Vivimos con la exigencia de ser perfectos, correctos, satisfacer siempre a los demás. La llevamos a tal extremo, que nos ignoramos a nosotros mismos. Los demás terminan siendo más importantes que nosotros.

Aún si haberlo decidido, de tanto cumplir con los demás no podemos ni averiguar qué queremos hacer para cumplir con nosotros mismos. El primer paso es darse cuenta. Asumir que no somos un frontón, y que no vinimos a esta vida a satisfacer las necesidades de los demás. Y que lo que nosotros queremos es más importante que lo que esperan los demás. Tenemos que dejar de ser boy scouts para poder ayudar en los casos que valga la pena, sin por eso perdernos con nosotros mismos.

«Sos un frontón, que devuelve todas las pelotas. Eso está bien para una pared; pero vos sos un ser humano; podés aspirar a algo más. Por ejemplo, poder elegir cuál devolver y cuál dejar pasar».

La precisa observación del terapeuta lo hizo sentirse tan identificado que le provocó una sonrisa. Pensó en su imposibilidad de dejar de atender una llamada cualquiera a su teléfono móvil. Julián siempre debía responder. No tenía ningún margen interior de no contestar.

Aún llamadas de parientes y conocidos indeseables debían ser atendidas. No se podían evitar. El ritmo lo marcaba el otro ya que Julián no podía elegirlo, sino simplemente cumplir.

Se puso a reflexionar sobre esta situación. ¿De dónde surgía la imposición de tener que atender todas las llamadas, y de contestar todos los mensajes? Después de un rato, algunas pistas fueron surgiendo.

Por un lado sentía una especie de obligación de dejar siempre contentos a los demás. No podía frustrarlos, decepcionarlos. Tenía que ser educado, correcto,  atendiendo siempre todas las llamadas y solicitudes del que fuera. Devolver todos los mensajes que le dejaran. Una regla de hierro que prácticamente anulaba sus propias preferencias. ¿Qué pasaría si no contestaba?

Su primer sensación fue percibir un abismo. No tenía ningún margen para incumplir. Esa alternativa no existía entre sus posibilidades. En el caso que el que llamara fuera una persona interesada, o alguien con quien Julián no tenía una buena relación, daba lo mismo. Había que ocuparse del otro, atenderlo, ser correcto.

El mero hecho de pensar en no responder algunos mensajes le producía angustia. Él estaba educado para dar respuestas siempre. No hacerlo era defraudar, y él debía dejar a la gente contenta.

¿Y si eso entraba en conflicto con sus propios intereses? No encontró respuesta para esa pregunta, dado que en su historia de vida no había mucho lugar para sí mismo.

Pensar en no responder le resultaba intolerable. Simplemente no podía hacerlo.

La situación se agravaba en el caso de un familiar enfermo. Esa realidad justificaba que ciertos parientes pudieran llamarlo para contarle el último parte médico, alguna urgencia, o eventualmente informarle el fallecimiento. Por razones tan lógicas, Julián debía estar siempre listo. Un auténtico boy scout.

Como era natural, el pariente tardó varios años en morirse. En el interín, Julián atendió infinidad de llamadas de gente a la que hubiera preferido no atender, para que le hablaran de temas que no tenían nada que ver con la salud del pariente, y que no le interesaban en lo más mínimo. Su  permanente exigencia de no fallar, le impedía elegir con quién hablar. ¿No podrían dejarle un mensaje que él pudiera responder unos minutos o unas horas más tarde?

¿Tan importante era estar siempre al pie del cañón? ¿Se podía vivir toda la vida en estado de alerta?

Por otra parte, había otra faceta del mismo problema. Cada vez que la pantalla de su teléfono mostraba un número que él no conocía, también debía tomarlo. De poco importaba que resultaran ser promociones, vendedores de seguros, o gente a la que no soportaba.

Julián temía dejar de atender una llamada que justo fuera la oportunidad de su vida. Algún negocio genial, una oportunidad histórica. Así las cosas, atendía todas, sin poder elegir cuál tomar y cuál dejar.

