«- ¿Por qué te faltaron veintidós centésimas?», preguntó su tío entre risas.

¿Lo diría en serio? No podía ser tan hijo de puta. Dino, que acababa de mostrar orgulloso su boletín con un promedio de 9,78, dudaba sobre la actitud del hermano de su padre. Aunque resultaba claro que era una broma, ellas siempre escondían una dosis de verdad. Decir graciosamente algo que por intolerable no era plausible de ser dicho en forma seria.

Dino sentía que él nunca alcanzaba. Le vivían diciendo que era brillante, maravilloso, excepcional. Pero era un relato. Más allá de las palabras, percibía que en el fondo y pese a ser bueno, podía ser mejor. Y esa distancia entre lo que era y lo que podía (¿debía?) ser, se transformaba en un velado rechazo a lo que verdaderamente él era.

Tenía buenos recuerdos de su infancia, tal vez porque todavía tenía doce años. Su madre trabajaba todo el día y llegaba a su casa agotada. Después de llegar del colegio, Dino y sus hermanos la esperaban horas, para que finalmente al llegar, ella estuviera exhausta y fuera completamente incapaz de conectar. En ese entorno, la relación entre hermanos era vital, porque venía a llenar el vacío materno.

El padre era otra buena persona, que también trabajaba demasiado, y estaba más ausente que la madre. Era un hombre fuerte, convencido que los chicos debían generar sus propios recursos para desarrollarse. La idea, que era correcta, no tenía en cuenta la edad de sus pequeños hijos.

Un buen ejemplo de esta situación era que él quería que sus hijos aprendieran a dormir solos, al año de vida. Fuera por su propia dificultad para conectar con ellos, o por sus ganas de estar un rato a solas con su mujer, lo cierto es que precozmente impedía que su esposa permaneciera mucho en la cama con los chicos.

Dino guardaba algunos recuerdos traumáticos, con su padre encerrándolos en el baño para que pararan de llorar. El sólo evocar aquellas imágenes le daba terror. Encontrarse encerrado y a oscuras, cuando él estaba pidiendo estar en su cama con su mamá, era terrible.

En aquellas situaciones, la madre observaba todo sumamente contrariada, comprendiendo que todos tenían algo de razón. Los chicos, en querer tener toda la mamá que necesitaban. Su marido, en pretender tener una esposa. Y ella, que ni siquiera podía tenerse a sí misma porque estaba extenuada después de un largo día de trabajo.

Como buen primogénito, Dino se había sentido sumamente exigido. Por el padre, que si bien nunca lo verbalizaba, aspiraba a que su hijo fuera un tipo duro y valiente. ¿Sería que él no lo había sido? Sin importar las razones, con el tiempo, más que convertirse en alguien fuerte y audaz, se había ido transformando en alguien temeroso, simuladamente conciliador, y con frecuentes pesadillas.

Mientras tanto, en su interior estaba lleno de violencia. A veces era tan grande que a él mismo le asustaba percibir ese volcán que en cualquier momento podía estallar y arrasar con todo lo que estuviera alrededor.

La exigencia de la madre era distinta. Como ella estaba tan demandada por su propio trabajo, pretendía que sus hijos no le trajeran problemas. ¿Pero existía vida humana que no tuviera problemas? ¿No era una forma inconsciente e involuntaria de rechazar a sus hijos? Al llegar a su casa agotada, ella tácitamente exigía comprensión. ¿Pero eran los niños quienes debían comprender y contenerla?

Una psicopedagoga del jardín había señalado la conveniencia de que Dino recibiera alguna asistencia psicológica. Durante años había asistido feliz a un espacio en el que podía drenar algo de toda la soledad y violencia interna que tenía.

Atento a que sus padres no lo podían recibir ni jugar tranquilo con él, la psicóloga era la única persona que él sentía que le prestaba atención. Una hora por semana, que se convertía en un oasis en el medio de aquél desierto emocional.

Pese a sus excelentes notas, el colegio era otro problema. Dino no le encontraba ningún sentido. Sentía que lo que le enseñaban ahí no le servía para nada. Peor aún, no le interesaba en lo más mínimo. Sus padres le explicaban que era parte de la vida, que debía ir y tratar de aprender, entender los temas, y aprobar. Afortunadamente tenía algunos amigos, quienes tornaban aquella experiencia en algo más llevadero. Sin embargo, nadie le quitaba de su corazón la pregunta clave: ¿De esto se trata la vida? ¿Cumplir con cosas sin sentido, que no nos interesan en lo más mínimo, ni nos servirán para nada?

Dino podía sentir la disociación, aunque ni siquiera supiera que existía esa palabra. En el fondo era tan simple como sentir algo y tener que hacer otra cosa. Su excelencia académica expresaba uno de los puntos máximos de la división entre lo que le interesaba y lo que hacía.

A su vez, con dos padres que habían sido excelentes deportistas, la presión por serlo era grande. Nadie le reclamaba que fuera una estrella, pero ambos le exigían que practicara algún deporte. Y a Dino, simplemente no le interesaban en lo más mínimo. Adicionalmente, existía un anhelo paterno de que él fuera valiente y fuerte, una suerte de Aquiles contemporáneo.

