“-Es que tengo miedo”, dijo Daniel con un suspiro.

“-Y sí”, asintió el Maestro. “-Es inevitable cuando hay mucho en juego.”

“-Siento que ya corrió tanta agua bajo el puente que no puedo hacerme el boludo. No puedo no verlo, hacer como si no hubiera ocurrido nada”, amplió Daniel.

“-¿Cómo sintetizarías lo que pasó?”, preguntó el Maestro, intentando que su discípulo ordenara sus emociones, sentimientos e ideas.

“-Ya no me respetan más como persona,” dijo Daniel profundamente conmovido.

“-¿Y vos pensás que en algún momento lo hicieron?”, le espetó agudamente el Maestro.

Daniel se tomó unos instantes para reflexionar. Luego dijo:

“-Nunca diría que fue una relación de amor. Pero tampoco era una de conveniencia. O al menos, no solo de conveniencia. Teníamos valores e intereses compartidos”, resumió.

“-¿Y hoy cuáles son los valores divergentes?”, preguntó el Maestro, llevando a su discípulo a confrontarse consigo mismo.

“-Que para la empresa vale todo. Ya no está en primer lugar la persona, el individuo. El respeto por su libertad, su propia soberanía. Estoy forzado a hacer lo que ellos quieren o a tener que irme. Lo peor es que no está planteado en esos términos, sino en el hecho de que soy disfuncional”, amplió Daniel.

“-¿Y no lo sos?, preguntó el Maestro llevando el diálogo al borde del precipicio.

“-No lo creo”, dijo Daniel.

“-¿Por qué?”

“-Porque es simplemente el capricho y egoísmo del directorio”, se defendió Daniel.

“-¿Y te parece poco?”, siguió el Maestro sin darle respiro. “-Es el órgano que dirige y controla la organización. Es como que un brazo proteste diciendo que lo que decide el cerebro es arbitrario.”

“-Creo que es una falsa discusión”, lo cortó el discípulo.  “Un miembro del directorio no puede soportar que yo brille más que él y entonces todo está distorsionado. Pero no quiero hablar tanto de ellos, sino de mí.”

El Maestro lo escuchaba con atención.

“-Por alguna razón que no alcanzo a comprender, tengo miedo a la libertad,” dijo Daniel. “-Es como si dentro de esta gran compañía me sintiera protegido, y temiera ser incapaz de sobrevivir afuera.”

“-Qué importante lo que estás diciendo”, lo alentó el Maestro. “-Para algunos es la empresa multinacional, en otros casos es el marido, o un padre fuerte, o la religión. Existen infinidad de paraguas…”

“-¿Paraguas?”

“-Bueno, también llamarlo útero, o como quieras”, dijo el Maestro con serenidad. “-El miedo es sin lugar a dudas la emoción más dominante del ser humano. Y está bien que así sea. De nuestra capacidad de detectar riesgos depende nuestra supervivencia. Claro que eso se daba más en el hombre primitivo que en casos como los que estamos hablando, en los que claramente no hay un riesgo de vida. Sin embargo, cualquiera de nosotros cuando experimenta un dilema así, siente un miedo de muerte.”

Daniel lo miró con los ojos brillantes, sintiéndose identificado con aquella palabras.

“-Hay familias en donde un padre poderoso todo lo resuelve, pero en el fondo, controla todo y no acepta que no se haga lo que él quiere. No hay lugar para crecer. También hay esposas que tienen este mismo dilema con sus maridos. Entregan su libertad, a cambio de la seguridad que les brinda”, amplió.

“-Y es un dilema de hierro porque no es fácil superar ese miedo fortísimo, de que seremos incapaces de sobrevivir por nuestros propios medios. Una mujer que tiene que salir a trabajar a los cincuenta años, es natural que piense que es mejor seguir casada y mirar para otro lado, para no ver el desastre que es su vida.”

Daniel escuchaba conmovido.

“-O como te pasó a vos, que ingresaste en una empresa líder mundial, pensando en comerte la cancha, y sabiendo que siempre tendrías el respaldo de la protección brindada por semejante organización. Pero llegó un punto en donde permanecer ahí adentro es negarte a vos mismo”, continuó.

“-Hay tribus en donde ciertas transgresiones son castigadas con la pena capital. ¿Y sabés como matan a los transgresores?”, preguntó el Maestro.

Ante la negativa de Daniel, dijo: “-los destierran. Los echan de la tribu, obligándolos a vivir afuera. Esas personas están convencidas que no pueden sobrevivir fuera de su comunidad, y mueren. Es un caso extremo pero verdadero. Y una buena síntesis de cómo se manejan la mayoría de las organizaciones.”

Daniel escuchaba anonadado.

“-El destierro es duro. Pero no es la muerte. Hay que saberlo. Por otra parte, el precio a pagar para permanecer adentro de ciertos sistemas, suele ser más caro que el de la intemperie. Si fueras un canario; ¿Qué preferirías? La seguridad de una jaula en donde todos los días te traen agua, alpiste, y te protegen del sol, la lluvia, el frío y los animales; o salir de ahí y poder conocer otros cielos, aunque pases hambre, frío, y te pueda comer un gato?”

Daniel se rió. El Maestro estaba más serio que nunca.

“-Es que éste es el dilema. Lo que pasa es que en este planteo, cuesta evaluar el riesgo de ser comido por un gato, y lo minimizamos. Pero cuando se trata de nuestra propia vida, el miedo a no poder sobrevivir es enorme y por lo general terminamos aceptando vivir en la jaula. Nuevamente, esa jaula es la religión, un marido, una familia, una empresa, un partido político, entre miles de opciones posibles.”

Daniel escuchaba en silencio.

“-Todos necesitamos ámbitos de pertenencia y seguridad para crecer. Arrancamos en el útero de nuestra madre, y sigue en nuestra niñez.»

«-El tema es que a cierta edad, es un vicio muy costoso. Por lo general, se da porque tuvimos una protección emocional –y a veces física- muy insuficiente en nuestra infancia. Entonces nos pasamos la vida buscando paraguas que nos protejan. Sentimos que el afuera es peligroso. Y es cierto. El tema es que no medimos bien el precio de esa protección”, dijo el Maestro.

“-¿Entonces?”, preguntó Daniel.

“-Hay que correr el riesgo de ser uno mismo. De no quedarse en esos sistemas de protección que nos terminan cocinando a fuego lento. Tomar la decisión de ejercer nuestra libertad. Sabiendo que sin ella, no hay felicidad posible. Animarse a vivir, que bien vale la pena.”

Artículo de Juan Tonelli: El miedo a la libertad.

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