«- ¿La vida te da salidas?» La interpelación de su sobrino lo descolocó. Era una pregunta fuerte para un joven de 20 años.

¿Qué le estaría pasando? Raúl, el consultado, era un soltero empedernido de unos setenta años. Y Daniel era su sobrino favorito por múltiples razones, pero en especial por lo apasionado que era.

Después de reflexionar unos instantes ¿revisando su propia vida?, Raúl, asintió diciendo: «-Si querido, la vida siempre te da salidas. Siempre.» Daniel sintió una pequeña bocanada de oxígeno. No era que la respuesta de su tío lo convenciera, pero al menos generaba una hendija de luz en su presente negro.

El sentimiento de que su vida no tenía salida, venía instalándose en el corazón de Daniel desde un par de años atrás.

Precozmente y sin proponérselo, había llegado a la cumbre de su actividad. Como generalmente ocurre, casi por accidente. Es decir, se había roto el alma esforzándose, pero en realidad, no le había costado nada. Le encantaba lo que hacía. Lo que para otros era un enorme sacrificio, para él era lo único que tenía ganas de hacer. Vivía para eso. Y con esa poderosa razón, siendo un adolescente se encontró siendo una estrella en eso que tanto amaba.

Desde entonces, su vida había empezado a virar notablemente. El hacer lo que hacía porque le gustaba y sin esperar nada a cambio, fue cediendo espacio. Su lugar lo empezaban a amenazar razones menos virtuosas como tratar de mantener la posición de privilegio e importancia lograda. Esperar algo a cambio de tanto esfuerzo. Eso, e ir entrando silenciosamente en crisis fue una y la misma cosa. La presión lo fue invadiendo y la actividad que era su pasión se convirtió en una cruz. ¿Cómo era posible? ¿Cuándo había ocurrido? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Si nunca lo había decidido? Las preguntas golpeaban su corazón y las eventuales respuestas no servían de mucho.

Daniel no encontraba solución a sus problemas y se iba sumiendo en una profunda depresión. Aún cuando siguiera siendo muy destacado y obtuviera excelentes resultados formales, su alma se estaba marchitando. Se sentía una fachada, alguien radiante por fuera mientras que en su interior se lo estaban carcomiendo los gusanos. ¿Tendría fin ese tobogán?

Demasiadas veces se había ilusionado para luego desilusionarse abruptamente. Tanta desesperación por resolver el problema, solo lo había agravado. Ya no solo no se divertía ejerciendo su vocación sino que esa actividad era la permanente demostración de su impotencia, su incapacidad. En vez de ser algo que movilizaba su alma, era un manantial de dolor y frustración.

Las decepciones se seguían acumulando y ninguna de las alternativas que venían  a resolver el tema funcionaba. A más fracasos, menos esperanza en el futuro y más desesperación en encontrar una salida salvadora, que lo liberara de ese problema que tanto lo maniataba y le impedía ser libre y feliz.

Para peor, no lo podía compartir con nadie, no fuera cosa que se flitrara su estado y perdiera aún más reputación que la que estaba dilapidando por su pobre performance. Este aislamiento auto impuesto agravaba aún más las cosas.

La vida nunca libera mágicamente a las personas de sus yugos. Por mucho que lo deseen, los seres humanos deben pelear décadas por su propia libertad. Ella nunca es concedida sino que siempre debe ser ganada.

Y Daniel, que no encontraba el billete ganador de la lotería que lo liberara mágicamente, venía a escuchar a su tío diciéndole que sí, que la vida le daría una salida. Alguna pequeña esperanza, aunque el escepticismo estuviera muy instalado en lo más profundo de su ser.

Varios años después de aquella situación, en otro momento de su vida y bajo circunstancias completamente diferentes, Daniel sintió que nuevamente  se iba deslizando en una dirección no deseada. No sólo porque se tratara de una adicción y fuera potencialmente muy peligrosa, sino porque él no la controlaba.

