Tan pronto cortó la llamada telefónica sintió emociones contradictorias. Por un lado, euforia; por otro, miedo.

Gabriel había quedado fascinado con un desarrollo inmobiliario en el cual vivir. Se trataba de una hectárea en plena ciudad, en donde se levantaban dos imponentes torres de 50 pisos. Jardines, piscina cubierta y descubierta, gimnasio, cancha de tenis, restaurantes, salones varios, eran algunas de las cosas que ofrecía el complejo.

Lo había descubierto buscando departamentos para comprar. Tan pronto lo conoció fue un amor a primera vista. Duró poco, hasta que conoció los precios. Aunque tenía dinero suficiente como para comprar un muy buen piso ahí, le parecía irracional comprometer todo su patrimonio en la casa en la cual vivir. Dado que se trataba de mucho dinero, no resultaba razonable. Parecía criterioso destinar la mitad de su dinero, guardando la otra mitad como reserva. O también invertirla o darle algún mejor destino.

Sin embargo, la perfección de aquél complejo le disparó su creatividad. ¿Habría alguna otra forma de acceder a vivir ahí? Sin ser un financista, rápidamente se dio cuenta que en vez de inmovilizar su patrimonio en la casa en la cual vivir, podía invertirlo, y con los intereses que obtuviera, pagar el alquiler y hasta lograr algún superávit.

La idea, aunque simple y consistente, le resultaba algo angustiante. Gabriel había crecido en la saludable cultura del trabajo y del ahorro. Primero se trabajaba, luego se ahorraba, y finalmente, se gastaba algo de ese ahorro. Mientras tantas personas o poblaciones como la de EEUU vivían a crédito permanente, él nunca había pedido préstamo alguno. Mucho menos alquilar, que en su idiosincracia era tirar la plata.

La idea que el mismo dinero con el que comprar una casa, podía ser invertido en bonos de algún país serio con bajo riesgo, le resultaba una herejía. Aún cuando el rendimiento de la inversión sirviera para pagar el alquiler y dejar un excedente.

A consecuencia de su divorcio no tuvo más remedio que alquilar. Años después, al vender su antiguo departamento de casado y volver a tener dinero suficiente, pensó en comprarse nuevamente una casa.

La primer pregunta que le vino a la mente era si efectivamente necesitaba que la casa fuera suya. ¿Era imprescindible sentarse en una tabla de inodoro propia? ¿No era lo mismo si la propiedad era alquilada? Más allá de la sarcástica pregunta, registró que no era lo mismo. Nadie realizaba grandes inversiones ni ponía mucha dedicación en un departamento que no era de uno. Era algo de paso.

Tan pronto pensó la idea de que un departamento alquilado era algo de paso, se empezó a reír. A sus 49, ya sabía que la vida era de paso. Más allá de la recurrente búsqueda humana de seguridades, de la casa propia, uno siempre estaba de paso.

Reflexionó que luego de su divorcio, no había nada que lo atara excepto sus hijos, por ser menores de edad. Ya había tenido la casa propia, que era una obra de arte. Y aquél palacio pensado para vivir eternamente, ser feliz y comer perdices, había quedado trunco muy prematuramente. La vida había cambiado los planes.

Gabriel se preguntó cuáles eran las actuales cosas de valor que debía llevar a una nueva casa. Gratamente sorprendido, se dio cuenta que no tenía casi nada. Algunos cuadros valiosos, una colección de CDs que se estaba tornando obsoleta y sus libros, que eran su única intransigencia porque ya formaban parte de quien él era. Todo lo demás, era absolutamente prescindible. Y en realidad, los cuadros, discos y libros también podían ser abandonados.

Si la vida le había arrancado cosas mucho más importantes; ¿como iba a estar apegado a unos pocos bienes materiales?

Así las cosas, Gabriel decidió avanzar con la idea de invertir su capital y con los intereses, alquilarse un departamento en aquél complejo que tanto le gustaba.

Como ese desarrollo inmobiliario estaba muy demandado, le resultó imposible conseguir algo. Después de varios meses de intensas gestiones, apareció un octavo piso. Luego de semanas de negociaciones, el contrato estaba listo para firmarse. Sorpresivamente apareció un mejor postor ofreciendo un treinta por ciento más y el sueño se acabó.

Aunque a Gabriel le dieron la oportunidad de igualar la oferta, él la rechazó porque sentía que excedía mucho su presupuesto. Podía pagarlo, pero iba a estar innecesariamente presionado. Era mejor reconocer y aceptar sus propios límites, pagando algo que le resultara razonable, a sentirse obligado a generar mayores ingresos para mantener un estilo de vida que le quedaba grande.

Al trimestre de tratar inútilmente de conseguir otro, empezó a resignarse. Evidentemente aquél complejo no era para él. Lo que era su techo para gastar, era el piso para empezar a conversar en esas torres. Cuando llegó a la conclusión que debía ponerse a buscar algo más acorde a sus posibilidades, ocurrió lo impensable.

En el mismo momento que conversaba con otra inmobiliaria para encargarle una búsqueda más modesta, lo llamaron del complejo para ofrecerle el último piso de la torre, al valor que Gabriel había ofrecido por el octavo piso .

Su primer sensación fue de desconfianza. ¿Sería una broma? Si con aquél importe no había podido alquilar el piso ocho; ¿cómo podría quedarse con el último y más cotizado piso cincuenta?

