«-El control de daños no existe». La sentencia del chamán lo sacudió. Todas sus milimétricas planificaciones acababan de ser echadas por tierra.

Aquél concepto utilizado para estabilizar los barcos de guerra después de haber sido seriamente dañados, había devenido en algo que la administración empresarial utilizaba para definir las acciones tendientes a evitar daños mayores cuando una situación muy negativa era inevitable. Asumido que no se la podía impedir, el objetivo sería conducir el proceso para evitar daños aún más grandes.

Mientras pensaba en la contundente frase del chamán, la mente de Nico asoció la historia del Titanic. Recordó que en aquél caso, cuando el vigía divisó muy tardíamente el iceberg, el capitán intentó esquivarlo. Y en una ironía de la vida, esa decisión fue la que determinó el destino y el hundimiento de aquél barco supuestamente invencible.

Si el navío hubiera chocado de frente contra el iceberg, se hubiera dañado solamente la proa, y los compartimentos estanco del barco le hubieran permitido mantenerse a flote Pero al intentar esquivarlo, el Titanic encontró su destino. El enorme hielo cortó buena parte del lateral del casco, por lo cual la superficie dañada superó el límite de cuatro compartimentos estanco que podían estar llenos de agua. Fueron cinco y la suerte quedó echada.  

Toda una paradoja que el esfuerzo por evitar algo fuera la causa de lo que se buscaba impedir. Como el proverbio chino que sostenía que uno podía encontrar el destino en el camino elegido para evitarlo.

Después de despedirse del sabio, Nico volvió a pensar en su vida. El dilema era uno de los clásicos de los seres humanos: la necesidad de certezas, la pretensión de asegurar. Cuando uno venía transitando un camino y subrepticiamente se abría una bifurcación, la primer sensación era de inquietud. ¿Habría algo mejor? ¿Valdría la pena dejar este camino que transitábamos? ¿O sería una trampa en la que perderíamos lo que teníamos sin lograr algo mejor?

Estos dilemas aplicaban a infinidad de situaciones humanas. Un amor prohibido, en donde por lo general se llegaba a un punto en que los amantes se preguntaban ¿por qué no? Y la paradoja era que justo en ese momento, cuando lo prohibido pasaba a ser posible, entraba a jugar el miedo y todo se resquebrajaba. Miedo a sentir culpa, miedo a hacer sufrir a seres amados, miedo al futuro.

¿El miedo al futuro era razonable? Por lo general, los seres humanos, más que temer lo desconocido, temían abandonar lo conocido. No se podía temer lo que no se conocía. Pero soltar lo seguro producía mucho temor.

El dilema de Nico era otro clásico de la vida humana: dejar un trabajo seguro por un proyecto que le apasionaba pero era muy incierto. ¿Había lugar para seguir al corazón? Una primer respuesta rápida era que sí. Casi que era una obligación humana. Pero por otra parte, la responsabilidad se hacía sentir. Una cosa era que él asumiera los riesgos y las consecuencias de sus decisiones, y otra muy distinta era que toda su familia tuviera que asumirlas. ¿Pero este razonamiento era verdad o solo otra excusa para no arriesgarse?

Las preguntas de manual se agolpaban en su mente. ¿Su familia preferiría un padre frustrado pero que pagaba todas las cuentas? La repuesta era obvia. Como era igual de obvio responder a la pregunta de si su familia -y él mismo- estarían contentos con un padre realizado pero impotente económicamente.

Nico quería ser como tarzán, para poder soltar una liana justo a tiempo de agarrar la otra.

Pero parecía que eso no se podía. La vida exigía otras templanzas. Se podría empujar los límites, usar la cabeza, pero tarde o temprano habría que correr algunos riesgos. Tal vez grandes. Y en donde era cierto que había mucho en juego. Nada menos que la vida de uno.

Pero la operación calzada de soltar algo justo a tiempo para agarrar lo otro, nunca resultaba. Había que soltar la liana sin tener la certeza de si habría otra para agarrar. Y ese momento en sí era un abismo.

Pensó en Cristóbal Colón, la noche previa a zarpar. Había convencido a los reyes de que la tierra era redonda, y que navegando hacia el oeste se podía llegar a las indias. Pero en la vigilia, seguramente su corazón se habría preguntado si aquello era cierto, o si la muerte sería la encargada de notificarle su error de cálculos.

Imaginó a Hernán Cortés instantes después de haber hundido los cinco navíos que tenían. El haber destruido los barcos que habilitaban el regreso; ¿eliminaba el miedo de adentrarse en territorios desconocidos y hostiles, y la desproporcionada relación de mil hombres a uno con la que los aztecas superaban a los suyos?

El ser humano y esa eterna tensión. Querer descubrir otros mundos y tener pánico de soltar las amarras. A veces las aventuras no terminaban bien. Pero pasar la vida en el puerto siempre terminaba mal.

Video de Juan Tonelli: El abismo.

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