¿Cómo era posible que su vida se hubiera convertido en esto? Fernando se sentía atrapado y harto de la vida que llevaba. Cuando podía elegir, no había sido consciente de la libertad que tenía. Y ahora, ya hacía muchos años que se sentía un esclavo de las circunstancias.

Todo su día giraba en torno a responsabilidades. ¿Cómo había venido a parar acá, justo él que había soñado tantas cosas? ¿Dónde habían quedado aquellos sueños? ¿En qué momento se habían perdido?

La respuesta apareció en el acto. Doce años atrás había nacido el último de tres hijos, con una rara enfermedad neurológica. Si como siempre ocurre, el nacimiento del primer hijo significaba un antes y un después, la venida del último y su enfermedad, habían arrasado con la vida tal como la conocía hasta entonces.

Después de años que transcurrieron entre médicos y especialistas, quedó claro que el hijo quedaría con una inteligencia equivalente a la de un niño de tres años. Pasaría mucho tiempo hasta que él y su mujer pudieron aceptar la situación.

No era nada fácil convivir en una casa en la que todo giraba en función de ese hijo enfermo. Las cenas apacibles en familia eran imposibles. Fuera por los ruidos que hacía o por los problemas que generaba, no había ninguna chance de tener alguna armonía. Mucho menos, pensar en una comida romántica a solas con su mujer.¿Cuándo había decidido no tenerlas nunca más?

Después de todo, Fernando era un ser humano con sus necesidades, sus miedos, sus anhelos. El hecho que existiera una realidad que como un agujero negro absorbiera todo, no quitaba que él también era un ser vivo. ¿Le importaría a alguien?

Hacía rato que la familia tampoco funcionaba como tal. Los días de semana, gracias al colegio de los más grandes, la escuela diferencial del menor, y su propio trabajo, todo discurría razonablemente. La vuelta a casa y la cena familiar eran realmente difíciles. Pero los fines de semana eran el infierno mismo. En el momento que se suponía que los grandes también tenían algún derecho a descansar, había que estar cuidando al niño. Se turnaban con su mujer, pero eso también era la causa de que la pareja estuviera muerta.

Por más que amara a su mujer, que la uniera lo más importante de su vida como eran esos tres chicos, y que compartieran la intensa experiencia de cuidar a un hijo enfermo, el espacio de pareja era nulo.

En vano intentó recordar cuál habría sido la última vez que había dormido una siesta con su esposa.

Los hermanos sanos habían reaccionado en forma dispar. El mayor, muy protector del enfermo, en tanto el del medio estaba harto de sentir que no existía. Si bien intentaban llevar una vida normal, nada era normal. No lo era invitar amiguitos a casa, y mucho menos, la forzosa poca atención que los padres les dispensaban.

Muchas veces Fernando fantaseó con irse de su casa. No era una posibilidad y tampoco lo hubiera elegido. Se hubiera muerto si no podía ver a sus hijos y a su mujer. Pero estaba cansado, harto de no tener algunos espacios para él. Quería relajarse, aunque fuera unos instantes. No aspiraba a ser centro del universo pero tampoco seguir sintiéndose el último ser de los siete mil millones de personas que habitaban la tierra. Tener un poco de paz.

A su mujer le costaba más tener estas divagaciones. Tal vez su instinto materno estaba exacerbado y no daba lugar alguno para sí misma ni ninguna otra necesidad que no fuera cuidar a ese hijo enfermo.

Fernando en cambio, no quería que su vida se limitara a ser un enfermero o un acompañante terapéutico. ¿Estaba mal tener esos sentimientos? Le llevó años reconocerlos y darles espacio. Había pasado una década central de su vida, de los treinta a los cuarenta, y él se había postergado totalmente en función de la situación. Pero ahora sentía que no podía pasar así toda su existencia. Necesitaba vivir, o que la vida fuera más que lo que estaba siendo.

Recordó el caso de esa mujer que había tenido un accidente de auto en el que su hijo con parálisis cerebral había muerto. Después de años de considerarse algo fortuito, la Justicia había reabierto la causa y comprobado que en realidad, la madre había premeditado como desembarasarse de ese hijo que tanto la condicionaba. Cuando Fernando había leído las crónicas que mostraban la planificación de aquella mujer en desbarrancar el auto por un precipicio, se había estremecido. Imaginarse a un niño con parálisis cerebral ahogarse dentro del auto en las profundidades de un lago no podía ser más angustiante y horroroso.

Pero a su vez, podía comprender perfectamente el sentimiento de aquella mujer. El anhelo de tener una vida, de ser libre, de no tener que estar pendiente de alguien las veinticuatro horas del día, todo el año, toda la vida. ¿Acaso esa mujer no desearía caminar por el bosque, ver un atardecer, o tener tiempo para enamorarse de alguien? Obviamente que no justificaba en lo más mínimo la atrocidad del homicidio, pero ¿cómo no comprender lo que atravesaría el corazón de aquella persona?

