«- Están los que corren por que necesitan el dinero, los que lo hacen por fama, y aquellos porque lo sienten», expresó el gran campeón de Fórmula Uno.

«-¿Y usted en qué grupo está?», lo interpeló el periodista.

Con mesura, el corredor contestó: «-en el de los que lo sienten».

¿Podía ser de otra forma? ¿Acaso la codicia o el ansia de reconocimiento podrían ganarle a una genuina pasión del corazón?

Manuel sintió la respuesta del piloto como una estocada a su alma. Él sabía perfectamente de qué estaba hablando aquél campeón mundial.

A lo largo de su vida, Manuel había tenido la suerte de vivir varias pasiones. Fueran una actividad o una mujer, siempre lo habían transformado. Y algunas, más que transformarlo, lo habían secuestrado. A punto tal que cuando esa pasión cumplía su ciclo y dejaba de arder o se apagaba, él no sabía como vivir. Por eso los períodos sin una actividad que le conmoviera hasta su última célula eran muy difíciles de sobrellevar.

La pasión no era algo superficial ni mucho menos una creación. Para Manuel era encontrar eso que iluminaba y daba sentido a su vida. Aquello que era feliz haciendo, que había venido a este mundo a realizar. ¿Él las elegía o las pasiones lo encontraban a él? Probablemente una mezcla de ambas cosas.

Cuando esa actividad que lo encendía llegaba a su fin, entraba en crisis. Como un velero que al acabarse el viento dejaba de avanzar, las velas flameaban y hacían ruido. Él quería vivir con viento, con las velas tensadas y en silencio, y el barco avanzando.

Manuel había conocido algunas grandes pasiones. Una, que lo había capturado por completo y llevado muy lejos. Pero por diferentes razones, después de varios años se había ido muriendo, y él no había querido dejarla porque inconscientemente sentía que era su identidad. ¿Quién sería él sin hacer esa actividad en la que era tan reconocido?

Mirándolo retrospectivamente, se dio cuenta que de haberla soltado cuando ya no lo hacía vibrar, hubiera ganado tiempo. ¿Para qué seguir, si ya no lo sentía? Esa deshonestidad consigo mismo o esa conveniencia, le habían costado caro. Resultados frustrantes y pérdida de tiempo en buscar lo que su corazón estaba necesitando.

Imposible recibir lo nuevo si era incapaz de soltar lo viejo. E insistir en aferrarse a algo que ya lo había dejado atrás siempre generaba más dolor. Lo que no quería soltar, la vida terminaba arrancándoselo. Por no querer abrir el puño, perdía la mano, o el brazo.

Después había tenido otras pasiones, alguna de las cuales lo habían arrasado. Pero no alcanzaba a discernir del todo si las mismas habían surgido de lo que él en verdad era, o si más bien, de sus miedos y carencias más profundas.

Las que habían nacido de lo que él era, siempre habían resultado virtuosas. Lo habían ayudado a crecer, a expandirse. En cambio, las que habían surgido como respuesta a temores, carencias, o hasta la necesidad de que pasara algo en su vida, lo habían llevado por un mal camino. Tal vez, más que pasiones debía redefinirlas como adicciones. Y la línea divisoria entre ambas podía ser muy sutil e imperceptible.

Tratando de comprender su historia de vida registró  que sus pasiones – adicciones tenían un factor común: la búsqueda de reconocimiento. Y aunque este no fuera el único elemento, era muy predominante y convergía con otros miedos que potenciaban la intensidad. ¿Miedos que potenciaban la intensidad de una pasión?

Nadie era tan apasionado como cuando se estaba jugando la vida, y en el fondo, el miedo último de los seres humanos era siempre el miedo a morir, o como se lo vivía en la sociedad occidental, a no ser registrado, a desaparecer, a no ser. Ese miedo capaz de tomar enormes proporciones, podía elevar cualquier pasión a niveles increíbles.

Mirando su presente y en medio del desconcierto de su vida, sintió cierta melancolía de aquellas épocas. Hasta las que terminaron como adicciones le resultaban mejor que este presente gris. Aún en momentos que habían sido muy difíciles, él sentía que pasaba algo en su vida.

