El esfuerzo por llegar había sido descomunal. Si bien el piano era su pasión y su vida, Daniel había registrado de pequeño, que también le servía como herramienta para ser percibido. Que sus padres hablaran de él con orgullo lo hacía sentir bien. Aunque le tomaría décadas darse cuenta que lo que deseaba en realidad, era que sus padres lo miraran a él, y no a lo que él representaba.

Al igual que todos los seres humanos, anhelaba ser amado por lo que era, y no por lo que lograba.

Daniel estaba viviendo en una mísera pensión y todos los días ensayaba en el desafinado piano del sótano de un bar. Había recorrido un largo camino y si bien la meta estaba cerca, era extremadamente difícil.

Atrás habían quedado veinte años de sacrificios, con diez horas diarias frente al teclado. Llevaba pocos días en Suiza, a donde había llegado para participar del concurso de Ginebra, una suerte de Wimbledon del piano. Sin ayuda de nadie, había juntando cada dólar para comprar el pasaje en avión, comer, y jugarse el todo por el todo.

La competencia era terrible. En la primera ronda se eliminaba al noventa y dos por ciento de los concursantes con sólo escucharlos veinte minutos. Sólo diez (de los ciento veinte aspirantes), continuarían el salvaje embudo. Y Daniel era uno de ellos.

La siguiente prueba consistía en tocar durante una hora ante el mismo jurado. De esos diez clasificados, sólo se elegía a tres. El miedo de Daniel era sido inconmensurable. No solo por la gran posibilidad de fallar sino también por pensar que los jueces, cansados de escuchar a tantos pianistas, se distrajeran justo cuando él tocara.

Daniel había atravesado todas las incertidumbres y también esa etapa. Ahora solo restaba la final, con dos competidores más. ¿Vendría a fallar justo en ese momento? ¿O acaso sería peor tocar brillantemente y que sin embargo, hubiera alguien que lo hiciera mejor? El hecho que la prueba estableciera el tocar dos horas -una de las cuales era con una orquesta-, lo tranquilizaba haciéndole pensar que se reducía la aleatoriedad.

Llegó el día de la final y Daniel eligió la sonata Hammerklavier para su interpretación solista. La misma que durante años había sido ignorada porque supuestamente no era muy musical. Afortunadamente había venido Franz Liszt para rescatarla del olvido y gritarle al mundo que la verdad era otra.

No es que era fea; era difícil. Esa típica dificultad de los seres humanos de desvalorizar lo que les resultaba difícil, que ya Esopo había mostrado con maestría en la fábula de la zorra y las uvas.

Daniel quería dejar en claro que estaba dispuesto a correr todos los riesgos.  Quería que el maldito jurado que desde hacía ocho años no premiaba a nadie, se diera cuenta que estaba frente a un pianista excepcional. Nada de que siguieran escuchando y descartando a los ciento veinte postulantes anuales, por considerar que ninguno estaba a la altura de lo que se esperaba. Después de casi una década en donde los ciento veinte aspirantes se habían presentado para luego irse con las manos vacías y la cola entre las piernas, él quería cambiar la historia.

La enorme emoción de Daniel por haber sido ungido ganador, duró pocas horas. Un invisible chaleco de plomo le había caído sobre su cuerpo. De ahora en más tendría que sostener ese nivel. Sin quererlo, su situación había cambiado dramáticamente. De no tener nada que perder, a poder perderlo todo. La gente iría a ver si era tan bueno, o si se equivocaba en una, tres, cinco o diez notas, como pasaba con los equilibristas.

Los críticos, cuya razón de ser era criticar, irían para detectar errores y señalarlos, impiadosamente. Como si ellos mismos fueran perfectos. En realidad, era más bien lo contrario; al ser incapaces de protagonizar, se dedicaban a criticar. Qué vida más fácil. Como decía un ex primer ministro británico, una cosa era opinar y otra cosa era decidir.

Luego de la consagración, un extraño sentimiento fue creciendo en el corazón de Daniel. Él quería ser el mejor. Pero simultáneamente, necesitaba algún mecanismo a través de la cual descargar un poco la enorme presión que sentía.

Antes que su mente lo encontrara, lo hizo su inconsciente. Diferentes lesiones que le fueron apareciendo, le impedían ensayar y llegar en buenas condiciones a los conciertos que tenía programados. Algunas tendinitis se convertían en involuntarias válvulas de escape, que reducían la enorme presión que sentía. Después de todo, si no tocaba bien, se podría explicar por sus lesiones.

Durante el año posterior a su consagración, su carrera era un claroscuro. Sus presentaciones eran muy buenas ya que llegaba a la mayoría de ellas sin tantas presiones al tener una excusa a mano.

