Se sentó en la Ferrari y se ajustó el cinturón. Su cuerpo quedó empotrado en el asiento, como si lo hubieran puesto con un calzador. Acomodó los espejos, y luego observó toda la pista que tenía por delante. Una ligera electricidad recorrió su cuerpo.

-Pasá dos vueltas suaves, así reconocés el circuito, -le dijo el entrenador desde el asiento del acompañante, mientras ponía la caja de cambios y el sistema de suspensión en modo «sport».

Alejandro se acomodó por última vez el casco. Pisó el acelerador un par de veces para escuchar al motor cuando las revoluciones se disparaban a siete, ocho mil por minuto. Sintió algo de miedo.

Observó nuevamente la pista, que algún sentido se parecía a como los hombres solían visualizar al futuro: infinito y sin grandes obstáculos.

Apretó el freno con el pie izquierdo, y sin soltarlo pisó el acelerador a fondo.

Al levantar el pie del freno Alejandro sintió que su espalda se incrustaba en el asiento mientras aquella bestia de 700 caballos salía disparada hacia adelante.

Después de dos vueltas de reconocimiento, el temor había quedado atrás, así que se dispuso a ir a fondo. Mientras giraba por el circuito a altas velocidades se sentía más vivo que nunca.

Acelerar a fondo, frenar fondo, doblar al límite en curvas cerradas le producía diversas emociones pero principalmente plenitud y miedo. Cómo podían ir juntas?

En un abrir y cerrar de ojos, se fue de pista. Detenido en el pasto, se preguntó qué había pasado. Tan pronto bajó el polvo levantado por el despiste, miró al piloto que tenía a su lado.

-Entraste muy fuerte en la curva, -le dijo.

-Esto no se trata de coraje. Aunque tus brazos no se encojan cuando doblás a más de 200 km/h, si la curva es muy cerrada, o vas más despacio o despistás. No se puede desafiar las leyes de la gravedad: si te tirás de un décimo piso y querés impedir la caída volando, por más que muevas tus brazos frenéticamente como alas, vas a caer como un piano.

Esto es lo mismo: tus ganas y confianza de poder meter el auto en esa curva a la velocidad en que venías se toparon con la realidad.

-Cuál realidad?

-Ignoraste el peso, la velocidad y la dirección que traía el auto, convencido que tu voluntad le ganaba a todos juntos. Y acá estamos en el pasto.

Alejandro acusó el golpe. Efectivamente, creía que todo era cuestión de confianza y coraje, de mantener el pulso aunque sintiera miedo.

Mientras encendía el auto, experimentó cierto alivio. Se había equivocado, así que de ahora en mas no había tanto que mantener. Mucho menos, volverse conservador o rígido, para mantener lo logrado.

Ingresó despacio en la pista, y fue girando por el circuito con alguna precaución. Por qué será que nos volvemos cautos después de chocar y no antes?

La prudencia duró dos vueltas, como un paciente cardíaco que al año del infarto deja la aburrida vida sana y vuelve a las andadas. En este caso, pocas curvas después la realidad volvió a frenarlo. Las ruedas se bloquearon, y quemando las cubiertas, derrapó. Aunque mantuvo la Ferrari dentro de la pista, no pudo ingresar en esa curva a la velocidad deseada.

-Querés manejar más rápido de lo que la realidad permite, y en vez de ganar tiempo, lo perdés, -dijo el entrenador.  Contrariado, Alejandro manejaba en forma prolija como un niño abanderado.  Podía sentir la frustración en todo su cuerpo. Quería ir a fondo y la realidad no lo dejaba.

Pensó en las palabras del profesor. Tarde o temprano los deseos humanos siempre se encontraban con límites. A veces propios, a veces externos, daba igual. Si uno los aceptaba, seguía en el camino; sino, la realidad lo sacaba a uno de pista, implacable.

