La imponente imagen de aquél tiburón tigre de más de cuatro metros de largo, flotando en una suntuosa pecera llena de formol, lo estremeció. El título de esa excéntrica obra de arte era no menos impactante: «La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien viviente».

El tema central de la obra de aquél artista era la muerte. Seguramente, a consecuencia de haber trabajado de joven en una morgue. Y por el prematuro fallecimiento de un amigo, que también lo había marcado mucho, enseñándole que no era inmortal.

El hecho que alguien que antes de ser exitoso fuera rechazado y despreciado por los especialistas era un clásico de la vida. ¿Acaso la poderosa discográfica Decca no había desestimado el primer disco de los Beatles, explicándoles que no era un buen trabajo y que las guitarras estaban pasadas de moda? ¿O Van Gogh, que había sido capaz de vender un solo cuadro en toda su vida? ¿O Einstein, que había sido humillado por sus profesores de ciencias duras décadas antes de convertirse en Nobel en esas mismas ciencias?

Sin embargo, la adversidad a la que debían sobreponerse los que deseaban llegar lejos, o la mala evaluación que los entendidos hacían de sus trabajos, no parecían movilizar a Agustín.

«Yo dibujaba muy mal, así que tuve que encontrar otras formas de avanzar.» Aquella frase, que bien podría haber pasado completamente desapercibida, lo sacudió. Y no podía ser de otra forma, viniendo de Damien Hirst, el artista plástico mejor pago de la historia. Sus obras solían costar decenas de millones de dólares, y a veces superaban los cien millones. ¿Y dibujaba mal?

«Tuve que encontrar otras formas de avanzar» retumbaba en la cabeza de Agustín, que se sentía interpelado por la determinación de aquél artista. Como si la determinación no fuera un tema circunscripto a personajes como Hernán Cortés, Alejandro Magno o Napoléon.

Hacía rato comprendía el concepto de Picasso, acerca de que era necesario que la inspiración lo encontrara a uno trabajando. Pero la idea de Hirst le había resultado una epifanía.

Las personas solían pensar que los resultados de los demás eran por suerte, inspiración, o magia. Esa teoría tan frecuente como alejada de la realidad, servía para minimizar frustraciones. Siempre resultaba más leve pensar que el prójimo había triunfado por algo del destino, a comprender y aceptar el enorme sacrificio realizado, el cual podía dejar en evidencia la propia mediocridad.

Winston Churchill lo había sintetizado con maestría al decir: «la suerte no existe». Y era claro que no estaba negando el crucial rol del azar en la vida, sino solo señalando que detrás de cualquier éxito había muchísimo esfuerzo.

Agustín recordó que el mismo Picasso había pintado más de 6.000 cuadros, pocos de los cuales eran impresionantes. ¿Quién podía decir que había tenido suerte? ¿O sólo talento? Claramente había sido un obrero de la pintura, trabajando todos los días. Con ganas y sin ellas.

Era bien sabido que enfrentarse al lienzo blanco podía ser desolador. Igual que la hoja blanca para cualquier persona que pretendiera escribir. Un desierto o una muralla a ser atravesada. Algunas veces podía venir una fuerza divina y que eso resultara simple. Pero ese milagro ocurría raramente. Por lo general, había que ponerse el mameluco y transpirar.

Y ese trabajo tenía mucho de sagrado, porque después de haber tenido la determinación de ponerse en marcha, vencer la pesada inercia de la inmovilidad, y encontrar caminos por donde avanzar, casi siempre se abrían puertas. Pero ellas nunca decían: «acá estoy, vení», y mucho menos «abrime». Había que buscarlas, encontrarlas, para después empujarlas, patearlas o romperlas, según la resistencia que opusieran.

Rememoró cuando de niño jugaba al fútbol. Su visión del juego estaba en las antípodas del pensamiento de Damien Hirst, de encontrar otras formas de avanzar.

Él siempre estaba esperando que le pasaran la pelota a donde se encontraba. Obviamente, eso rara vez ocurría, y cuando sucedía, era muy posible que algún rival que hubiera anticipado el pase, le quitara el balón.

Agustín le echaba la culpa al compañero que la había pasado mal la pelota, al destino, y en algunos casos, hasta al rival que había sido incorrecto. Mirando para atrás, se dio cuenta que no había entendido nada. Jugar al fútbol al igual que vivir, requería otro entendimiento y sobre todo, otra actitud.

Su mente asoció rápidamente lo que ocurría en un partido profesional. Los buenos jugadores pasaban todo el tiempo moviéndose para desmarcarse del oponente y crear una oportunidad.

La ocasión nunca estaba ahí, esperando. Había que inventarla.

Los grandes jugadores estaban todo el partido tratando de librarse de los defensores que intentaban neutralizarlos, de encontrar espacios por donde avanzar hacia el objetivo del arco rival.

Aquellos que exigían buenas condiciones para hacer su trabajo, nunca avanzaban en la vida.

Vino a su mente el pie izquierdo de Maradona en las rondas finales del Mundial de Italia 90. Era tal la inflamación producto de la cantidad de golpes recibidos, que resultaba imposible distinguir el tobillo. Y así y todo, él había seguido jugando y llevado a su equipo a la final.

Los dedos de los pies y de la mano izquierda de Rafael Nadal luego de una gran final: totalmente llagados y sangrantes. O la cara de un desfigurado Niki Lauda que insistía en seguir corriendo y volvía a ganar el campeonato mundial de Fórmula Uno. Y los ejemplos eran infinitos.

¿De dónde habría salido la errónea idea de que las cosas no eran siempre extremadamente difíciles?

¿El universo conspiraba para que los seres humanos lograran sus sueños, o era exactamente al revés? Parecía como si la vida dispusiera pruebas crecientes para que las personas desarrollaran su determinación y promovieran su crecimiento.

Aceptar la realidad debía ser la penúltima estación del camino, pero nunca la primera.

Viendo aquel tiburón flotando en formol, nuevamente pensó en Damien Hirst. Una genialidad para intentar transmitir lo imposible que era para la mente humana comprender la muerte. Volvió a recordar que semejante artista no era bueno dibujando. Que su clave había consistido en no quedarse con eso y haber buscado y seguir buscando, otras formas de avanzar.

Agustín trató de impedir que el relato épico lo neutralizara. La vida solía jugarse en los matices, pese a que el cerebro humano soliera simplificarla entre blancos y negros. Pensar que alguien sordo debía componer la sonata Hammerklavier como había hecho Beethoven, era poco realista. No ayudaba a crecer. Si bien podía parecer un ejemplo romántico y muy inspirador, lo cierto era que componer esa pieza, aún con el oído perfecto, era casi imposible. Por ende, plantearse un estándar tan alto más que ayudar, frustraba y esterilizaba.

Por el contrario, pensar que uno siempre podía insistir en buscar nuevas formas para seguir avanzando era inspirador. Significaba no aceptar un no por respuesta. Y eso era mucho más que el eslogan «nada es imposible», de Adidas.

Era tomar consciencia que uno siempre podía elegir qué hacer con lo que la vida ponía enfrente. Y esa decisión era binaria: rendirse, o como decía Hirst, buscar otras formas para seguir avanzando.

Artículo de Juan Tonelli: Determinación.

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