«Lo que separa esta vida de la eternidad no es la muerte si no el amor.» La frase, dicha para empezar las breves palabras del responso, lo sacudieron. Carlos se encontraba parado frente al cajón de su padre, en el anacrónico lugar que era el cementerio. Las bóvedas de mármol circundantes, sólo servían para evidenciar aún más la impotencia humana ante el misterio de la muerte.

En aquél contexto, las palabras del sacerdote calaron hondo en su ser. Escuchar que se podía ir más allá de la vida, con algo tan simple como el amor, captó su atención. Después de todo, no parecía una indicación difícil de ejecutar.

Durante décadas, Carlos había escuchado y escuchado el mensaje evangélico de «amar al prójimo,» sin poder internalizado. Para él, el amor era lo que transmitían sus padres cuando era niño. O lo que podía sentir al enamorarse o al tener un hijo.

Era una de esas cosas que se decían, se comprendían, se repetían, pero que en el fondo, no se conocían seriamente, ni mucho menos se vivían.

La sociedad definía a la felicidad como unas vacaciones en una playa paradisíaca, o a tener un trabajo en el que se fuera muy exitoso. También podría tratarse de una familia sonriente en una casa con jardín y perro labrador incluido.

La idea del amor, en cambio, se sintetizaba como el apasionado beso de alguna película. Y en un plano menos romántico y más filial, una mamá sonriéndole a su bebé, o alegrándose al ver a su hijo dar sus primeros pasos. Todas imágenes en el fondo, publicitarias. ¿Cuál sería el amor real?

Todas esas fotografías eran representaciones de felicidad exhibida, pero Carlos no estaba tan seguro que fueran muestras de felicidad verdadera. Podía serlo en el caso de los hijos, resultaba algo más incierto en el apasionado beso del romance, y difícilmente lo fuera una playa paradisíaca.

Por otra parte; ¿cuál podía ser el sentido de amar en una sociedad tan agresiva como ésta?

Más allá que los seres humanos presumieran de racionales y espirituales, las mayores crueldades y atrocidades de la naturaleza nunca eran las de un león matando a un impala o la de otro animal alimentándose de su propia cría. Se trataba de hombres que mataban por matar, torturaban, o simplemente robaban cuantiosas cantidades de dinero disfrazados de empresarios o de políticos, sin advertir las inmensas masas de personas incapaces de cubrir sus necesidades básicas.

Carlos ya venía sensible con el tema porque hacía tiempo que su maestro le insistía con que uno venía a esta vida a aprender a amar. El concepto le sonaba razonable, especialmente por la idea de aprender. De hecho, él no sabía hacerlo. Y hasta hacía poco tiempo atrás, ni siquiera estaba entre sus inquietudes.

Los hombres estaban preparados para la guerra, para la pelea, para la caza. No para amar. Las mujeres tenían una conexión más biológica con el amor, por el hecho de parir y conectarse con el bebé. Aunque también, a la luz de esa condición privilegiada, solían cometer horribles manipulaciones y abusos afectivos de todo tipo.

Mientras el responso seguía su curso, Carlos repasó los últimos tiempos con su padre. Aún dentro de las habituales limitaciones emocionales que caracterizaban al género masculino, ese vínculo había conocido muchos encuentros.

Para él, ese momento sagrado era cuando dos almas se aproximaban y confluían. Respetando la libertad del otro, sin pretender cambiarlo ni mejorarlo, solamente gozando el poder compartir. Y en donde ambas personas ponían en juego todo lo que tenían y no sólo aquello que les convenía. Por lo general, esta última era la opción más común, sin registrar el alto precio que se pagaba por los vínculos de conveniencia, los cuales siempre obturaban al amor.

Recordó cuando su hija adolescente, enterada de que a su abuelo le quedaban pocos días de vida, había querido ir a despedirse aunque él estuviera inconsciente. Con sus trece años, era el primer contacto real que ella tenía con el misterio de la muerte. Al pararse frente a la cama, entre lágrimas, ella había evocado lindos recuerdos y le había repetido varias veces que lo amaba mucho y que lo iba a extrañar.

Aunque su abuelo por estar inconsciente había sido incapaz de contestar, su nieta había experimentado una enorme paz al poder llorar y expresarle todo lo que lo quería. Mientras, Carlos la abrazaba paternalmente y más allá de la emotividad inherente a un momento así, percibía ese sentimiento de unidad que según el sacerdote separaba a la vida de la eternidad.

Sintió amor por su padre, aunque él no estuviera consciente. Sintió amor por su hija y por todo lo que ella estaba expresando. Pero sintió un amor especial por la vida al estar experimentando ese momento.

¿Qué era el amor sino poder compartir la vida misma, encontrándose con el otro, con lo que cada uno tenía, y en libertad?

Inspirado por ese pequeño milagro, Carlos le propondría a su madre y hermanos encontrarse al día siguiente, para juntos despedirse de su padre. Pese a estar inconsciente todavía estaba con vida. Bastó que llegaran todos para que pocos instantes después, muriera. Como si hubiera estado esperando a que su familia estuviera toda reunida para poder partir.

El momento había sido tan pacífico como conmovedor. Que su mujer y sus hijos estuvieran al lado suyo cuando él moría, movilizaría a fondo a cada uno de los presentes.

Nuevamente, Carlos había podido percibir el amor. El de la vida, el de poder compartir el camino sin guardarse nada. Compartir, encontrarse.

Ahí estaba el único mandamiento que Dios le había dado a los hombres para lograr la vida eterna. Tan próximo y sin embargo, tan inaccesible. ¿Sería porque los seres humanos estaban convencidos que no produciría los resultados deseados? ¿O se trataba de que el mejor lugar para esconderle algo a los hombres era su propio corazón, dado que nunca buscaban ahí?

Amar, encuentro verdadero sin condiciones ni ocultamientos, compartir. Casi antónimos de lo que las personas hacían cada día para intentar ser felices: competir, manipular, vencer, salvarse solos y a cualquier precio, acumular, exigir en vez de dar.

Los resultados no podían ser más evidentes. Y sin embargo los seres humanos insistían en el camino equivocado. Como para que no quedaran dudas, las palabras finales del responso fueron lo contundentes:

«La finalidad de la vida es amar. ¿Qué es lo que te hace verdaderamente feliz? Amar. ¿Cómo se hace para crecer? Creciendo en la calidad del amor.»

Artículo de Juan Tonelli: Felicidad exhibida y felicidad real.

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