Tratando de llamar la atención y complacerlos, Dino se decidió por el rugby. Un deporte que no le simpatizaba a sus padres, quienes temían algún accidente. Él en cambio, veía en ese juego la oportunidad de exorcizar sus propios fantasmas. Su razonamiento era simple: si practico el deporte más rudo y violento, demostraré que soy valiente y fuerte.

El problema es que éstos eran solo razonamientos. El corazón de Dino estaba totalmente escindido esas elucubraciones.

Él sentía temor y el mero hecho de pisar una cancha de rugby le daba aún más miedo. No era solo que a su padre y a su madre no les gustara ese deporte. A él tampoco le gustaba. No le gustaba que lo empujaran, no le gustaba que lo tacklearan. Le daba miedo tacklear, por temor a recibir un rodillazo o algún golpe. Y obviamente, tampoco le gustaba cuando le sacaban la pelota que tenía en sus manos. Pero todo esto ocurría sin registro consciente. En la disociación máxima, él manifestaba su intención de algún día poder integrar la selección nacional de rugby.

Buena paradoja: querer sobresalir en una actividad que no le interesaba y que le provocaba mucho miedo.

Por otra parte, lo que a Dino le apasionaba, no le interesaba en lo más mínimo a sus padres. Él quería jugar a la Play Station mientras que ellos insistían con el colegio, el estudio y la actividad física. Cuando llegaban agotados de trabajar, él quería mostrarles algún récord que había batido en el juego, o algo que había descubierto. Pero lo único que recibía era un tácito desprecio por aquél juego que según sus padres le atrofiaba el cerebro. Con sus doce años, él vivía eso como un rechazo a su persona.

Lo que parecía una situación sin salida dejó de serlo cuando su padre enfermó gravemente. El cáncer había venido a descongelar a dos padres involuntariamente glaciales.

En el fondo, no podían conectar con Dino porque nadie había conectado con ellos cuando eran niños. Y acercarse a su hijo, les remitía al propio dolor de toda la soledad que habían vivido en la infancia.

La proximidad con la muerte generó que sus padres pudieran abrirse y percibir. Esa enfermedad era lo suficientemente disruptiva para que no pudieran seguir con sus vidas tal cual estaban. Dado que los seres humanos solían no escuchar cuando la vida hablaba en voz baja, ésta no tenía más remedio que gritar para hacerse entender.

Gracias al terremoto, sus padres pudieron empezar a conectar con lo que Dino era, en vez de insistir en que fuera lo que ellos pensaban que debía ser. Como aquél cuento de derviches en el que una persona encontraba un halcón, y convencido de que estaba en presencia de una paloma descuidada, le recortaba las alas, el pico y las garras, para dejarlo prolijo y como debía ser.

La evolución de Dino no pudo ser más maravillosa. Un padre que desde su convalecencia podía ponerle palabras a lo que sentía su hijo. Y un niño que apenas escuchaba lo que él sentía, quedaba curado en el acto. Al sentirse identificado con lo que se decía, él también se descongelaba.

Su madre pudo, por primera vez, comprender que una cosa era empatizar con su hijo, y otra muy distinta era pretender que él se hiciera cargo emocional de ella. Demasiadas veces estaba sumida en sus preocupaciones y angustias, y pensaba que mostrarse vulnerable era sano. Sin embargo, la verdad era otra.

Se trataba de su incapacidad de contenerse a sí misma, y su necesidad de que la cuidaran. Eso no era conectar, y mucho menos con un niño. Eran los padres los que debían hacerse cargo de sus hijos y no a la inversa, por más que con frecuencia sucediera lo contrario.

El camino que tendría Dino por delante era largo. Se trataba de unificar lo que estaba escindido. Se había pasado sus doce años relacionándose desde el personaje y no desde lo que él era. No lo había hecho por estúpido sino más bien por sensible. Había percibido correctamente al darse cuenta que sus características no eran valoradas, y que lo que se consideraba valioso era otra cosa. En sus esfuerzos por ser querido, había tratado de convertirse en alguien que satisficiera a sus padres.

Pero los halcones no se convertían en palomas. Y no era que tuvieran picos, alas o uñas deformes. Eran las que eran.

Cuando los padres de Dino pudieron entrar en su mundo, ver qué temas le interesaban, con qué cosas vibraba, él empezó a sanar. Toda esa violencia que tenía se convirtió en valiosa energía al servicio de sus pasiones.

No necesitó enfermarse más para que le prestaran atención. Y su actitud abúlica desapareció en la medida que pudo integrar su corazón con su mente. Su falta de entusiasmo sólo existía cuando su cuerpo debía ejecutar lo que mandaba su cabeza pero su alma no sentía.

Algunos años más tarde y después de haber podido recibirlo tal cual era, mirarlo, interesarse por sus pasiones, ponerle palabras a todo aquello que Dino sentía pero no podía expresar, abrazarlo mucho, su padre murió. A tiempo para que aquél chico escindido se convirtiera en una sola persona.

Artículo de Juan Tonelli: El largo camino de la integración.

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