Como era obvio, muy pocas valían la pena. La mayoría pasaban con más penas que gloria. Pero bajo la creencia de que se exponía a perder la oportunidad de su vida, vivía atendiendo cualquier cosa. Por más que razonara que si era algo importante lo llamarían nuevamente, o que siempre podrían dejarle un mensaje solicitándole que devolviera el llamado a un determinado número, a él le faltaba la tierra debajo de los pies.

Julián volvió a pensar en la idea del frontón. La realidad es que la metáfora era completamente cierta. Se sentía como una pared que estaba obligada a devolver todos los tiros. Por distintas razones, no podía elegir tomar unos y dejar otros. Debía contestar todos.

Esa pulsión por cumplir, por ser aplicado y correcto, por no perderse ninguna potencial oportunidad, lo lleva a no poder priorizar.

En los hechos, la realidad terminaba priorizando por él, y de la peor manera. El hecho que él quisiera responder todo terminaba poniendo en igualdad de condiciones a personas y situaciones con valoraciones muy distintas. Era frecuente que en su afán por cumplir con todos, terminara tratando a las apuradas o mal, a temas que le importaban mucho.

Finalmente tomo la decisión de ponerse en marcha. Julián quería empezar a elegir. Si bien eso no siempre era posible, él lo había llevado al extremo opuesto, habiendo renunciado inconscientemente. Al querer responder siempre, no podía elegir nunca. Una sola decisión, que afectaba todas las demás, anulándolas.

Como si fuera la recuperación de una adicción, empezó a apagar el teléfono de noche. Al principio le costaba mucho, temiendo que no lo pudieran ubicar en caso de urgencia. No sólo no se murió nadie, sino que lo único que pasó fue que su calidad de vida empezó a mejorar. Se reía al preguntarse cómo sería la vida antes de la existencia de los teléfonos móviles, o de los seguros de viajero. Se vivía igual, se viajaba sin cobertura pero sin problemas. Como si las nuevas necesidades crearan nuevos miedos.

Luego se propuso dejar de atender toda llamada que no reconociera. Esta decisión también fue muy difícil al principio, porque cada vez que su celular sonaba y él decidía no atenderlo, temía estar perdiéndose la llamada de su vida. En pocos días se dio cuenta que nada de eso sucedía. Por el contrario, las llamadas que se perdía, estaban bien perdidas. Y si había alguna puntualmente importante, siempre se podía recuperar.

Después de todo, no era posible vivir temiendo perder la oportunidad de su vida a cada instante.

Por último, tomó la decisión de dejar de atender a aquellas personas que simplemente no quería atender. Hacerlo le causó sentimientos contradictorios. Por un lado, la sensación de estar incumpliendo, de ser un maleducado. Pero en la medida que pasaban los días fue aprendiendo varias cosas.

En algunos casos, sus frustrados interlocutores se enojaban por no poder hablar con él, evidenciando que lo único que querían era que se les satisficiera un reclamo o necesidad. Esa situación ratificaba el rumbo decidido por Julián.

Después de todo, el no estaba para satisfacer todas las necesidades de los demás.

Sin embargo, lo más importante que fue experimentando con el correr de los días, fue una sensación de libertad. Poder elegir, poder decirle que sí a algo, llevaba implícito decirle que no a otras cosas. Julián, erróneamente, había creído que decir que no era algo negativo, básicamente porque producía sentimientos desagradables en los demás, o porque podía implicarle perder una oportunidad única.

Ahora comprendía que a veces estaba bien decir que no, y no por querer frustrar a los demás, sino por la simple razón que él no podía hacerse cargo de las necesidades de todo el mundo.

Por otra parte, si existía tal cosa como la oportunidad de su vida, probablemente la fuera construyendo a fuerza de muchas pequeñas decisiones en las que iría eligiendo, y no por responder a todo estímulo, incapaz de priorizar.

Pensó en los años que le había tomado aprender algo tan obvio. Los usuales.

Artículo de Juan Tonelli: Boy scout.

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