Nada de quemar las naves. Su inconsciente siempre le dejaba en el puerto una lancha lista y con el motor prendido por si necesitaba escapar.

Si bien el mecanismo inconsciente para reducir la presión funcionaba bien, tenía dos aristas negativas. Por un lado, perjudicaba a su salud con las recurrentes lesiones y enfermedades que somatizaba. Por el otro, era difícil seguir creciendo como artista si reiteradamente debía suspender sus prácticas.

Daniel detestaba ser el número dos. Ya le bastaba con haber sido el segundo hijo. Había sentido que los ojos de sus padres siempre miraban al primogénito. Su historia de vida era la de alguien que permanentemente buscaba que el farol que iluminaba a su hermano, lo iluminara a él.

Daniel quería ser el protagonista, el importante. No entendía, por ejemplo, a una amiga suya que había nacido el veintidós de febrero, y que por la coincidencia astral de tener tres veces el número dos en su fecha de nacimiento, sentía que había nacido para secundar, para acompañar. Para él, en cambio, eso era sinónimo de no existir. Nunca se podía anhelar ser segundo.

Tardaría años en percibir el costo real de ser el primero. Al igual que los monos líderes, quienes desarrollaban enfermedades cardíacas mucho antes que aquellos que sólo eran parte de la manada, los seres humanos padecían su condición de líderes. Aún los más psicóticos terminaban somatizando el enorme esfuerzo y soledad propia del liderazgo.

Revisando su vida, Daniel se dio cuenta que el haber sido segundo hijo le había permitido enormes márgenes de libertad con los que su hermano mayor no había contado.

El hecho de no ser iluminado por el farol principal del escenario, tenía sus beneficios. No era solo su sensación de no existir. Era también poder transitar más relajado, más libre, sin estar tan pendiente de la mirada de los demás, la cual no estaba tan presente. No había una platea numerosa viendo si el equilibrista se caía de la cuerda. Pasar la vida sin penas ni gloria tenía la enorme ventaja de no vivir penas.

¿Se podría conocer la gloria sin estar expuesto a las penas? ¿Cómo ser un semi dios humano, sin que por ello se viniera toda la presión encima? Como si su anhelo fuera estar a mitad de camino entre el primero y el segundo. Uno coma cinco. ¿Existiría una situación humana con números decimales?

Después de todo, si bien la presión era parte de la vida, no contribuía al desarrollo de las personas. Un poco siempre era estimulante ya que por definición, los seres humanos nunca querían entrar a la palestra.

Y ahí estaba la vida empujando a las personas a enfrentar realidades, a no quedarse en el lugar en que se habían acomodado, obligándolas a correr riesgos.

Pero por el contrario, demasiada presión producía resultados devastadores, especialmente si era sostenida durante mucho tiempo.

Daniel registró que su enorme desarrollo había ocurrido en un entorno contradictorio y paradojal. El hecho de que nunca fuera enfocado por el faro como actor principal de su familia lo había impulsado a querer destacarse. Él quería las grandes luces. Pero también, el no ser alumbrado le generaba un clima de menor presión, muy propicio para el crecimiento.

Pensó en los corredores de larga distancia y maratonistas, quienes clasificaban su esfuerzo en dos: el que «tiraba» y los que «seguían». Por lo general, éstos últimos corrían a menos de un metro del líder, el que tiraba. Y sin embargo, esos escasos centímetros hacían una enorme diferencia psicológica y física. Uno era el que hacía el mayor esfuerzo, el sacrificio. Los demás, aún estando un paso más atrás, iban mucho más relajados.

¿Cuál sería entonces el mejor lugar para transitar la vida? ¿El que tiraba o el que seguía?

A Daniel le llevaría décadas ir encontrando su lugar. Aprender que no necesitaba ser el primero para existir; que el segundo también existía, aunque la historia no reconociera a quienes secundaron Neil Armstrong. Aldrin y Collins habían sido decisivos pese a la arbitrariedad histórica.

Daniel tuvo que sufrir mucho para enterarse que esforzarse toda su existencia para lograr que el faro se posara sobre él unos instantes, no era un plan de vida. Ese comportamiento impedía conectar con lo que él realmente sentía y lo que era.

Tendría que encontrar su propio lugar. Que seguramente no era una cifra. Ni la gloria y el sufrimiento del número uno, ni la irrelevancia y la paz del segundo. Debía salirse de ese falso dilema de la escala numérica para por primera vez, poder ingresar en la dimensión humana.

Artículo de Juan Tonelli: A media luz

[poll id=»68″]