El alumno había elegido rigurosamente a su potencial profesor.

En la primer entrevista, el aspirante a discípulo habló, habló y habló sobre el tema, que era el piano. Luego de escucharlo pacientemente, el maestro le dijo:-”por qué no toca un poco el piano, así puedo escucharlo?”

Había llegado la inevitable hora de la verdad. Si bien el joven estaba preparado para ese momento, era mucho más fácil hablar del piano que tocarlo.

Se sentó en la banqueta, la ajustó como si fuera un gran concertista, y luego de concentrarse unos instantes, empezó a ejecutar la obra de Bach. La interpretación no tuvo un sólo error. Se sintió exultante.

Luego de finalizar, dirigió su mirada al profesor, en busca de su reconocimento. Éste, después de pensar unos instantes, medio taciturno, dijo: -”no cometió ningún error…” El joven comprendió rápidamente que no lo estaban elogiando, y solo atinó a poner una cara que solicitaba más información.

El maestro continuó: -”usted estaba más preocupado en no equivocarse, que en interpretar la obra. Y tocar el piano, es mucho más que no cometer errores”.

El alumno acusó el golpe, mientras confirmaba que estaba frente a un Maestro: esas pocas personas capaces de aportar mucha luz en la vida, y en especial, en aquellos lugares que nadie puede iluminar.

El comentario final aún hoy retumba en el corazón de aquél discípulo:-”cuando la preocupación central es no equivocarse, la obra ni se expresa, ni crece. Si sigue así, dentro de 20 años, la va a tocar más o menos igual.

Yo hubiera preferido que errara 10 notas, pero estar frente a una obra viva. Aspiro a que se equivoque muchas veces, pero que crezca. Para ser un gran pianista, le tiene que impulsar el amor y la pasión; no el miedo”.

Abordo del colectivo que lo traía de regreso a su casa, el alumno estaba sereno pese al golpe recibido. Sabía que el comentario del Maestro había impactado en el centro. En sus escasos 20 años de vida, el miedo había sido un compañero inseparable. La mayoría de las veces sin siquiera tener conciencia.

Se dio cuenta que el nivel de sus miedos era enorme. ¿Cómo no iba a tenerlo si necesitaba desesperadamente la aprobación de la gente? Más que miedo, tenía terror. Así tocaba el piano, y así vivía. Demasiado pendiente de la mirada de los otros. Y con una gran avidez por ser reconocido y admirado por cuanta persona se cruzara en su camino.

Todo lo que hacía tenía la misma impronta que sus interpretaciones pianísticas: impresionar a los demás. Y no es que no le gustara el piano o la música; de hecho lo conmovían. Sin embargo, sus carencias afectivas eran tan grandes, que cualquier actividad era un medio para ser reconocido, y así sentirse querido.

Se dio cuenta que por ese camino no iba a ir a ningún lugar. ¿Cómo hacer para concentrarse en el piano? ¿Para no tener tanto miedo a equivocarse,

entendiendo que los errores eran parte del camino, y no una ruptura afectiva con la eventual persona que se cruzara en el camino? Por otra parte, tener la presión de no equivocarse nunca para no sentirse rechazado, era un disparate absoluto. Pero le pasaba todo el tiempo.

Tomó conciencia que hacía muchos años que vivía así. No llegó a precisar desde cuándo, pero arrastraba esta situación desde niño. ¿Qué hecho la habría provocado? Tal vez algo insignificante, como tantas veces sucede en la vida.

Sabía que no estaba frente a un tema fácil, de esos que al comprenderlos se disuelven. Las estructuras emocionales eran huesos duros de roer. Sin embargo,

se ilusionó pensando que cada vez que lo hiciera consciente, podría elegir no alimentar ese monstruo voraz y estéril que era tratar de impresionar a todo el mundo.

Íntimamente supo que recorrer ese camino le llevaría toda la vida.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Para qué querer impresionar a todo el mundo?