La persona que estaba realizando la presentación miró a sus interlocutores, para ver si alguien tenía alguna pregunta. Al silencio generalizado, siguieron los agradecimientos y saludos de ocasión, y la reunión finalizó.

Tan pronto el expositor se retiró, Bernardo, dirigiéndose al resto de participantes que aún estaban en la sala, dijo :

«- Cuando un encuentro es tan aséptico y formal y nadie te hace preguntas, podés estar seguro que te fue mal…»

La situación de aquella persona que había presentado los servicios de su compañía no era fácil. Se habían convocado a tres empresas para competir y cotizar, una de las cuales había pasado un mejor servicio y un veinte por ciento más barato. Así y todo, se les había solicitado a los tres concursantes que vinieran a presentarla.

En ese contexto, el primer expositor había sido el que había ofrecido las mejores condiciones, y los otros dos si bien tenían buenas propuestas, no alcanzaban a superar a quien sería el ganador. La idea de convocarlos a todos era darles una oportunidad de escucharlos, de interactuar, de que explicaran, para que la decisión no se tomara solo en base al proyecto presupuestado por escrito.

La última presentación, tan aséptica, movilizó a Bernardo. Se preguntó si el expositor no habría percibido que la falta absoluta de preguntas y de una reunión más abierta, eran un indicador muy negativo. Instantáneamente se dio cuenta que ese no era un escenario posible. El vendedor debía tener cabal registro de que las cosas no estaban yendo bien. Y si así era la situación; ¿por qué no había intentado abrir la reunión, generar un espacio para interactuar, tratando de enfrentar los problemas que se hacían evidentes?

Asumido que tanto silencio solo confirmaba un mal resultado, ¿por qué el expositor no se había animado a hurgar, a tratar de buscar una grieta por la cual entender qué estaba pasando para ver si podía encontrar una salida?

Bernardo recordó su propia historia de vida, cuando él era vendedor. Con ternura rememoró que él había estado en situaciones similares muchas veces.

En sus primeros años en ventas, su principal objetivo no había sido vender. Su desafío había consistido en no ser rechazado. Él vendía un producto bastante caro y muy específico, por lo cual la tarea comercial era difícil.

Para Bernardo, inconscientemente, dedicarse a ventas tenía algo vergonzante. Entonces necesitaba demostrar que estaba por encima de la situación, exhibiendo cierta indiferencia a que le compraran. No quería ser un mercader sino un tipo importante. Nunca se había preguntado demasiado de dónde habría salido la errónea idea de que vender era algo indigno. Como si vivir no incluyera estar vendiendo todo el tiempo las ideas y posiciones de uno.

Sin embargo, para protegerse de aquella indignidad, Bernardo había elegido el camino de no forzar, ni pedir, ni necesitar que le compraran.

Toda una postura existencial: como si alguien en un desierto mostrara desinterés por un vaso de agua fresca. ¿De dónde había salido la idea de que mostrarse interesado por aquella bebida vital era rebajarse? Se dio cuenta que más que un concepto aristocrático, era una idea estúpida, ya que todas las personas tenían necesidades.

En todo caso, una cosa era no mendigar -que aún en ciertas condiciones extremas podía ser necesario-, y otra distinta era vivir simulando una autosuficiencia que no se tenía.

El sistema de protección emocional de Bernardo se completaba con el armado de un discurso muy sólido, que recitaba ante los posibles clientes. El relato era tan bueno, que todos sus interlocutores lo escuchaban con ganas. Sin embargo, algo tan pulido y perfecto, no dejaba lugar alguno para la interacción. Algo que por otra parte, él tenía terror que ocurriera.

Los recuerdos se iban multiplicando y le servían como pistas de oro para conocerse a sí mismo.

Preguntarse por qué tenía pánico de que ocurriera alguna interacción lo llevaba directamente al núcleo del problema. Sentía un temor muy intenso a ser rechazado.

De nada servía racionalizar que en todo caso lo que sería rechazado era el producto y no su persona.