Girando por el circuito con precaución, se preguntaba cómo descubrir los límites al menor costo posible. Con frecuencia no eran claros, y uno solo los reconocía al transgredirlos.

Como aquél antiguo método para averiguar si una madera necesitaba un clavo o un tornillo; si al clavar el clavo la madera se rajaba, era necesario un tornillo. Habría formas menos costosas de averiguarlo?

Dio mas vuetas, sin errores. Típica reacción humana: de no registrar los límites a no correr ningún riesgo. De un extremo peligroso, a otro estéril. No percibir los límites podía costar la vida. No correr ningún riesgo, era la muerte misma.

El entrenador le propuso ir a otra pista con una recta muy larga, para que sin curvas, probara la velocidad máxima del auto.

-A todos les gusta pisar el acelerador a fondo. El problema es que manejar bien es mucho más que eso. Acelerar, acelera cualquiera. Doblar, frenar y saber conducir a altas velocidades es mucho más complejo, -reflexionó filosóficamente.

Con la Ferrari detenida en la cabecera de la pista, Alejandro sintió otro escozor recorriéndole cada célula de su cuerpo. Delante de sí tenía una recta que se perdía en el horizonte.

Como un rito, volvió a pisar el freno con el pie izquierdo, y con el auto frenado apretó el acelerador a fondo. El motor parecía león furioso, rugiendo por salirse de sus cadenas. Tan pronto levantó el pie del freno la Ferrari salió eyectada hacia adelante, incrustando nuevamente a ambos tripulantes contra sus butacas.

En cuestión de segundos ya superaban los 200 km/h. Muy concentrado, Alejandro evaluaba el comportamiento del auto.

-No acelera más?, -le gritó al piloto, viendo al velocímetro clavado en 260 km/h.

-Está limitado electrónicamente, -fue la respuesta que escuchó.

Sintió un poco de frustración al saber que no podría superar esa marca, a su criterio modesta. Sin embargo, también sentía paz al estar contenido por aquél límite. No más tensiones tratando de averiguar qué se podía y qué no. Esto era lo que podía, y no tenía más remedio que aceptarlo.

Al llegar al final de la pista el profesor le hizo señas para regresar.

-Ahora no tenés más el limitador de velocidad, -dijo con una sonrisa, luego de apretar otro botón.

Alejandro sintió nuevamente la adrenalina. El entusiasmo y la angustia de no saber cuál sería el límite. Descubrirlo era siempre una mezcla de excitación y frustración, de miedo y coraje, de tensiones contradictorias que ocurrían en el fondo de su corazón. Se preguntó si los límites externos eran menos dolorosos que los propios. El hecho que existieran límites sonaba mejor que asumirse limitado, aunque ambas cosas fueran igualmente ciertas y con frecuencia, inapelables.

Ya en la pasada final, el auto volaba. Al superar los 300 km/h Alejandro sintió que lo había logrado. No eran velocidades para cualquiera.

Cuando todo terminó, agradeció al entrenador, se subió a su propio auto y se fue. De regreso al hotel estaba pensativo.

«Claramente tuve problemas para doblar. Qué son las curvas, sino una metáfora de la vida, que me cambia la dirección?», conjeturó. Fue consciente de que su arrogancia, su rigidez para percibir los límites, lo habían hecho despistar. Y aunque hoy no había tenido mayores consecuencias, sabía que en otras ocasiones la vida podía ser implacable con aquellos que desafiaban sus leyes.

Sintió que no quería entregarse al miedo, al auto engaño de una vida ordenada, correcta, tranquila. Se preguntó cómo evitar despistes innecesarios. Pero existiría tal cosa, o después de todo, eran los costos reales de cualquier aprendizaje?

No encontró mayores respuestas.

Vino a su mente el momento en que estaba por empezar a recorrer el circuito, con la pista por delante. Al igual que en la vida estaban él, sus circunstancias, y la renovada oportunidad de recorrer un camino.