Robert «Bob» Berger había nacido en Hungría en tiempos del régimen nazi. Su niñez y adolescencia fueron particularmente duras, ya que en múltiples ocasiones estuvo a punto de morir, como tantos otros judíos. Durante años vivió con enormes niveles de tensión, porque la vida y la muerte se dirimían todos los días, y muchas veces sólo era una cuestión de suerte.

A los dieciséis años pudo emigrar a EEUU, donde aprendió el idioma, completó el colegio, estudió medicina, y se convirtió en uno de los más destacados cardiocirujanos del mundo. Así y todo, su pasado en Budapest volvía obsesivamente a su cabeza.  Recordaba la infinidad de ocasiones en que había estado a punto de morir, y en las que por audacia, o sólo por suerte, había sobrevivido. También recordaba todas las vidas que había salvado, aunque eso no alcanzara para calmar el dolor de las muertes que no había podido impedir.

Un caso lo perseguía particularmente. Tendría quince años cuando se dedicaba a falsificar pasaportes para ayudar a otros judíos a emigrar. Un día, mientras caminaba por las peligrosas calles de Budapest, un policía nazi lo detuvo. Luego del maltrato de rutina, le ordenó acompañarlo junto a un matrimonio sexagenerio que también estaba arrestado. Por más que Robert negó varias veces su origen judío, no tuvo más remedio que obedecer. Mientras caminaba junto a los otros detenidos, reparó que en su bolsillo tenía sellos de migraciones falsos. Una fría descarga eléctrica le recorrió la espalda: bastaba que el policía los descubriera para ser fusilado en el acto. Pensó en cómo deshacerse de ellos, pero no era fácil. Por otra parte, era perfectamente consciente que al llegar al destacamento nazi, lo mandarían junto al matrimonio y el resto de judíos a un campo de concentración. Qué podía hacer? Seguir negando dolorosamente su condición de judío? Y de hacerlo; qué ganaría? Le obligarían a bajarse los pantalones y calzoncillos, y el inaceptable hecho de estar circuncidado lo condenaría a una muerte también instantánea.

Mientras analizaba las alternativas como si fuera un ajedrecista, reparó que tenía un sobre con una carta de su trabajo, para ser entregada al correo. Se la mostró al policía nazi, y le pidió permiso para depositarla en el primer buzón que encontraran. Al policía no le convenció la idea, ya que no hacía ningún sentido que el chico cumpliera con sus obligaciones laborales cuando estaba a punto de morir. Así y todo accedió a regañadientes. Caminaron muchas cuadras hasta que finalmente Robert divisó un buzón y le solicitó permiso. Tan pronto fue autorizado, no sólo depositó la carta, sino que también tiró los sellos falsificados. Sintió un gran alivio ya que había conseguido eliminar otra causal de muerte. Sin embargo, una nueva duda lo angustió: qué pasaría si esa era la única carta del buzón? Fácilmente podrían rastrear al que la había depositado, y ejecutarlo por tener sellos falsos. Sin embargo, cuando la paranoia y el miedo parecían no tener límites, vislumbró una oportunidad.

A cincuenta metros caminaba a un policía húngaro, los cuales se llevaban muy mal con los nazis. Bob decidió jugarse el todo por el todo, y tan pronto se cruzaron, le pidió ayuda para que lo dejara ir a ver a su madre enferma. El nazi descubrió el truco en el acto, y negó tal posibilidad. El policía húngaro, tal vez por piedad, tal vez por el sólo hecho de contradecir al nazi, se puso a discutir a los gritos en defensa del joven. Finalmente pudo impuner su voluntad, con el compromiso de llevar al adolescente al destacamento nazi más tarde. Robert se sintió a salvo, aunque no dejó de registrar que salvaría su vida por el simple capricho de un policía local. Mientras empezó a caminar junto a él, dio vuelta su cabeza y observó como el nazi continuaba su marcha junto a la pareja. Se estremeció al pensar que aquél hombre y aquella mujer que se dirigían a una muerte inexorable. Tan pronto dejaron de verse, el policía húngaro miró a Bob, y con un guiño cómplice y una seña, lo dejó en libertad. Había salvado su vida. Había abandonado a aquél matrimonio.

Con 75 años de edad, el día que Robert cumplió las bodas de oro como médico, su pasado empezó a emerger. Ya no pudo tapar más toda la angustia e impotencia de su adolescencia. Por primera vez comprendió porqué había pasado su vida en un quirófano. Lo que su familia tanto le reprochaba -trabajar de 12 a 14 hs por día los 7 días de la semana- no era otra cosa que volver a su infancia.

El quirófano era Budapest: un lugar donde se vivía con mucha tensión porque la vida y la muerte se jugaban en cualquier instante. Un lugar que exigía toda la concentración y en el que cualquier descuido podía ser fatal. Un lugar que permitía evadirse del dolor, porque simplemente, no había lugar para expresarlo.

Recordó a aquél matrimonio de sexagenarios al que abandonó para salvarse a sí mismo. Se consoló pensando que en ese entonces, sólo tenía quince años. Se preguntó si las miles de vidas que había salvado a lo largo de medio siglo, servían para compensar las muertes que no había impedido sesenta años atrás. Comprendió que el quirófano era el riesgo, la angustia, la alegría por salvar una vida, el dolor por no poder impedir una muerte. Que su vocación, no era otra cosa que recrear esa tensión de Budapest que le resultaba tan familiar, y darse la oportunidad de redimir ese pasado de niño miserable, que en algunas ocasiones había priorizado su propia supervivencia.

Historia real, relatada en el libro «Llamo a la policía», de Irvin Yalom y Bob Berger.

Artículo de Juan Tonelli: Heridas vocacionales.