Ya está. Ya fue.

La vida lo había zamarreado y finalmente estrellado. Su matrimonio, su familia tipo y su vida tal como la conocía, se habían ido por la canaleta. No había área que no estuviera en crisis.

Apretó los dientes y fue para adelante. No fue fácil contener a sus hijos cuando no se podía contener ni a sí mismo.

Transitar cuatro años con una gran incertidumbre. Como si la visibilidad existencial fuera de apenas tres metros. No se podía ver más allá del día en que se vivía, o a lo sumo dos.

Estabilizar la economía. Dirimir si había margen para recomponer su matrimonio y familia o si, con todo el dolor del alma, eso ya no era una posibilidad honesta.

Y en los ratos de paz que no había, intentar encontrarle un sentido a su vida.

El tiempo fue pasando y con mucho esfuerzo todo se fue acomodando. Cinco años después y pese a no haber podido recomponer su matrimonio, su familia estaba muy bien. Los padres habían hecho un buen trabajo y los chicos recibían toda la contención y amor que necesitaban.

El presente estaba bien. Pero para Diego, mirar el futuro era muy difícil. Ya se había casado, divorciado y había tenido hijos. Sabía lo que era tener una casa y un auto extraordinarios. Había tenido muy buenos trabajos y hecho excelentes negocios, permitiéndole lograr una sólida posición. Gozaba de una buena salud aunque haber pasado los cuarenta se empezaba a sentir en un lento declinar cuya pendiente era cada día más pronunciada.

¿Y entonces? ¿Qué le quedaba por hacer?

Ver a sus hijos a crecer, acompañarlos de por vida. Vivir con la nueva compañera que el destino le había regalado. Ayudarla a crecer, a ser ella misma, y dejarse ayudar por ella. Acompañar a su ex esposa y a sus padres. Ganar dinero, mantener su salud, viajar, hacer mejor su trabajo y darle mayor espacio a su vocación.

¿Pero eso era todo?

Diego se sentía un poco como aquel pececito que habiéndose encontrado con un enorme tiburón,  le había preguntado donde quedaba el océano. El escualo lo había mirado sorprendido, dándole a entender con un movimiento de cejas que era aquella gigante masa de agua en la que se encontraban. Decepcionado por la respuesta y sin dar crédito a que fuera cierto, el pequeño pez había continuado su camino rumbo al océano.

Diego sabía que este era su océano y que en la vida no había más que esto. Pero le parecía muy poco. No era posible. Debía haber alguna confusión. ¿La propia?

Por otro lado, todo pasaba tan rápido que era aún más difícil aceptarlo mansamente. Cuando lo que había por delante parecía infinito, sin darse cuenta, él huía hacia adelante. Pero ahora que ya podía vislumbrar que la vida se acabaría algún día, que pasaba rápido, y que muchas de las vivencias supuestamente maravillosas no eran tales, todo se se resquebrajaba.

En realidad, no tenía duda que ciertas experiencias fundamentales lo eran. Tener hijos, sin lugar a dudas, figuraba al tope de la lista. Pero todo se mostraba insuficiente.

¿Para qué se esforzaban tanto los seres humanos?

Percibir que la vida empezaba a escurrirse como agua entre los dedos sin más sentido que ese, lo angustiaba. Como si lo interpelara por no haber hecho nada trascendente.

De poco servían las explicaciones de su terapeuta, enseñándole que lo trascendente era levantarse todas las mañanas, vestir a sus hijos, llevarlos al colegio, educarlos, trabajar para poder comer y vivir. Mucho menos la de un millonario ex jefe que le explicaba que en la vida no había mucho más que poder tener una familia, un trabajo, una casa y un auto, unas buenas vacaciones, un retiro digno. Diego se sentía como el pequeño pez, insistiendo en que eso no podía ser.

¿Sería el amor? Ya había gozado y sufrido y trascendido el fuego arrasador del enamoramiento. Aprendido que esos sentimientos, por más que los seres humanos los creyeran eternos, no lo eran. Después de la locura quedaban unas brasas lindas, profundas, serenas. Pero eso tampoco podía ser el fin último de la vida.

¿Que sería entonces? ¿La vocación? ¿Un proyecto profesional?

Imágenes de un hombre que soñaba con ser uno de los mejores trescientos directores globales de una enorme corporación se le vinieron a la mente. O de una mujer que vivía en el gimnasio y a dieta, para tener un cuerpo perfecto con el que impresionar a todo el mundo. O de un tipo que dejaba su vida para poder sentarse a la mesa de los cinco empresarios poderosos del sector y redimir inseguridades de su infancia. O de otra dama que deseaba ser presidente. O de miles de chicos que querían ser como Messi o también miles de chicas que soñaban ser actrices, cantantes, o cenicientas contemporáneas a las que un príncipe azul salvara del tedio de no ser ricas ni famosas.

Nada más lejano del sentido trascendente de vivir.

Poder vislumbrar el final de la vida, aunque fuera a lo lejos, lo cambiaba todo.

Diego, tardíamente, se enteraba que estaba solo. Y no porque le faltara amor, sino porque en el fondo, toda vida humana se vivía individualmente. Se nacía solo y se moría solo. La enfermedad era otra buena síntesis del carácter individual de la vida. Y si bien se podía compartir experiencias de gozo, de dolor y el camino mismo, lo cierto era que cada uno vivía su propia vida.

Ese registro le producía un sinnúmero de emociones. Angustia, libertad, miedo, vacío.

La menos remota vejez se mostraba como una especie de soledad. Uno ya no quería ir a cócteles ni trabajar horas extras para ser reconocido como un buen empleado. Mucho menos perder tiempo en formalidades. Dolorosamente había aprendido que todos esos eran cuentos, que nunca retribuían lo que prometían.

¿Qué quedaba? ¿Discurrir? ¿Bancarse el combate por la lucha misma? ¿Frustrarse con sueños e ilusiones que nunca se cumplirían?

Diego, que cuando era joven soñaba con la paz del guerrero, como síntesis de haber transitado satisfactoriamente los riesgos de la vida, ahora sentía que esa paz no lo colmaba. ¿Sería porque antes lo tranquilizaba y ahora esa serenidad dejaba en evidenciaba que se había terminado su tiempo?

Revisando su vida, pudo distinguir lo que sentía cuando había ganado mucho dinero, egresado con medalla de oro, o triunfado en un Juego Panamericano. Esas emociones, si bien muy satisfactorias, eran bien distintas a escuchar a un amigo desgarrado por un divorcio doloroso, contener el llanto de un hijo al explicarle que se había fracturado, o sostener e inspirar a su ahijada a superar una fobia.

Haber presenciado el parto de sus hijos había sido algo fuerte. Pero mucho más fuerte había sido poder abrazarlos y tenderles la mano cada vez que ellos lo habían necesitado. O caminar en silencio durante horas con su hermano después de que sufriera una pérdida atroz.

Convertirse en una figura del deporte, manejar su auto deportivo o ganar un millón de dólares estaban bien. Producían una emoción muy buena. Pero nunca plenitud.

Abrazar a un amigo quebrado anímicamente, contener el dolor de un hijo o un hermano, o acompañar a un padre a adentrarse en el misterio de la muerte eran otra cosa. Producían plenitud. Y una plenitud que no sólo era duradera, sino que cada vez que se evocaba, generaba el mismo sentimiento.

El de estar en el tan ansiado océano.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Esto era todo?

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