En cambio ahora, era como si estuviera muerto. Un electrocardiograma plano, sin pulso.

Se levantaba, iba a trabajar, cumplía con sus responsabilidades y obligaciones, era un buen padre, buen marido, buen hijo.  Todo bueno. Hacía ejercicio y comía bastante sano, iba al cine con su mujer y colaboraba con causas nobles.

Pero Manuel sentía que en su vida no pasaba nada. No le tocaba ni siquiera un papel de actor de reparto en la película de su propia vida.

Añoró aquellos tiempos en donde estaba encendido y su única obsesión era el tema que lo apasionaba. El amor que no solo no había escapado a esta lógica sino que más bien, había sido uno de las máximas experiencias arrasadoras. ¿Qué estaría necesitando su vida?

La palabra necesitar no le gustaba. Sentía que encontrar su camino tenía que pasar por otro lugar. Como si no se tratara de buscar la pieza que le faltaba, sino más bien de encontrar cuál era el manantial interior del que brotaba vida. No era cuestión de descubrir algo que estuviera afuera y permitiera completar el adentro, sino algo de adentro, propio, que pudiera ser desarrollado con todo lo que existía afuera. Justo el orden inverso.

Paradójicamente, hacía mucho tiempo que él buscaba afuera lo que nunca iba a encontrar. Encandilado por las luces del mundo, se había convencido que su interior era gris, que ahí no pasaba nada, que todo lo bueno había que encontrarlo afuera. Ahora, revisando su vida, venía a darse cuenta que lo realmente valioso, estaba dentro suyo. Que seguramente ya existía aunque él no lo conociera. Que no se trataba de inventar ni mucho menos sostener nada. Intuía que el tema pasaba por encontrar, y en todo caso, hacer crecer algo que tenía vida propia. Su esencia. Quien él era.

Vino a su mente las palabras de la dramaturga rusa Sofia Prokoffieva, quien decía que todo ser humano tenía en su interior, en su alma, un sonido bajito. Que esa era su nota, la singularidad de su ser, su esencia. Y que si el sonido de sus actos no coincidía con esa nota, la persona no podía ser feliz.

¿Cómo era posible que hubiera leído ese texto hacía años, y más allá de emocionarse, no se hubiera puesto a buscar su nota interior en forma frenética? ¿Por qué había pasado tanto tiempo despistado, en el sentido más literal de la palabra?

En su momento, al leer aquél texto su misma nota interior había levantado la mano diciendo «-así es, acá estoy.» Y sin embargo Manuel la había ignorado, absorbido por preocupaciones y mandatos.

Pudo ver que durante mucho tiempo no había querido darle lugar a aquella nota interior por estar convencido que hacerlo le impediría cumplir sus sueños. Qué paradoja; después de todo, ¿quién querría encontrarla si lo habían convencido que la felicidad no pasaba por afinar la vida a esa nota interior sino en lograr dinero y reconocimiento?

Resultaba una gran ironía que los seres humanos solieran ignorar lo que podía hacerlos verdaderamente felices, convencidos que alcanzar la felicidad pasaba por lograr objetivos impuestos por la sociedad y la cultura, que no surgían del propio interior, de quien uno era.

¿Acaso habría alguna chance de ser feliz dejando de ser quien era uno, para perseguir objetivos socio culturales? Manuel no tenía bien claro si sería posible ser feliz contradiciendo lo que la sociedad exigía. Pero de lo que no tenía ninguna duda era que resultaba completamente imposible ser feliz negando quien uno era, sus propios dones, su esencia.

Esta vez debía buscar su nota interior. Aquella que como un diapasón, le permitiría afinar el resto de actividades de su vida, dándole sentido. Ya no tendría que aferrarse a cualquier pasión para sentir que estaba vivo. Sólo tendría que encontrar el manantial del que brotaba su esencia y empezar a afinar toda su vida en función de ese sonido personal, único y maravilloso.

Artículo de Juan Tonelli: La nota interior

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