Una clásica manifestación del miedo a lo bueno. Personas que han vivido episodios traumáticos desarrollan un escepticismo que las lleva a estar convencidas que nada bueno puede pasarles.

Si algo está yendo muy bien empiezan a pensar que eso no puede durar, y a buscar la forma y el momento en que va a fallar. Están seguras de que no es posible. Que no les puede pasar a ellas. Que debe haber una trampa, un error, o que es un súbito golpe de suerte que no durará.

Se trate de un amor, de un empleo, o de cualquier cosa buena que pudiera ocurrirles, están más preocupados en desenmascarar a la realidad o en anticipar el fracaso, que en disfrutar lo que en verdad les sucede.

Dado que no se sintió identificado con esos casos, una pregunta más incisiva interpeló a Gabriel.

Él no estaba preocupado por el presupuesto, porque el dinero que le pedían era el mismo que había ofrecido por el fallido piso ocho. Sin embargo, su patrimonio y su nivel de ingresos no se condecían con vivir en el piso cincuenta de esas torres. Eso era para millonarios y Gabriel no lo era. ¿Estaría pretendiendo cagar más alto que lo que daba el culo?

Siendo honesto consigo mismo registró que él no había sido pretencioso, ofreciendo algo fuera de sus posibilidades. El acuerdo no se debía a una calentura suya ni a que se hubiera convertido en un ludópata que no podía bajarse de la apuesta. Simplemente había sucedido.

Sin embargo, la pregunta que le corroía el alma era cómo iría a hacer el día que tuviera que dejar aquél departamento. Eso iba a ocurrir inevitablemente dado que aquella propiedad estaba fuera de su alcance y lo seguiría estando dentro de dos años cuando venciera el contrato. ¿Renovaría el contrato una o varias veces? ¿No sería tirar el dinero? ¿Y si el propietario no quería? ¿Cómo haría para vivir en un piso más bajo, o peor aún, en un complejo más modesto?

La sola idea lo hizo suspirar. Supo que no iba a querer mudarse de ahí. También registró que era muy improbable que pudiera seguir en ese departamento muchos años.

Se preguntó si sería mejor rechazar aquella oferta tan buena y evitarse todos los problemas asociados que traería. Un saber popular sostenía que tener algo y perderlo era mucho peor que no haberlo tenido nunca. Bajo esa premisa, era mejor decir que no ahora.

Pero por el otro lado, rechazar la oferta era no animarse, echarse a menos. Si antes había decidido que el dinero a pagar durante un par de años le resultaba razonable; ¿por qué no avanzar ahora con más razón, dado que podría acceder a algo aún más lindo por el mismo precio?

Se imaginó viendo toda la ciudad y hasta el mar desde el piso cincuenta. Un escozor le recorrió el cuerpo. Se imaginó tomándose una copa de vino con aquella vista, teniendo una velada romántica con su novia, o presumiendo ante amigos.

Este último pensamiento le hizo recordar que ya había tenido una casa para mostrar y hacerse el importante, y que por razones que no había previsto había tenido que abandonar muy prematuramente.

«- ¿Qué preferís; una seguridad apacible, o algo maravilloso aunque sepas que lo vas a perder?», se preguntó.

La corrosiva interpelación que aplicaba tanto a un amor como a un viaje, a un negocio, o a este departamento en el piso cincuenta, le caló hondo. Su mente seguía depurando las preguntas. ¿Preferís quedarte como estás, o tomar lo bueno que te ofrece la vida aún sabiendo que lo vas a perder?

Aquél no era un interrogante de fácil respuesta. Por un lado, era obvio que vivir implicaba perder. Después de la mitad de la vida, era imposible que algún ser humano no hubiera experimentado pérdidas importantes, fueran estas sus padres, matrimonios, empleos, proyectos, salud.

Pero este caso se complicaba porque el probable sufrimiento futuro era en cierta medida, evitable. Podía elegir evitárselo.

Si la Cenicienta pudiera elegir y supiera que después de las doce y haber vuelto a su miserable vida, ningún príncipe vendría a buscarla; ¿elegiría igualmente ser una princesa provisoria, u optaría por evitarse la gloria efímera para preservarse del dolor del posterior anonimato y desgracia?

Yendo bien a fondo con su alma, Gabriel se dio cuenta que la pregunta clave era qué tan dispuesto estaba a soltar.

Se quedó pensativo largo rato, hasta asumir que su baja disposición a soltar había mejorado con los años.

Aunque no fuera budista, sabía que la raíz del sufrimiento humano era el apego. Y ser capaz de soltar era el mejor antídoto.

Pensó que la vida ya le había arrancado cosas más valiosas que un piso cincuenta. ¿Por qué no podría soltarlo? ¿Sería tan idiota de vivir en función de aquél penthouse? Él ya sabía que ese tipo de elecciones siempre arruinaban las vidas.

Decidido a seguir aprendiendo a vivir, se dispuso a firmar aquél contrato. Disfrutaría ese piso mientras lo tuviera, y continuaría disfrutando la vida cuando tuviera que vivir en un lugar más modesto.

Como decía Pablo de Tarso: «- puedo disfrutar de una buena cena y puedo pasar hambre». Toda una fórmula de vida.

Artículo de Juan Tonelli: El arte de soltar.

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