La adicción venía golpeando duro. Max se sentía como un luchador que estaba en el piso y su rival, en vez de darle una tregua, seguía ensañado pegándole patadas. ¿Terminaría este calvario? ¿O acaso el único fin sería la muerte?

Su vida se había deslizado a ese infierno imperceptiblemente. ¿Cómo no había podido darse cuenta? O mejor dicho, ¿cómo no había sido capaz de frenar, al tomar consciencia de que estaba despistando? No había podido. Una fuerza imparable lo había arrastrado en esa dirección destructiva. De nada habían servido su inteligencia ni su legendaria voluntad. De nada.

Y ese era justamente el núcleo de la crisis. Darse cuenta que su voluntad no servía absolutamente para nada. O al menos, no para sacarlo de ese infierno. ¿Cómo era posible que su voluntad no lo ayudara a evitar conductas autodestructivas? Y si no servía para eso; ¿para qué servía? ¿Para apagar el despertador y levantarse de la cama? ¿Para tan poco?

La idea que sostenía que quien no había atravesado el infierno de las pasiones, no las había superado nunca lo esperanzaba. ¿Pero sería capaz de atravesarlas, o moriría en la mitad del cruce?

Tirado en su cama, Max se dio cuenta que estaba perdido. No tenía más fuerzas para seguir, ni para intentarlo de nuevo. Ya se había anoticiado que eso no servía para nada. Todos sus esfuerzos por salir habían sido en vano. Había intentado una y mil veces, y había fracasado en todos los casos. Su empeño por reencausar su vida había sido inútil.

Ya no podía hacerse el boludo porque la fe era algo que no se fingía. O se tenía o no se tenía. Y Max, lo único que realmente tenía, era la certeza de que no podía y de que ningún esfuerzo suyo podría cambiar la historia.

Sintiéndose abandonando al universo, se dispuso a leer aquél libro que había comprado tiempo atrás. Uno de los primeros capítulos era sugestivo: «cambiar o no cambiar». Después de todo, eso era justo lo que él necesitaba, pero a su vez, lo único que no podía hacer: cambiar ¿Sería el típico decálogo de autoayuda, con indicaciones precisas de cómo resolver la vida,  omitiendo que vivir no era tan fácil como ejecutar una receta de cocina?

Aquél escritor venía a decirle, muy oportunamente, que cambiar no era posible ni deseable. Que todo esfuerzo por cambiarse lo alejaba del ser. Y eso estaba mal de raíz porque la motivación del cambio era la no aceptación de uno mismo. Las personas no aceptaban tener fallas, limitaciones, defectos, y en esa impaciencia e intolerancia, había que corregir todo a cualquier precio. ¿Algo bueno podría surgir de eso?

En palabras que a Max le resultaron revolucionarias y balsámicas, el autor proponía no cambiarse. Aceptarse. Amarse tal cual uno era. Y eso generaría las condiciones para que, si el cambio tenía que darse, ocurriera. Y el autor iba aún más lejos y describía una verdad de la que cualquier persona madura podía dar fe.

El cambio no era algo que se lograra, sino algo que sucedía. Si alguien sentía que lo estaba logrando, estaba en problemas. Eso no duraría. Como una dieta. ¿Quien no se había preguntado durante un régimen alimenticio, si ese cambio que estaba consiguiendo, duraría? Esa pregunta siempre conllevaba algo de angustia. Y esa intranquilidad anticipaba lo que la realidad enseñaría después: el cambio no duraba. O mejor dicho, no había sido un cambio. Como todas las cosas que eran sostenidas, se caían. De poco importaba si era porque quien las sostenía se acalambraba de tanto esfuerzo o por otra razón. El cambio o la transformación verdadera era aquella en la que la persona no tenía que sostener nada. Simplemente sucedía.

Recordó la provocación de un conocido terapeuta que decía que «el esfuerzo era para los constipados». Y sí, vivir tenía que ser otra cosa. No algo que no incluyera esfuerzos, obviamente. Pero definitivamente debía existir un punto en el que la vida fuera también un fluir. No se podía estar empujando el auto todo el tiempo. ¿Acaso no había un motor?

Max se sintió aliviado. Lo que acababa de leer lo descomprimía. Le abría un mundo nuevo que de mínima, no tendría exigencias ni tensiones; nada que lograr. Por primera vez en su vida sintió que la realidad lo contenía, que no era algo que él debía sostener. Era mucho más que una sensación de alivio; era sentir paz, liberación.

Claro que esta idea exigía otra clase de templanza. Entender que el cambio no podía forzarse y que uno debía aceptarse para preparar el camino a la transformación, llevaba implícito un riesgo: que el cambio deseado pudiera no ocurrir.

Ese salto al vacío debía ser realizado sin especulaciones. Nada de pensar en aceptarse para poder cambiar. En el fondo, esa era la misma intransigencia y rechazo de siempre. La misma trampa. El punto central era aceptarse sin especulaciones ni segundas intenciones. Qué ocurriría después formaría parte del misterio de la vida. Uno no esperaba nada más. Hacía lo que tenía que hacer, aceptando  y punto. Saltando sin red.

Claro que si sólo había sido un repliegue táctico y en el fondo uno seguía intransigente esperando encontrar la forma de cambiarse, nada resultaría. Max se preguntó por qué tendría que realizar aquél salto sin red. ¿Por qué aceptarse y ceder las pretensiones sin recibir nada a cambio?

Max percibió que la vida no funcionaba así. Que en las cosas más importantes y trascendentes no había lugar a especulaciones ni intercambios. Intuyó que si saltaba sin red, recibiría a cambio algo distinto de lo que esperaba, pero muy valioso. Parar de destruirse. Integrarse a si mismo. Tener paz.

Los chinos decían que quien dormía en el piso no podía caerse de la cama. Resignarse a entregar la cama era siempre difícil. Pero también conllevaba una esperanza. La de poder empezar a vivir sin miedo a caerse, y sin tener que hacer ningún esfuerzo por mantenerse ahí.

Artículo de Juan Tonelli: No te cambies.

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No te cambies