los demás miraban. ¿Era lo correcto? ¿O sería mejor cuidar a los que estaban vivos, a costa de haberle mentido a Fernández?

Como tantas veces pasa en la vida real; ¿quién sabría lo que era lo correcto?

En la oscuridad más absoluta y en medio de un silencio aterrador sólo interrumpido por metrallas, encontraron a Fernández. La primera exclamación del cocinero iluminó tanto sin sentido: -“sabía que me ibas a venir a buscar”, le dijo a su capitán. Ignacio, entre emocionado y a las puteadas, lo cargó, y en otra hazaña propia de las películas, lo llevó hasta la base.

Al día siguiente, no hubo ocasión de poner a prueba la mística y heroísmo ganados con la maniobra. A falta de refuerzos y ayudas de ningún tipo, su superior decidió que se entregaran. La frustración de Ignacio no podía ser mayor. Todo parecía una sucesión de absurdos. Después de más de un mes como prisioneros de guerra, volverían a su país en un regreso sin gloria y con vergüenza. ¿Cuál había sido su error para semejante castigo social?

Como jefe que era, le pidieron que conversara con todos los familiares de los soldados de su sección muertos en combate. Era un código militar que a nadie se le negaba un funeral digno, ni acompañar a los deudos. Su mujer a punto de parir fue la que lo convenció de hacer lo que él no quería. Finalmente habló con todos los familiares. Recordó cada uno de los últimos instantes de vida de cada soldado, a cada familiar que preguntara en forma casi morbosa. Dio abrazos, enjugo lágrimas y se mantuvo firme como sino tuviera corazón. Su sistema emocional estaba cauterizado, a prueba de todo.

Le tomó treinta años entender algo de todas aquellas vivencias. La mirada de la guerra como algo heroico y casi romántico no se condecía para nada con la realidad. El azar, o el destino, o Dios, regían sucesos que escapaban de toda racionalidad humana. Él, que había querido ser héroe, no había tenido la oportunidad. Y cuando tuvo una ocasión más modesta al tener que rescatar a Fernández, sus sentimientos de miedo y ganas de desentenderse, no habían sido precisamente los de un héroe. ¿No sería mucho reclamarse otros sentimientos?

En esos treinta años pudo comprender que ser héroe era otra cosa. Menos glamorosa que en las películas o las leyendas históricas. Era simplemente hacer lo que había que hacer. Recordó la historia en donde un pececito le preguntaba a un tiburón blanco en dónde se encontraba el océano. El escualo, sorprendido, casi con obviedad señaló todo su alrededor. El pez, decepcionado con la respuesta, prosiguió su búsqueda.

Ser un héroe era seguir yendo a un trabajo que no gustaba, para poder dar de comer a una familia. Era acompañar a padres ancianos. O a una esposa muy enferma, aunque implicara resignar sueños. Era cuidar y educar con amor cotidiano a cada hijo. Era seguir adelante pese a no tener ganas o tener miedo. Era hacer lo que había que hacer.

Eso era heroico. Lo demás, eran  fantasías. Esa mala costumbre de los seres humanos para producir infelicidad.

Artículo de Juan Tonelli: Héroes no glamorosos.

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