Fernando quería llegar a fondo para comprenderse. Un sinnúmero de sentimientos contradictorios pasaban por su corazón. Sus ganas de cuidar a su familia y a ese hijito tan enfermo. Pero también, sus ganas de ser libre, de armar su propia vida, de buscar su vocación y su sentido, y no tener que resignarse a los estrictos límites que la realidad le imponía.

Pensó en la parábola del buen samaritano, que había sido el único capaz de detenerse, desviarse de su propio camino y atender a alguien que lo necesitaba. La sabiduría milenaria enseñaba que ese era el camino a la felicidad. Que las personas que lo habían precedido y que no habían atinado a detenerse y asistir al necesitado, nunca comprenderían la vida. ¿Acaso el arte de vivir sería estar dispuesto a desviarse del camino sin lamentarlo ni hacerse muchos problemas?

Si bien era comprensible que el camino que uno deseaba recorrer no necesariamente llevara a la felicidad, era difícil aceptar que el ignorar los propios anhelos condujeran a la alegría. ¿La plenitud sería estar siempre disponible para ayudar al que lo necesitara? ¿Qué lugar había para los propios dictados del corazón?

Había pasado muchos años de su vida esforzándose por ser como se esperaba que fuera. Debía ser una especie de superman, que todo lo podía. Pero ya, con media vida en sus espaldas, se había empezado a enterar que todo no lo podía. Que no era ningún super héroe y que ni siquiera tenía la menor intención de serlo. Y sobre todo, que tenía límites. Dolorosamente, se había enterado que existían. Y ese dolor de registrar que no todo lo podía, había venido a salvarle la vida o protegerlo de males mayores. Aquellas personas que no registraban sus límites, solían terminar despedazadas.

Se le ocurrió que tal vez podría montar un departamento en el que su hijito discapacitado estuviera con la persona que lo cuidara. Aunque intentó contestarse que no implicaría ningún desamor, un sentimiento de culpa lo invadió. Oscilaba entre ser el superhéroe que ya sabía que no era, y sentirse un padre abandónico y culpable. ¿Cuál sería el punto medio entre ambos extremos? Pretender preservarse un poco a sí mismo, a su mujer, y a sus otros hijos; ¿era una herejía? Se imaginó pudiendo tener una cena en paz con sus hijos, o hasta solo con su mujer. O pudiendo alguna vez, hacer el amor tranquilo con ella.

Cuando pudo compartir esta idea con su esposa, la cara de ella fue una mezcla de alivio y desolación. Por un lado, recuperar un poco de su vida, tan abandonada desde tiempos inmemoriales. Por el otro, preguntarse si estaría haciendo el bien a ese hijo tan indefenso. Como buena madre, estaba muy apegada para poder tomar esa decisión, pero Fernando sintió que tenían que avanzar.

Una cosa era ignorar al que sufría, no desviarse del camino, o hasta ser un irresponsable. Y otra muy distinta era darse algún lugar para sí mismo. Recordó la historia de los donantes de sangre, que sólo podían donar medio litro cada tres meses, ya que ese era el lapso que le tomaba al cuerpo humano reponerse. Y que no era posible pretender donar más cantidad o hacerlo más seguido, sin afectar la propia salud. Se preguntó cuál sería su propio nivel de equilibrio.

¿Qué sería lo que podría dar sin destruirse? ¿O no había lugar para esa pregunta y frente a una responsabilidad tan grande había que proveer y proveer aún a riesgo de colapsar en algún momento?

No encontró una respuesta clara. Pero con el correr de los días, algo fue apareciendo. Sin desentenderse de ninguna de sus responsabilidades, tenía que encontrar la forma de ser capaz de dar aquello que pudiera ofrecer con alegría. Cuanto más diera porque era lo correcto, porque se esperaba que lo hiciera, o todas esas razones ajenas a sí mismo, peor sería. El nuevo equilibrio al que tenía que orientar su vida era el de poder dar aquello que fuera capaz de hacer con alegría.

Sintió alivio de sentirse humano, de reconocer sus sentimientos no tan nobles y de poder darles cabida. Diez años tapándolos había servido para ser un padre ejemplar y eficiente, pero no era sustentable en el largo plazo. Él no tenía alma de santo ni de mártir. Y si bien no pensaba desentenderse de ninguna de sus responsabilidades, tampoco quería ser de esas personas que o colapsaban, o se enfermaban, o abrumados por la realidad, simplemente se borraban.

En vez de seguir dando todo lo que su entorno demandaba o lo que la sociedad esperaba que diera, reorientar su vida para poder dar aquello que pudiera dar con alegría. Aquello que no esperara nada a cambio, ni siquiera la palmadita de reconocimiento en la espalda.

No le esperaba un camino fácil. Las responsabilidades y la presión seguirían siendo muchas. Pero descubrir que podría ir ajustando su camino en función de reconocer sus límites y deseos, le dio paz. La de saber que la vida no era solo una obligación. Era una oportunidad.

Tomó conciencia que al final de la vida se encontraría con solo dos caminos posibles. El de haber elegido quejarse, o el de haber buscado la vuelta, pese a todo. Ambos eran una elección.

Íntimamente, tuvo bien claro cuál quería.

Artículo de Juan Tonelli: La vida no es una obligación.

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