El ofrecimiento lo había entusiasmado. Ser el entrenador de la selección nacional de un deporte era algo importante. Significaba prestigio, y sobre todo, la posibilidad de sumar más éxitos a su ya de por sí exitosa vida.

Por más que pidió algunos días para pensarlo, la decisión estaba tomada desde el principio. La oportunidad era inmejorable ya que contaba con grandes jugadores y unos Juegos Olímpicos muy próximos en los que competir y lucirse. De poco le importaban los conflictos entre jugadores, y las veleidades de los más destacados.

Hacía tiempo que la vida de Raúl era una meticulosa construcción de éxitos. El año previo había obtenido la medalla de oro en una exigente maestría y este nuevo desafío venía a ponerlo nuevamente en carrera. Su especialidad era la competencia. La palestra donde tanto sufría pero en la cual, después de agonizar, la mayoría de las veces salía triunfante y con la sensación de haber mantenido y ampliado el personaje que era.

¿Sería la identidad algo a construir, o más bien a descubrir? En su cabeza no había lugar para esos poéticos dilemas.

Ya en su tarea de conducción del seleccionado, las cosas no eran nada simples. Gobernar a las estrellas del equipo era muy difícil. Los dos mejores se sentían dioses, y no resultaba fácil trabajar con deidades. Uno de los principales dilemas que se planteaban es que exigían muchos privilegios dificultando la conducción del resto de jugadores. Si bien era atendible que los mejores pudieran tener algunas prerrogativas; ¿cuál era el límite a aceptar? Como el objetivo inmediato era obtener varias medallas en los Juegos, la respuesta era clara:

había que soportar todo en pos de un resultado. Y esa definición no era inocua. Si el éxito era el principio rector o la única referencia, todo estaba afectado.

A las estrellas no se les podía poner límites, no fuera cosa que se ofendieran, patearan el tablero, y el equipo obtuviera pobres resultados al no contar con ellos. Pero aceptarles cualquier cosa generaba una sensación de injusticia en el resto del equipo, quien era testigo del doble estándar y de los privilegios que había para algunos pocos.

Raúl se sentía en un dilema profundo, ya que la injusticia siempre generaba violencia. Pero el objetivo era el objetivo, y él no quería ser un entrenador justo pero fracasado. Él quería ser alguien que ganara todo, aunque tuviera que comerse demasiados sapos. ¿Cuál sería el precio a pagar por un resultado? Con su historia de vida, la respuesta era tajante: sólo existía la victoria. El resto era el vacío, la nada misma.

Ya en los Juegos, las contradicciones se fueron profundizando. Por un lado, la tensión que le generaba la competencia. Esa vieja compañera de ruta, tan aborrecida y tan deseada. El miedo de perder, la agonía del camino, y la liberación del final. En este caso, las emociones eran muy contradictorias, porque no era él quien jugaba. En cada partido, múltiples sentimientos lo invadían. Por ejemplo, sentirse a salvo porque no era él quien soportaba la presión directa. No era él quien tenía que ganar. Pero también, asumirse un poco afuera, dado que no sería él quien ganara.

Aceptarse espectador, tenía profundas implicancias: la seguridad de no correr riesgos, y la imposibilidad de un protagonismo real en la victoria, por más esfuerzos que hiciera.

En algunos partidos muy peleados se sentía afortunado de no tener que estar adentro de la cancha, soportando tanta presión. En otros, lamentaba no estarlo, para poder pelear mejor y ganar partidos muy extremos o que a su juicio se perdían innecesariamente.

Los juegos terminaron y la experiencia fue muy enriquecedora. Haber lidiado satisfactoriamente con los jugadores. Haberlos conducido a importantes éxitos. Haber vuelto con más cucardas en su pecho. Otra historia de éxito que contar, otra línea dorada adicional para su exitoso currículum.

Sin embargo, detrás de todo, se sentía un poco un impostor.

Raúl podía contar todo esto a los demás, pero en el fondo de su corazón añoraba ser protagonista. No de esos Juegos, ya que aquél deporte hacía rato que no lo movilizaba en profundidad. Había sido un amor fatal durante muchos años, pero ya no lo era. Ahora, era algo residual que sólo entregaba algunos dividendos. Otra herramienta al servicio de mantener y profundizar su imagen de éxito.

¿Pero qué era el éxito? Aquella poética pregunta volvía y volvía. La famosa frase de que el éxito era un impostor, también aparecía con frecuencia. Como si al percibir el vacío implacable del podio, estuviera siempre lista para recordarle lo que Raúl ya sabía aunque se negara a reconocer.

Mientras construía su personaje de éxito como si fuera un orfebre, sentía un vacío desolador. ¿Cuál? El de tener la íntima convicción de que todo o casi todo lo que mostraba y exhibía ante los demás, no era propio.