Acercándose en puntas de pie a su propio corazón, evocó los años que se comportó de esta forma. Visitó a miles de clientes con los cuales tuvo terror de interactuar. Solo les presentaba técnicamente el producto, haciendo un alegato fantástico de la empresa en la que trabajaba para salvar su honor, y retirándose satisfecho.

Se sorprendió al tomar conciencia que durante años, su actividad básica, más que vender, había consistido en escaparle al rechazo.

Como si fuera un detective, continuó indagando el por qué de aquél comportamiento.

Hizo un esfuerzo en rememorar lo que sentía durante aquellas gestiones de ventas. Recordó la cantidad de veces que había aceptado terminar una reunión formalmente correcta, pese a intuir que nunca habría una segunda oportunidad. Encuentros que finalizaban con una sonrisa educada y la palabra mágica para salir del callejón sin salida: «-nos hablamos».

Se preguntó por qué habría aceptado retirarse, fingiendo una tranquilidad que no sentía. Tal vez, porque lo más importante que buscaba era evitar la violencia de escuchar que el producto no era bueno, o que era caro. ¿Y acaso escuchar la mentira de «-nos hablamos» era menos dolorosa?

Bernardo percibió que dolía igual, aunque era menos violenta.

Diferir el rechazo y evitar la confrontación resultaba más suave que exponerse a ella. El problema, sin embargo, era que si existía un no, se podía tratar de entender y eventualmente corregir. En cambio, la mentira del «hablamos» sepultaba la última posibilidad de interacción que quedaba. Irónicamente, nunca más se volvería a hablar. ¿Entonces?

¿Por qué no exponerse y animarse a hablar de lo que pasaba, para tratar de encontrar una salida? Como una noria que siempre volvía al mismo punto, Bernardo sintió que el principio rector de aquella etapa de su vida era minimizar el dolor. Y con esa premisa, el «hablamos» que nunca se concretaría, era infinitamente menos doloroso que escuchar la verdad.

De poco importaba que una alternativa permitiera crecer y la otro no. Lo importante era escaparle al dolor.

Se preguntó si era tan grave o doloroso ser rechazado en una venta. Percibió que había una gran distancia entre lo que explicaba su mente y lo que expresaba su corazón. En el fondo, para él era grave.

Con sus emociones a flor de piel, recordó que esta conducta suya del pasado aplicaba a otras situaciones. Atento a que los seres humanos no son compartimentos estancos, se dio cuenta que el tema quedaba expuesto en todas las áreas de su vida. Tal vez la más evidente fuera la sentimental.

¿Cuántos encuentros con mujeres habían terminado con un «hablamos» que lo único que garantizaban era que nunca más volverían a hablar en toda la vida? Y si bien en este caso el asunto era más delicado porque si se profundizaba se corría el riesgo de ser rechazado como persona, era no menos cierto que su principal impulso había sido evitar el dolor.

Era mejor soportar el dolor de saber que no volvería a hablar con esa chica que le gustaba, a correr el riesgo de ser rechazado pero tal vez revertir la situación.

La mente de Bernardo regresó a la reunión. Se preguntó por qué alguien que sentía que estaba yendo directamente a un mal resultado, optaba por aceptarlo pacíficamente antes que intentar buscar una alternativa.

La única respuesta era el miedo al dolor. Sufrir en cuotas y gradualmente parecía mejor que percibir el dolor todo junto.

Y en donde la idea de que exponerse al sufrimiento, aunque fuera el único camino que permitiera encontrar una solución, era menos tolerable que terminar de aceptar una realidad peor pero dosificada.

Bernardo sintió compasión por su historia de vida y por la de la persona que se acababa de ir de la sala. Registrar que los seres humanos solían preferir que los mataran con silenciador antes que pelear por sus propias vidas le dio una extrema ternura.

Pensó en el misterio del corazón humano, y toda la delicadeza y comprensión que requería para ser abordado, tratado y ayudado a crecer. Una tarea difícil pero que bien valía la pena.

Artículo de Juan Tonelli: No hablemos de nada.

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