La muerte del gran actor produjo un terremoto en Leonardo y en todo el universo de adictos recuperados o en recuperación. ¿Tan precario podía ser todo?

Philip Seymour Hoffman había muerto a los 46 años, por una supuesta sobredosis de heroína. ¿Qué habría ocurrido para que alguien con dos décadas sin consumir drogas ni alcohol, hubiera recaído y terminado de la peor forma?

¿Veintitrés años de conducta intachable no servían para nada? ¿Era el pasado que siempre volvía, o era solo la normal fragilidad de la vida ?

En esos veintitrés años sin drogarse ni beber alcohol, Philip había sido un testimonio de que curarse era posible. No era el paradigma del éxito americano, sino simplemente alguien que podía hablar de sus dolores, sus esfuerzos, sus miedos más profundos. Alguien que había sido capaz de armar una buena vida. No un ejemplo, pero sí un ser humano normal que había atravesado circunstancias extraordinarias, como siempre es por momentos vivir.

Que años de sobriedad se desmoronaran con tanta facilidad, había aterrado a Leonardo. Así como la noticia del divorcio de un matrimonio perfecto siempre inquietaba a toda pareja, la recaída y muerte de un adicto recuperado había puesto en crisis a mucha gente con problemas de adicciones.

Después de todo, tomar conciencia de lo incierta que era la vida resultaba intolerable para la mayoría de los seres humanos.

Más allá de la genialidad borgeana de que «no existe instante que no pueda convertirse en un cráter del infierno», lo cierto era que resultaba imposible vivir teniendo muy presente que cualquier momento podía ser un agujero negro.

La mente y el corazón necesitaban un mediano y largo plazo. O al menos, una expectativa aunque la misma fuera solo una ilusión. ¿Tan intolerable era lo precario de la vida?

Leonardo se preguntó por qué esta vez Philip no habría podido recurrir a los grupos de alcohólicos y narcóticos anónimos en los que había participado tantos años. ¿Por qué a veces las personas tenían algún resto de fuerza interior para pedir ayuda y otras veces no? ¿Por qué algunas veces se podía resistir la tentación y otras no? ¿Por qué en ocasiones existía el impulso vital de querer curarse, y en este caso no había sido posible? ¿Qué era lo que pasaba en la vida que ni siquiera una buena esposa o hijos chicos servían de red de contención para impedir una muerte así?

Vino a su mente la película Adiós a Las Vegas y recordó que ni todo el amor de una mujer y su enorme sacrificio habían podido impedir la autodestrucción de un hombre. El cuadro había sido muy difícil desde el principio, pero con mucho esfuerzo, paciencia y afecto, se había recuperado por completo. Sin embargo, la primavera había durado poco, apareciendo luego una pequeña grieta, una fisura. El peor de los fantasmas se había materializado y arrastrando al personaje a un torrente de adicción cuya única estación final posible había sido la muerte.

¿Acaso las adicciones eran genéticas e inexorables, como una falla geológica que tarde o temprano se expresa y devastaba una vida?

Leonardo se preguntó cómo se hacía para vivir con tanta incertidumbre. ¿Negar? Ese parecía el mecanismo adaptativo más utilizado por los seres humanos. De lo contrario, la enorme presión paralizaba y destruía a las personas. ¿Cuál era la cantidad de verdad que podía soportar un hombre común?

Repasó su vida y analizando su presente se sintió más tranquilo. Se preguntó si las condiciones subyacentes que lo habían convertido en adicto estaban superadas. Reconoció que en algunos casos sí, y en otros no. Ya había aprendido en forma muy costosa que el alcohol no iba a resolver nada. Y eso no era un enunciado racional más, sino un grabado indeleble hecho por la devastación y ciertos daños irreparables.

No obstante, algunas condiciones seguían intactas, sin solución. La necesidad de sentirse amado, reconocido, de tener que estar revalidando títulos y logros todo el tiempo, seguía ahí, incólume. La enorme auto exigencia que le imponía una gran presión, también seguía vivita y coleando.

Hasta su mirada más benevolente y compasiva sobre su propia vida, era un arma de doble filo. Por un lado, descomprimía y permitía aprender, llevarse mejor consigo mismo, no ser tan implacable y autodestructivo con limitaciones y errores. Pero por el otro, esa autoindulgencia  a veces lo habilitaba a correr riesgos que no era sensato correr.

