Una cosa es hablar de la muerte y otra muy distinta es morirse.

La frase no podía ser más genial. Una síntesis perfecta de la distancia entre el pensar y el sentir. Y que en el caso puntual de la muerte, era un abismo. Julio había repetido esa sabia idea hasta el cansancio. Pero ahora era distinto; le tocaba vivirla.

La vista desde el último piso de aquella torre, era imponente. La ciudad se divisaba a los pies, generando una sensación de omnipotencia. Todo tenía una perspectiva, una distancia, que transmitía perfección. Desde las alturas, todo parecía sereno, armónico, profundo No había vestigios del ritmo frenético que los humanos tenían allá abajo.

Julio trabajaba con su computadora cuando súbitamente sintió una sensación extraña. Durante una fracción de segundo creyó que no se sentía bien. Pero ante la persistencia de las señales que le enviaba su sistema de equilibrio no tuvo más remedio que confirmar lo peor: estaba ocurriendo un sismo.

El sentimiento de vulnerabilidad que lo invadió fue atroz. El fin estaba ahí nomás. Percibir que la imponente torre en la que se encontraba era un flan, fue sólo el principio de una gran angustia. Su instinto de supervivencia se activó inmediatamente, sin dejar una sola célula de su organismo sin notificar.

Con un sentimiento de muerte, Julio se paró, tomó su laptop y se dirigió hacia la salida. ¿Habría algo más absurdo que intentar llevarse su computadora? ¿O sería que todavía tenía fe de que el terremoto pasaría?

Su primer reflejo fue intentar llegar a la calle. No quería morir dentro de en un edificio vidriado que se derrumbaba. Jugado por jugado, prefería terminar su vida aplastado por los escombros de las escaleras.

Sin embargo, la empleada del centro de negocios del hotel en que se encontraba lo frenó, explicándole que debía quedarse inmóvil y sereno hasta que el sismo pasara. ¿Pasaría?

Julio la miró escéptico, pero la confianza que transmitía aquella mujer lo detuvo. Mientras ella le explicaba que el edificio tenía sistemas hidráulicos antisísmicos, él tuvo registro de que todavía no estaba tan desesperado. De lo contrario, la hubiese empujado y seguido adelante.

El terremoto continuaba su ciclo, funcionando como si fueran oleadas que llegaban, se quedaban unos instantes, y luego continuaban su camino.

En su estado de alerta máxima, no existía noción de tiempo. Pensó en desobedecer a la empleada y correr hacia las escaleras. Su único objetivo sería bajar las decenas de pisos y salir de aquél edificio que ya empezaba a sentir como su ataúd.

Toda la tranquilidad que experimentaba pocos instantes atrás, había quedado pulverizada. Sentía terror que el edificio se fracturara y la parte más alta en la que él se encontraba, se desprendiera. Imaginó la agonía de estar cayendo al vacío dentro de un meteorito de cemento y vidrio que finalmente se estrellaría contra el asfalto.

Ráfagas de imágenes y pensamientos arrasaban su mente. ¿Volvería a ver a su mujer y a sus hijos? ¿Para qué se había esforzado tanto en su vida, si al final, moriría de esta manera absurda e improbable? Recordó la metáfora bíblica en la que un Dios riguroso reprendía a un hombre por haber acumulado tanto, y le informaba que la vida le sería quitada aquella misma noche por insensato.

Que las mareas sísmicas no se detuvieran le provocaba una sensación ambivalente. Por un lado, ese eterno buscador de seguridades que era el cerebro humano, concluía que si seguían pero no empeoraban, finalmente terminarían.

Simultáneamente, su hemisferio izquierdo, hacía la pregunta inquietante: ¿Desde cuándo el pasado servía para prever el futuro? Si bien era claro que la experiencia era muy valiosa, no garantizaba nada.

En este caso, no existía ninguna certeza que otra oleada más fuerte terminara derrumbando la torre y condenándolo a una muerte segura. Es más, el destino podía dar una de sus habituales muestras de cinismo y hacer creer que todo había pasado, para luego reaparecer con una oleada final de muerte y destrucción.

En segundos que parecieron eternos, el corazón de Julio conoció las más disímiles y contradictorias emociones. Desde la típica pregunta humana de porqué a mí, hasta el inevitable balance de su vida.

Tener las cuentas en orden implicaba la certeza que sus afectos importantes supieran que él los amaba,  que no tenían ninguna palabra por decir, ni ningún asunto pendiente.

Mientras podía escuchar los latidos de su corazón funcionando a todo vapor, la vida se le mostraba con la misma perspectiva que ofrecía aquella torre. Con la muerte ahí al lado, lo único importante era el amor. Todo lo que habitualmente difería o ignoraba por sus vacías ocupaciones, cobraba una inusitada importancia.

En este momento de nada servía el prestigio, el dinero, el poder. El contraste entre el poder de la naturaleza y el humano no podía ser más brutal. ¿Cuál podía ser la utilidad de los poderes de los hombres, en una torre con cimientos de gelatina? En cambio, aunque el amor y las cuentas en orden tampoco le evitaran la muerte, al menos le aportaban paz.

El epicentro del sismo de 6.6 en la escala de Ritcher había ocurrido a 300 km de donde Julio se encontraba. Los coletazos habían sacudido la ciudad y especialmente su ser. Sin embargo, la esperanza de que aquella experiencia de muerte le transformara su escala de prioridades, duró poco.

Algo similar a lo que le ocurría a los pacientes cardíacos quienes después de un infarto se convertían en buenos alumnos. Por un tiempo comían sano, hacían ejercicio y dejaban los malos hábitos de lado. Pero sólo por un tiempo. Después de un año casi todos volvían imperceptiblemente a las andadas, viviendo de la misma manera que los había llevado a infartarse. ¿Tan duro era el ser humano para aprender, que ni siquiera la experiencia de muerte era suficientemente transformadora?

Esa parecía ser la historia del hombre. Pasar su vida ocupado por cosas poco importantes, mientras lo valioso esperaba ahí, indefinidamente. ¿Sería que los seres humanos necesitaban sismos más fuertes? Si una experiencia tan intensa era insuficiente; ¿qué se necesitaba para ser capaz de aprender?

Julio tomó conciencia que a veces la vida debía destruir, para permitir que desde los escombros se pudiera construir algo nuevo. La temida y dolorosa devastación terminaba siendo la única oportunidad existencial de aprender a vivir.

Artículo de Juan Tonelli: Sismos.

Sismos

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