Su existencia se iba escapando de sus manos. ¿Pero había estado alguna vez bajo control real o era sólo una ilusión? ¿Cuál era el límite o equilibrio entre manejar la vida y fluir con ella? ¿Entre lo que se manejaba y lo que se escapaba completamente de control?

Tendría que tocar fondo con esa adicción para asumir que él no podía controlar su existencia. En realidad, que no podía controlar nada. Sólo después de ponerse de pie mil veces y volver a ser noqueado por la vida, dolorosamente aprendió que su voluntad, su proverbial y férrea voluntad, no servía para nada. O mejor dicho, no le servía en esta circunstancia extrema. Justo en la que más la necesitaba.

La vida empezó a abrirse y arreglarse cuando Daniel se dio por vencido y dejó de hacer esfuerzos por arreglarla. Toda una paradoja. Cuánto más trataba de arreglarla, más se hundía. Como alguien que no sabe nadar y que cuanto más se mueve, más se hunde, ignorando que si se quedara quieto, flotaría. Y obviamente que la capitulación no sería nada fácil.

Daniel pretendió negociar y regatear a la vida para llegar a un buen acuerdo. No ceder sus bastiones claves. Pero la vida, ajena a sus caprichos, fue una negociadora implacable que exigió rendición incondicional. A tal punto que en su repliegue, él pudo registrar con claridad que su curación sería inversamente proporcional a los énclaves (¿apegos?) que mantuviera. Cuantos más estuviera dispuesto a soltar y a entregar, más sanaría.

En un proceso largo, doloroso pero a su vez inspirador, comprendió que debía soltar esa soga que tanto le laceraba las manos. Y como le pasaba a todas las personas, era difícil hacerlo. Por lo general, los seres humanos culpaban a la soga, o al hecho que no cediera a nuestros tirones, cuando en realidad el tema era soltarla.

Una década después, y en la tercer crisis importante de su vida, Daniel se enfrentó a un nuevo y enorme dilema. Era Cupido, que siempre venía a romper y desestructurar lo establecido. Las paradojas y contradicciones destrozaban su corazón y su mente, y por tercera vez percibía claramente que se dirigía a otro callejón sin salida. Sin lugar a dudas, el peor de su historia.

Podía visualizar su futuro con nitidez. Como si fuera en el cauce de un río poderoso que lo arrastraba a unas enormes cataratas. Por más esfuerzo que hiciera, no podía alcanzar una de las márgenes del río para salirse, ni mucho menos, nadar contra corriente. Había que seguir fluyendo hacia un abismo inexorable.

Los esfuerzos para evitar caer en el agujero negro fueron enormes. Pero nada torcía el curso de los hechos. ¿Sería el destino? ¿Qué maldito lugar ocupaba el libre albredrío? ¿Existía tal cosa? ¿O era otra broma de Dios, el eterno humorista? ¿Para qué teníamos la voluntad, si cada vez que realmente la necesitábamos, no nos servía para nada? ¿Para qué estaba? ¿Sólo para levantarse cuando sonaba el despertador o para hacer abdominales? Si para lo importante como dejar de fumar, comer con moderación, ser fiel, o dejar el alcohol o el clonazepán  no servía para nada; ¿para qué servía?

Diez años más tarde, Daniel había salido nuevamente de aquél agujero negro. Había sobrevivido a la caída en la Garganta del Diablo y había salido a flote. Increíble. Igual que en sus dos crisis anteriores. Registró que en los tres casos la vida había escapado de su control. Había tomado un curso muy distinto del que él hubiera deseado. Y esa fuerza soberana de la existencia no había podido ser impedida, ni siquiera corregida en un sólo maldito grado de su dirección.

¿Las crisis humanas eras en el fondo, crisis de la voluntad? ¿Acaso sería necesario que la voluntad no alcanzara, para que empezara a manifestarse la gracia? ¿Para que la vida dejara en claro quién mandaba? ¿Para informar a los hombres que no quería de sus esfuerzos que sólo enmascaraban sus omnipotencias?