Recordó que cuando estaba en medio del infierno de su alcoholismo, su médico le había preguntado por qué bebía. Como si se tratara de una cuestión de información, el doctor le había explicado que le hacía mal, que era una conducta que lo llevaría a vivir menos y peor. Como si no lo supiera. Los médicos y sus explicaciones obvias, de las que ni ellos eran testimonio.

En uno de esos momentos de lucidez, Leonardo le había explicado al doctor que para él beber era un mecanismo adaptativo. Ante la sorpresa del profesional, le había contado que beber le permitía sobrellevar el día. Lidiar con el dolor emocional. La soledad, el aislamiento y la alienación. El alcohol servía para que todo eso no doliera tanto, al menos por un rato. Era como un puente que le permitía cruzar ese día. Después de todo; ¿a quién le importaba el futuro si el presente era una tortura? ¿Para qué querer vivir 85 años si la vida era una herida absurda?

Estaba claro que el precio de evadirse de un presente intolerable era hipotecar el futuro. Pero nuevamente, a Leonardo no le importaba futuro alguno cuando su presente era solo dolor.

Por otra parte, cuánta más conciencia tomaba de que estaba destruyéndose con el alcohol, peor era. La presión no aportaba nada bueno, sino que reforzaba el círculo vicioso. Necesitaba más tragos para aflojar aquél presente tan exigente.

Rememoró duros diálogos con su padre. Un espartano que no entendía como una persona podía tener una adicción.

Pese a ser un hombre de mas de sesenta años, no se había enterado que querer no era poder. Algo evidente para cualquier persona que mirara su propia vida con honestidad, no resultaba obvio para su padre ni para millones de hombres y mujeres que carecían de compasión, benevolencia y hasta empatía para entender lo cómo funcionaba la vida.

Por fortuna para Leonardo, la vida lo había sacado de aquél infierno. Él sabía bien que no había sido cuestión de voluntad. Esa fuerza no había servido para otra cosa más que agravar el problema. Su recuperación sólo había sido posible cuando se había entregado. Buena paradoja.

Fuera Dios, la vida, o un grupo de personas, el tema había sido experimentar que no todo dependía de sí mismo. Los seres humanos no eran arrojados a una existencia salvaje y sin sentido. El encuentro era el puente que sacaba al hombre de esa soledad y aislamiento que lo enfermaba. Esa comunión debía darse consigo mismo, con el prójimo, y con la vida.

Y ese encuentro que también podía ser llamado amor, resignificaba todo. No garantizaba no tener problemas, no volver a caer en adicciones. Pero permitía saber que uno podría transitarlas. Ese necesidad humana de querer evitar o resolver los problemas podía jugar en contra y sumar más presión y dificultades. El punto era saber que uno no estaba solo. Que no era una isla. Que podría atravesar cualquier cosa, incluidas las adicciones.

Leonardo volvió a pensar en Philip, conmoviéndose. No sintió pena porque hubiera recaído, o porque hubiera muerto. Lo que le dio una enorme tristeza fue darse cuenta de la soledad y el aislamiento en las que debía vivir. Y eso no tenía nada que ver con estar en pareja o no estarlo. Era aún más profundo. Uno podía estar rodeado de gente y amigos y sentirse solo, o estar solo y no sentirse así.

Percibió que era imposible asegurar que nunca recaería en el alcohol o las drogas. Sin embargo, esa enorme vulnerabilidad no lo angustió. Al revés; enterarse de su existencia lo hizo sentir mejor. No había otro miedo que tapar, sino una verdad que registrar y aceptar. E intuía que el tema pasaba por otro lado.

En el fondo, la vida nunca podría jurarle que lo preservaría de ciertos problemas. Todos eran posibles. Y la palabra «todos», helaba la sangre.

Pero saber que aún entonces, uno podía estar conectado con la vida, con otras personas, y con uno mismo, le dio confianza. La de enterarse que la única misión para la cual había venido a esta vida, no era la de evitar y resolver problemas, sino la de aprender  a amar.

Artículo de Juan Tonelli: De precariedades y certezas.

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