«- Nos mandaron al grupo de los fracasados», le dijo su hijo entre risas que denotaban decepción.

La frase no hubiera tenido nada de malo, a no ser porque era de las primeras veces que él y su hermano tomaban una clase de natación. El profesor había dividido a los alumnos en dos grupos, principiantes y avanzados. ¿Qué es lo que le había pasado a un niño de 9 años que recién empezaba a nadar, para que estar en el único grupo en el que podía estar -el de los principiantes-, fuera considerado un fracaso?

El padre, después tratar de conectar con el sentimiento profundo de sus hijos, se dispuso a educarlos. «- ¿Y vos pensabas estar en el grupo de los avanzados? ¿Cómo hubiera sido posible, si apenas sabés flotar?» Intuyendo que las agudas preguntas no conducían a ningún lugar, optó por hacer silencio e intentar percibir qué pasaba en el corazón de esos niños. El sentimiento era claro: pese a que habían tomado algunas pocas clases varios años atrás, consideraban que sabían nadar.

Como si tener que aprender fuera un descrédito, un desprestigio. Algo que necesitaban los demás, no ellos.  La situación no podía ser más paradójica. No sabían, pero consideraban que no necesitaban aprender. Bien humanos.

El padre reflexionó sobre los obstáculos al aprendizaje. El que primero que apareció fue la vanidad, la soberbia. Ese, el más grande y frecuente de todos los pecados capitales, era el gran impedimento a crecer y aprender. Hasta sus treinta y tantos años, le había parecido que algo de soberbia estaba bien. Claro, en el fondo él se consideraba un fenómeno, y ser humilde era injusto porque implicaba simular una paridad con el resto de los mortales, que él no tenía. Él era más, mucho más. Después de algunos fracasos importantes y años de vida, había aprendido que no era más que nadie. Y que la humildad básicamente consistía en mantener una actitud abierta y dispuesta hacia la vida, que en cualquier momento podía sorprendernos y romper con lo establecido y con todo conocimiento humano. Por el contrario, cerrarse a esa apertura, implicaba tener mucha dificultad para incorporar algo nuevo.

Después de todo; ¿cómo era posible que alguien pudiera aprender si tenía la necesidad de impresionar a todos, todo el tiempo? La vanidad y el orgullo como obstáculos al aprendizaje, eran claros. Pero, ¿había algo más?

Reflexionando en su propia vida, percibió otro problema frecuente. La errónea idea de que aprender era fácil, rápido. Por lo general, aprender llevaba tiempo. Y los temas complejos de la vida, mucho tiempo. Pareciera que ningún ser humano recordaba cómo había sido su propio proceso de aprendizaje a caminar o a hablar. Omitir que había tomado años, generado infinitas caídas y golpes, o un sinnúmero de palabras y frases graciosas por lo mal enunciadas, llevaba al equívoco de creer que aprender era algo que ocurría con inmediatez. Y pese a que la realidad no podía ser más brutal y contrastante con esa idea, las personas seguían golpeándose contra la pared. ¿Cuál ? La de creer que debía ser un proceso casi instantáneo.

Una cosa era entender, y otra muy distinta, incorporar algo nuevo.

Miles de ejemplos venían a su mente. Recientemente había comprado un auto ultra deportivo, cuya caja tenía una función que introducía los cambios con la precisión de un corredor de fórmula uno. En centésimas de segundo, el software evaluaba cuán a fondo y que tan rápido se pisaba el acelerador, para cambiar la marcha justo al límite de las revoluciones. Ni una fracción antes para no dilapidar motor, ni una después, para que no claudicara. Justo a tiempo, una máquina perfecta.

Después de manejarlo algunas semanas, entendió claramente lo que hacía el auto, aprendiendo cuál era el momento preciso para colocar los cambios. El problema se presentó al querer usar la caja manual en la que él tenía que hacerlos. No le salía tan bien como al software o al corredor de autos de carrera. Los tiraba un poco antes, o un poco tarde. Y aunque la situación fuera obvia y natural, a él le producía cierto fastidio. El de tener que aprender. El de aceptar que esto no lo sabía. El de enterarse que una cosa era comprender y otra bien distinta ejecutar. Y esa violencia interna lo llevaba a un lugar aún más peligroso: el estrés de la exigencia, el de no querer exponerse a equivocarse. O para ser más preciso, al proceso de aprendizaje. Sí, con 45 años él tampoco quería formar parte del grupo de los fracasados.

A la hora de manejar, su dualidad era muy grande. Por un lado, quería hacerlo en forma manual e igual que la computadora o el mismísimo Ayrton Senna. Por el otro, como no se daba casi ningún lugar para el error, la situación lo estresaba, por el inevitable contraste que surgía entre lo que deseaba y la realidad. Con semejante tensión, poner la caja automática era una gran tentación.

Evitaba el riesgo de cometer algún error y de exponerse innecesariamente. Aunque también, la posibilidad de aprender.

Y ese era el último y más grande obstáculo a todo aprendizaje. El miedo al error. ¿Cómo era posible que uno se equivocara? En realidad, ¿cómo era posible que uno no se equivocara al hacer algo que no sabía? Por primera vez en su vida, pudo ver al error como parte del proceso. No era poco para alguien que se había pasado su vida dando examen. Todo el tiempo y en toda circunstancia.

Las conclusiones se iban estrellando contra su mente y corazón. ¿Cómo era posible aprender si uno sentía que todo era una prueba? Había tiempos para estudiar, para aprender, y otros para ser examinados. Y aunque a veces la vida no respetara ese orden y mandara a las personas al ruedo sin estar preparadas, lo cierto es que no se podía vivir toda la vida en una palestra permanente. Era difícil crecer si todo el tiempo estaba en juego la supervivencia. O se sobrevivía, o se crecía.

Recordó a una sabia profesora de windsurf que enseñaba que caerse era parte de aquél deporte. Estar parado en la tabla o caerse, eran cara y ceca de la misma moneda. No se podían separar, ni mucho menos, eliminar la que molestaba. Su teoría era que sólo incorporando a la caída como parte de aquella actividad, se la podría realizar. Naturalizarla, porque aunque no gustara, era parte del navegar.

Lidiar con la frustración del error no era fácil. Pero era imprescindible. A mayor umbral de tolerancia, mayor capacidad de aprendizaje. Vino a su mente cuando jugaba al ajedrez contra la computadora, y cada vez que él cometía un error importante, sentía la tentación de volver atrás la jugada. Eso que los niños le pedían a sus padres con normalidad. Pero en la madurez, la vida no solía ser tan generosa y muchas veces no había ninguna posibilidad de deshacer el error. Había que seguir jugando con las consecuencias y limitaciones generadas por la equivocación. Y si bien ahí el problema era otra derivación -la de no querer aceptar limitaciones-, en el fondo, también subyacía la dificultad para aprender.

Ningún aprendizaje importante sería posible si uno no podía aceptar sus errores y pagar sus consecuencias..

Volvió a mirar a sus hijos, quienes esperaban alguna devolución. Les sonrió, les dio un abrazo, y se rió, asumiendo que enseñarles a aprender también le tomaría tiempo.

Artículo de Juan Tonelli: Nacer sabiendo.

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