Los tenistas conversaban en forma ruidosa, cuando súbitamente, las voces se apagaron hasta dejar el vestuario de Wimbledon en un llamativo silencio.

Facundo, que era solo un niño acompañando a su padre, quiso saber qué ocurría. ¿Qué habría pasado para que de un momento a otro, la conversación bulliciosa se transformara en un silencio sepulcral? Nadie hablaba, y todos ordenaban sus bolsos, o miraban al piso.

«- ¿Qué pasó, papi?, preguntó a su padre.

«- ¿Ves a aquel señor rubio y de pelo largo que acaba de entrar? Es Bjorn Borg, el mejor jugador de la historia. Ganó cinco veces seguidas este torneo.»

Los ojos de Facundo se abrieron y la cara se le iluminó. Sabía perfectamente quién era ese dios sueco.

Aquél hecho que podría parecer menor, vendría a marcar su vida a fuego. La emoción percibida en el ambiente, el silencio abrupto generado por la mera presencia de Borj, le inocularían un peligroso germen. Con sus cuatro años de edad y sin saberlo, decidió convertirse en una leyenda.

El problema es que el tenis era sólo una herramienta. Lo crucial era despertar en los demás una admiración de tal envergadura que los dejara mudos.

Quería que su mera presencia generara silencios sobrecogedores. Que todo el mundo reconociera su autoridad y valor, de forma tal que al llegar a cualquier ámbito (no sólo al vestuario del All England), todos se pararan para verlo, como si el mismísimo dios se hubiera apersonado.

Obviamente, esos sentimientos habitarían el corazón de Facundo a niveles profundos inconscientes. Esas pasiones subterráneas que condicionan fuertemente la vida de las personas sin que ellas se enteren, y mucho menos, puedan ajustar sus rumbos para no sufrir tanto e innecesariamente.

¿Qué le habría pasado a Facundo?

¿El drama común de todos los seres humanos, que al no ser amados, solo les quedaba conformarse con ser reconocidos? ¿Nadie era capaz de ver que ese sustituto del amor era muy pobre, y que no solo no servía como reemplazo sino que además, generaba enormes dosis adicionales de dolor?

Facundo, al igual que millones de personas, recorrería un larguísimo camino antes de comprender la trampa en la que se encontraba. Hizo una excelente carrera como tenista, logrando ser campeón de su país. Durante algunos breves períodos, la vida pareció ceder a sus caprichos, pero luego lo fue despertando, impiadosamente, a la realidad. No ganaría Wimbledon, no sería el número uno del mundo, y mucho menos, alguien que provocara silencios conmovedores.

Aquella programación inicial grabada a fuego esa tarde en que vio llegar a Borj, sería algo que generaba sufrimiento por partida doble. No solo le había provocado enormes niveles de frustración al no poder lograr el altísimo objetivo que se había propuesto, sino que para peor, le impedía disfrutar todo lo que lograba, que era mucho.

Llegó un punto en que su vida se convirtió en un infierno. Un pantano de frustración y dolor, del que él era incapaz de darse cuenta que había sido su involuntario creador. Pensaba que la vida no lo trataba bien, como él se merecía. No podía registrar que el universo no venía a cumplir caprichos o carencias afectivas.

Y que en todo caso, la historia del hombre consistía en ir sobreponiéndose a todas las adversidades que el camino indefectiblemente presentaba, y encontrarles un sentido.

Parado en la mitad de su vida, y acompañado solo por un malbec, Facundo se preguntó cuándo habría perdido el rumbo. Cuándo había entrado en ese laberinto sin salida.

Aquella anécdota del vestuario en el que ingresó Bjorn Borj vino a su mente. ¿Podía ser tan estúpido de haber pretendido armar su vida en función de un hecho tan trivial y superfluo como ese? Se dio cuenta que esa era la simple verdad.

Sin embargo, no le escapó que aquella situación solo era el emergente de un tema preexistente y mas profundo. El anhelo de ser admirado como la deidad que era el quíntuple campeón de Wimbledon, solo venía a expresar su gran necesidad de ser reconocido.

Como no había sido amado, quería ser reconocido.

Recordó cuánto lo conmovía que las personas lo reconocieran por aquellas cosas que él hacía bien. Le llegaba hasta el fondo del alma, tocando un lugar de su corazón que estaba muy dañado . Sin embargo, de ahí a estructurar toda su vida en función de esa caricia que no reparaba sino solo mitigaba un dolor que nunca desaparecía, había una distancia infinita.

Tomó conciencia que organizar su existencia en función del reconocimiento era un absurdo. Recordó el cuento de Nasrudín, que pretendía armar una casa en función de un picaporte. ¿Podía existir algo más ridículo que hacer una casa en función de un picaporte, por más valorado que éste fuera? Y sin embargo, era una buena metáfora de su vida, la cual había pretendido armarla en función del «picaporte» del reconocimiento. ¿Acaso no era la historia de todos, o de una inmensa mayoría de los seres humanos?

Ayudado por las copas de vino, percibió que en el fondo, los adultos no necesitaban reconocimiento de terceros. Ese no era un buen alimento para el alma, sino más bien algo bastante superfluo y adictivo.

Al elegir ese camino, las personas se pasaban la vida analizando a todo el mundo bajo el lente binario de «me quiere» o «no me quiere». Bien infantil. Y lo que es peor, siempre permanecen en el mismo lugar ya que al poner el eje en la mirada de los demás, son incapaces de ver qué es lo que ellos mismos esperan de sí mismos.

Sintió esa idea como una revelación. Tirando de esa punta, fue surgiendo otro concepto aún más importante. El único reconocimiento que necesitaban las personas cuando eran niños, era el de sus padres.

En la adultez, lo que debían que buscar, si es que cabía esa palabra, era la aprobación de sí mismos. Lograr paz de conciencia. La posibilidad de desplegar su propia vida. Vivir según los propios ritmos y tiempos, que siempre iban cambiando. No vivir para el afuera.

Aunque pareciera un drama de personas psicoanalizadas, la satisfacción de un corazón dañado cuando era niño, no llegaría nunca. Era un barril sin fondo. ¿Ese sería acaso el pecado original, que se iba repitiendo de generación en generación? ¿Habría algún amor paterno que sin llegar a ser perfecto, no generara tantas carencias que condicionarían toda la existencia de los hijos?

Facundo se dio cuenta que continuar hurgando en lo que le había faltado de niño, no lo llevaría a ningún lado. Era importante registrarlo, enterarse, verlo tal cual había ocurrido, pero después era imperioso elegir soltarlo.

Podía comprender la raíz de su permanente búsqueda de reconocimiento. En el fondo, era un tema que aplicaba a todas las personas.

También pudo registrar que pasarse la vida tratando de ser reconocido no lo haría feliz. La satisfacción generada por el reconocimiento de un logro no tenía nada que ver con la plenitud del amor, o de encontrarle sentido a la vida. Para peor, buscar esa satisfacción llevaba implícito estar estar esforzándose todo el tiempo.

Supo cuál era el camino. Ahora solo le restaba empezar a transitarlo.

Artículo de Juan Tonelli: Construyendo una casa en función de un picaporte.

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