Y en esto, la definición de propiedad era muy subjetiva. No se trataba de que como entrenador el resultado fuera de los jugadores y no suyo. El tema pasaba por otro lado. Básicamente, por sentir que lo que hacía era lo que dictaba su corazón. Si por el contrario, era dictado por sus condicionamientos que lo impulsaban a utilizar cualquier herramienta para construir éxitos, la resaca del vacío irrumpía implacable. En aquellos casos que obtenía importantes logros, se atenuaba, por el efecto narcótico del éxito. Pero en los casos que no lograba el objetivo, la realidad era despiadada. El peor de los mundos. Ni el éxito, ni tampoco la conexión de hacer lo que sentía.

Pero ¿cómo se hacía? Su interés por ser exitoso había sido tan grande y se remontaba a tanto tiempo  atrás, que había perdido completamente el hilo conductor de sí mismo. No tenía la más pálida idea de qué sería lo que le gustaba. ¿Vocación? Eso era un don para algunas pocas personas. Músicos, escritores, artistas, pero siempre un reducido grupo de privilegiados que por lo general se morían de hambre.

La masa de la gente llevaba una vida de callada desesperación, como decía Thoreau. Caminando en las tinieblas. Sin la más remota noción de cuál sería esa nota interior que haría vibrar su alma.

Pareciera que poner el foco en el éxito garantizaba que uno se perdiera. Como si uno nunca pudiera armar una buena vida si la brújula estaba puesta en algo ajeno al corazón.

Raúl intuyó que se acercaba al núcleo del problema. El éxito social, en el fondo, era algo establecido por otros. Ser famoso, rico o poderoso eran vaguedades impuestas por el afuera, nunca por nuestro ser más profundo. El interior de las personas pedía otras cosas. Y si bien las señales que enviaba solían ser nítidas y frecuentes, los condicionamientos eran tan duros que tapaban cualquier pulsación vital. Nunca había lugar para esas sensiblerías. Lo importante era lo importante, y no se lo podía poner en riesgo por temas menores.

Con el correr de los años, aquella voz interior solía crecer en volumen. Y cada vez era más difícil ignorarla. Hasta podría ser incapaz de decir con claridad qué cosa querría, pero era lapidaria en señalar las cosas que ya no quería. La sensación de Raúl de estar desperdiciando su vida, se tornaba cada vez más frecuente. Su corazón hacía caso omiso a que pudiera estar creciendo profesional o económicamente. El único parámetro que su alma chequeaba, era si lo que estaba haciendo conectaba con su interior profundo. En los pocos casos que ocurría, la vida parecía iluminarse. En todos los demás, la sensación de vacío y esterilidad era cada vez más difícil de ignorar.

Pensó en la famosa frase de aquella vedette que decía que se colgaban de sus tetas. La metáfora era una precisa queja a un montón de personas que se subían al tren de su éxito, aprovechando que ella era una suerte de Rey Midas. Todos querían aparecer en la foto ganadora. Con vergüenza tuvo que asumir que él mismo se había colgado de muchas tetas en diferentes momentos de su vida. Sin hacer esfuerzos, también recordó que en todos esos casos no se había sentido bien. Su espíritu tenía cabal registro de que estaba usando a las personas.

Para peor, aun cuando esas tetas lo llevaran a un puerto exitoso, Raúl sentía un enorme vacío producto de que no sólo eran los triunfos de otros, sino y sobre todo, que eran los partidos de otros. Él, en estos casos, no era un jugador. Era un colado. Un espectador que como tal, no tenía ningún tipo de derechos.

Y ese era el núcleo del problema. No estaba siendo un jugador de su propia vida. Tanto esfuerzo puesto en generar éxitos lo llevaba a subirse a partidos de otros. Y ese era justamente el problema: no era su partido. Ni siquiera en su propia vida.

Para peor, acababa de quedar brutalmente expuesto que no sabía cuál era su partido. ¿Qué carajo tenía que hacer de su vida? ¿Para qué estaba en este mundo? ¿Cuál sería la actividad que haría vibrar su alma?

Sintió enojo por sentirse desafortunado ya que la vida no se lo había revelado con claridad, y a una temprana edad. Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si eso no sería lo normal. ¿De dónde habría salido la idea de que la vocación se tenía que manifestar nítidamente y en la niñez? Se dio cuenta que seguramente sería algo a ir descubriendo a lo largo de la vida. Que uno recibiría miles, millones de signos acerca de qué hacer y qué no hacer. El corazón solía ser tenaz e implacable. Aún con nuestros enormes esfuerzos por desoírlo, él siempre se haría escuchar. Y cuanto más se lo ignorara, peor sería ya que al promediar la vida el vacío se haría aterrador.

Sintió ansiedad por encontrar su camino. Por poder transitar un sendero que no le costara esfuerzo. Y no porque careciera de problemas, obstáculos o dificultades. Sino simplemente porque una fuerza interior lo impulsaría en esa dirección.

Por primera vez comprendió aquella idea de que el éxito era un impostor. Era vivir para el afuera.

Raúl acababa de redefinir la palabra éxito: descubrir qué quería hacer con su vida y tratar de hacerlo.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Qué es el éxito?

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