«- Hoy, lamentablemente, ellos son mejor que nosotros. Si se jugaran cien partidos, ganarían la mayoría».

Las palabras del capitán del equipo que se preparaba para jugar la final del mundial, lo desanimaron. Sin embargo, lo que agregaría a continuación, lo espoleó:

«- Pero no son cien partidos. Es uno. Es este.»

Emilio sintió electricidad corriendo por todo su cuerpo. Era el momento de la verdad. Las ganas de comerse la cancha, pasar por arriba a los rivales. Este era el momento. Su momento. No habría otro.

O tal vez lo llegara a haber, pero no servía pensar eso para protegerse del miedo que sentía. Nada de imaginar futuras oportunidades. Eso sería solo una mentira de la mente para quitarse presión. Podía ser un truco comprensible, pero nunca aceptable. Había que aprovechar la única oportunidad concreta que había, ésta que tenía enfrente.  Y no guardarse nada.

¿Acaso tenía miedo de poner todo? Se dio cuenta que no. Su único y lógico temor era a perder esa final. A desaprovechar la cita que tenía con la historia.

¿Poner todo de sí y perder sería más doloroso que ser derrotado sin haberse expuesto tanto?

Emilio registró que eso tampoco resultaba cierto. Era otra trampa de la mente. Si le hubiera sido concedido conocer el futuro y saber que perdería; ¿Preferiría no esforzarse tanto? ¿Cuál sería el beneficio de tener una actitud menos comprometida? ¿Una pérdida menor?

De poco servían estas cavilaciones, porque nadie le anticiparía el futuro, y aquella final del mundial estaba ahí, esperando a ser jugada.

Ráfagas de emociones atravesaban su ser. Ante la enorme presión en que se encontraba, un recuerdo emergió con fuerza: su obsesión por la técnica. Durante su adolescencia y mas allá de ella, la única preocupación  de Emilio había sido lograr un perfecto estilo. Estaba convencido que realizar todos los movimientos en forma impecable, lo llevaría al lugar que él soñaba: convertirse en el mejor jugador del mundo.

Preparándose a disputar aquella final del campeonato mundial, pudo ver que su obsesión por la técnica escondía dos aristas negativas, que convergían en una: su dificultad de lidiar con la incertidumbre.

Por un lado, creía en el dogma de que la técnica sería una autopista al éxito. Sin embargo, a lo largo de dos décadas había aprendido que la vida nunca ofrecía garantías de resultados ni de ningún tipo.

A su vez, consideraba que una técnica sin fisuras lo protegería del enorme miedo con que jugaba. Siendo consciente de lo nervioso y paralizado que se ponía bajo presión, creía que un estilo perfecto vendría a salvarlo de aquél estado emocional tan desbordado.

Su razonamiento era que una técnica correcta le permitiría ser muy superior los demás, reduciendo la presión. Y en el improbable caso en que no lo fuera, su destreza lo rescataría de su desesperación, permitiéndole ganar un partido que él no podía por lo asustado que se encontraba.

Como resultaba evidente, se dio cuenta que ambas ideas eran un disparate. La mejor técnica nunca le garantizaría nada. De hecho, había muchos jugadores que sin tener tanta destreza eran buenísimos, y tantos otros que pese hacer todo como lo indicaban  los manuales, nunca llegaban a ningún lado.

En la vida no había certezas de ningún tipo, y mucho menos, evidencia que demostrara que ser buen alumno o cumplir al pie de la letra las recomendaciones teóricas, garantizaría el resultado.

Mientras continuaba con el pre calentamiento, suspiró al registrar su errónea idea de que la técnica le permitiría sobreponerse al miedo. Ahora tomaba conciencia que una cosa no tenía nada que ver con la otra.

En carne propia había descubierto que si sentía miedo, debía ocuparse del miedo. Nada de pensar en sortearlo o evitarlo. El miedo no otorgaba esas prerrogativas. Lamentablemente, había pasado muchos años tratando de resolverlo con medicinas equivocadas, cuando la única solución posible era confrontarlo.

¿Cómo había podido ser tan desconectado de sus emociones,  para creer que la técnica lo ayudaría a sobreponerse del miedo? Como si fuera posible que alguien asustado pudiera tener sus facultades y destrezas funcionando normalmente. No había ninguna posibilidad. El miedo lo afectaba todo.

Volviendo a la final que se aprestaba a jugar, la frase del capitán lo había interpelado. Durante muchos años, Emilio había tratado de evadirse para mitigar la presión que sentía y el miedo que ella le generaba.

Para no quedar tan paralizado en los momentos claves, solía decirse que esta oportunidad no era tan importante, que habría otras. Relativizar la importancia o el carácter único de la ocasión que tenía enfrente, servía para sacarse presión de encima. Pero no era verdad.

Hubiera sido mejor hacer como los samuráis, que para pelear sin que ningún miedo los atara, pasaban horas meditando en su propia muerte. Desde esa perspectiva, todo cambiaba. Si la muerte era algo próximo y familiar, difícilmente se paralizaran por miedo a morir. Buena paradoja.

Mientras hacía los ejercicios finales antes de salir a la cancha, volvió a pensar en la proverbial dificultad de los seres humanos de convivir con la incertidumbre. Desde los tiempos más antiguos el ser humano sabía que la vida podía cambiar drásticamente en cualquier instante. No había garantías de éxito ni de ningún tipo. Todo era frágil, inestable y con fecha de vencimiento.

El mecanismo adaptativo más frecuente para impedir que esa realidad nos aplastara, era negar la situación. Hacer como si esa insoportable levedad del ser no existiera . Inventarnos la vida como algo estable, cierto, previsible.

Pero con los años y las pérdidas, las personas iban aprendiendo a vivir el sólo por hoy.

Caminó por el túnel que conducía a la cancha sintiéndose un gladiador contemporáneo. Las paredes vibraban producto de los millares de personas que estaban saltando y gritando enardecidamente. Sintió miedo. ¿Podrían vencer a aquél poderoso rival? ¿El factor humano primaría sobre la lógica?

Pensó que en el término de dos horas, todo habría terminado. Sintió esa humana tentación de querer conocer el futuro. Aguzó su intuición al máximo pretendiendo intuir cualquier energía que sirviera para develar el porvenir. No pudo distinguir nada claro.

Experimentaba un montón de emociones encontradas. Ganas de escaparse a consecuencia de todo el miedo que sentía. Deseo de poner todo de sí para convertirse en héroe. ¿Cómo terminaría esta película?

Saber vivir, si es que existía tal cosa, llevaba implícita la necesidad de aprender a convivir con importantes niveles de incertidumbre. Los seres humanos se pasaban toda la vida peleando o huyendo de tiburones, cuando en realidad debían ser capaces de poder hacer la plancha en medio de ellos.

Ignorando completamente qué pasaría en las próximas dos horas y cuál sería el resultado, ingresó a la cancha dispuesto a dejar todo lo mejor de sí. Lo único que verdaderamente estaba a su alcance.

Artículo de Juan Tonelli: Ahora o (tal vez) nunca

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