Mirando para atrás comprobó que la respuesta de su tío era cierta. La vida finalmente siempre le había dado escapatorias. Y en ese punto, descubrió dos hechos muy interesantes. El primero, que cada una de las salidas habían sido completamente distintas de las que él había querido. Para decirlo con claridad, la vida le había negado lo que él pedía. Al menos, durante buena parte de cada crisis.

Obviamente, cuando Daniel había tocado fondo, lo único que había deseado era paz y libertad, y eso siempre le había sido concedido. Después de un largo y doloroso peregrinar depurativo. Pero del resto de sus caprichos o deseos atendiblemente justos, nada.

El otro punto que le llamó la atención fue reconocer que había sido la vida la que lo había rescatado. Por más que familiares y amigos se maravillaran de que hubiera salido de semejantes laberintos, su corazón conocía la verdad. Él no había sido ningún artífice de nada. Así como no había sido el que había decidido meterse en semejantes problemas, tampoco era el protagonista que había conducido su vida hacia la libertad. Él sabía que no había conducido nada. Había sido como una simple hoja flotando en el mar, que durante un tiempo eterno la corriente había tirado mar adentro. Hacia el medio de la tempestad y sin poder divisar horizonte alguno. Y esa misma y poderosa naturaleza la que lo había llevado después a una costa tranquila.

¿Qué lugar había entonces para que uno fuera el artífice de su destino? ¿Era otro de los cuentos que nos enseñaban? ¿Acaso uno sería solo una irrelevante hoja a la deriva en el medio del océano? ¿Qué lugar había para él, que se sentía una suerte de Houdini capaz de escapar de las trampas y laberintos complejos que tendía la existencia humana?

Su corazón sabía que él no había sido ningún piloto de tormentas. Durante las tempestades la vida lo había encerrado en la bodega del barco a pan y agua, y no había podido manejar nada. Nada. Encerrado en el sótano, solo tuvo que resignarse a que el barco en el que viajaba llegara a una buena playa. Y pese a temer los peores pronósticos, aquello finalmente había ocurrido. Sin su protagonismo. Sin su intervención. Era duro de asumir, pero esa era la verdad.

Más allá que fuera duro, también le pareció liberador. Registrar que la vida era gracia lo liberaba a de la agotadora y estéril tarea de estar a cargo de su vida todo el tiempo. Como si hubiera que remar las 24 horas. Era mucho mejor ubicar la velas correctamente y después permitir que el viento o la vida hicieran su parte.

Determinado a ir hasta fondo, tuvo que asumir que en el medio de sus tres abismos ni siquiera sabía qué era lo bueno para él. Las soluciones que había anhelado con desesperación, hubieran sido sólo un analgésico temporal.

La vida lo había llevado hasta el límite para que, en vez de pedir un calmante que reestableciera el orden perdido, deseara curarse. Solo y nada más que eso. Nada de aspirinas; sólo antibióticos. Y sólo cuando lo había aceptado y se había abierto al misterio de la vida, había empezado a sanar.

Sólo cuando se había animado a no temer al futuro incierto, a la hoja en blanco, a abrirse paso sin seguridades, ni garantías, ni especulaciones de ningún tipo, la vida lo había recibido, cuidado y puesto nuevamente en ruta.

¿Para qué se había esforzado tanto entonces?, fue la pregunta inevitable.

Para conocer la experiencia de que eso no sólo no era necesario, sino hasta contraproducente. Si bien la línea divisoria entre la pereza y la omnipotencia podía ser muy sutil y por momentos invisible, lo cierto era que como había dicho Lao Tse 3000 años atrás, esforzarse demasiado producía resultados inesperados. Y estaba claro que el sabio chino había utilizado un eufemismo para no decir que era muy negativo.

¿Entregarse? No. ¿Creer que uno manejaba su vida? Menos. Entre esos dos extremos debía estar el misterioso arte de vivir.

Artículo de Juan Tonelli: Sin salida.

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