«- ¿Pero, y quién se hacía cargo de los chicos?»

El largo silencio que prosiguió a la pregunta de la terapeuta, dejó al descubierto un punto crítico. Jorge no tenía registro que sus hijos habían estado completamente abandonados. Y no se trataba de un abandono literal, sino de uno más sutil pero peor: el abandono emocional.

Por primera vez en su vida, se enteraba que había abandonado a sus hijos. Claro, en algún sentido era obvio que ni él ni su mujer los hubieran podido contener, cuando ninguno de los dos era capaz de contenerse a sí mismo.

Pensó en explicarle a la terapeuta que cuando su mujer viajaba por el mundo como una ejecutiva global, él se quedaba a cargo de los chicos. Afortunadamente no hizo falta quedar en ridículo porque percibió que el punto era otro. No se trataba de ver quién se ocupaba de lo operativo, sino de si había alguien a cargo de esos seres pequeñitos. Ella no preguntaba por el aspecto formal, sino por el fondo.

Dolorosamente, se dio cuenta que no había nadie a cargo. Y en cierto sentido era obvio; ninguno podía hacerlo. Tanto él como su esposa estaban librando sus propias batallas. Tantos mandatos que cumplir y múltiples mecanismos de supervivencia en el medio, no dejaban margen alguno para ver qué le pasaba a los niños, qué sentían, qué podían llegar a necesitar.

En las formas estaba todo bien: excelente colegio, niñeras varias, muchos juguetes y buenas vacaciones.

Pero era cierto: estaban abandonados, emocionalmente desamparados.

Jorge tragó saliva antes de responder lo único honesto que pudo balbucear: «-Nadie». Se le llenaron los ojos de lágrimas. La sabia terapeuta no quiso tapar con palabras el encuentro del paciente con su propio dolor que acababa de quedar expuesto. Él decidió sostener el silencio, confirmando su conciencia de lo sucedido.

El recuerdo de aquellos años tan críticos de su matrimonio, le inspiró compasión de sí mismo. Jorge, que se creía un padre ejemplar, venía a enterarse de lo que intuitivamente sabía desde hacía rato. No solo no lo había sido, sino que sus hijos habían estado abandonados. Por su mamá y por su papá, o sea él. ¿Cómo era posible que tanta presencia suya en actos, conciertos, reuniones de padres, juegos y otras yerbas, no hubieran significado nada?

Confrontado con la verdad, tuvo que asumir que todo eso había sido una fachada. Había hecho lo que se esperaba de él. ¿Quiénes lo esperaban? Tal vez su familia, la sociedad, la cultura. Nadie. Había hecho lo que se esperaba que hiciera, porque era incapaz de hacer lo que había que hacer. Era comprensible; siempre resultaba mucho más simple ocuparse de las formas que del fondo. Hacer como si.

Intentó mirar con compasión a su esposa. ¿A dónde había estado para no ser capaz de contener a los niños? Compasivamente, se dio cuenta que ella había estado escapándose de su pasado y de sus miedos más profundos. Librando sus propios combates como buena guerrera que era. No había lugar para sobrevivir y para dar calor. O se peleaba o se cuidaba.

Y no era cierto que trabajar era una forma de cuidar a los niños. La excusa del trabajo era la mentira más usada para que los hombres evitaran estar con sus esposas, y para que madres justificaran el abandono emocional de sus hijos. Después de todo, ¿quién se animaría a cuestionar al trabajo, si supuestamente venía a cubrir la primera de todas las necesidades, la del sustento? ¿Pero era cierto?

Pensó en sí mismo. El había estado igual de ausente. Lo suyo era una ausencia presente, como tantas. Como si fuera un holograma: la imagen estaba ahí, pero cuando uno la intentaba tocar, no existía. Era solo un efecto óptico. ¿Sus hijos habían tenido por padres a un efecto óptico? Las sucesivas preguntas parecían empujarlo a un abismo sin límite.

Trató de ir más atrás, entendiendo su propia niñez. Rápidamente comprendió que la historia se repetía más arriba como una suerte de cadena en donde todo estaba entrelazado. Ninguna casualidad sino todas causalidades.

Su propia madre había vivido toda su vida como una obligación. No había tenido margen alguno de elegir.

Toda una existencia haciendo lo que se esperaba de ella había generado el abandono emocional de sus propios hijos. Después de todo, cuando alguien se dedicaba a cumplir con lo que se esperaba, tenía pocas posibilidades de percibir lo que realmente sucedía. Tal vez pudiera registrarlo, pero sin ser capaz de ocuparse, por la cruel razón de que esa demanda no se encontraba entre las cosas que debía hacer. Y no era posible desviarse del camino trazado (por otros).

Recordó un diálogo con un profesor mayor, de quien había devenido en amigo, que al preguntarle la razón de su separación, la había sintetizado a dos palabras: «por inmaduro».  Jorge había quedado atónito al escuchar que aquél sabio de más de setenta años, pudiera haberse separado a los cuarenta años y con tres hijos en su haber, por inmaduro. En ese momento se había preguntado a qué edad madurarían las personas. Ahora, estaba registrando que él con sus cuatro décadas, era igual de inmaduro. Incapaz de contener a sus hijos y para peor, ni enterarse.

«- ¿Qué piensa?», preguntó la terapeuta después del largo silencio.

Jorge, conmovido, habló lentamente: «- que es verdad que mis hijos estuvieron abandonados. No pude. Tengo que hablar con ellos y pese a que todavía son chicos, intentar explicarles. Pedirles perdón. Dejar que el eventual dolor de ellos, salga. Aguantarme las consecuencias de mis errores, sin especular con que el perdón arregle todo. Tal vez tenga que cargar ciertas secuelas toda mi vida.»

«- La verdad es que no pude», continuó. «No tenía con qué. Si no podía conectar con mi mismo; ¿cómo iba a poder conectar con ellos? Sino podía contenerme ni a mí mismo; ¿cómo iba a poder contener a otra persona? Y esto no es un justificativo. Es solo un intento de comprender qué pasó.»

Recuperando una sonrisa que denotaba esperanza, concluyó: «- lo importante es lo que pueda hacer de hoy en más. No para subsanar el pasado, que está muerto. Pero quiero construir un presente y otro futuro. Anhelo dejar de ser un progenitor para convertirme en un padre. «

«- Dejemos acá», sentenció la analista.

Artículo de Juan Tonelli: Holograma.

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