La imagen que le mostró la terapeuta parecía hecha a su medida. En ella, una mujer hermosa alzaba a un niño. Con el otro brazo sostenía un espejo de mano en el cual se miraba. A sus pies, otro niño más pequeño le agarraba el vestido largo como queriendo llamarle la atención.

La terapeuta se dispuso a explicarle a Mariano la simbología, que era bien simple. «- Tu madre tiene alzado a tu hermano, el que es el importante. Sin embargo, no lo mira. Ella solo se observa a sí misma, en el espejo. Por último, vos sos el niñito que está en el piso, tirando el vestido de la mamá para ver si lo miran, cosa que no ocurre».

Mariano se sintió fuertemente identificado; era la historia de su vida.

Trató de suavizar la situación de su madre, alegando que ella no era una narcisista que vivía mirándose al espejo o alguien a quien lo único que le importaba era ella misma. La terapeuta, aunque compasiva, no concedió. «- Que no se mirara al espejo o que no fuera el centro del mundo, no evitó el problema. Lo decisivo fue que por su propia historia de vida, fue incapaz de mirarlos a ustedes.

Eran tantas sus propias llagas y mutilaciones emocionales que no había lugar para ver a dos niños, percibir qué les pasaba».

Mariano se quedó en silencio, masticando las quirúrgicas palabras que acababa de escuchar. La terapeuta prosiguió: «- El importante era tu hermano, el que estaba alzado. Como sucede casi siempre con los primogénitos. Es en quienes se depositan todas las esperanzas. Y ojo que esos chicos no la tienen nada fácil en su vida. Para empezar, porque pese a ser los elegidos y estar alzados, tampoco los miran.

No lo ven a él, solo la imagen que quieren recibir de él. Pobrecito…» completó después de un largo suspiro que permitía inferir todo el sufrimiento emocional que tendría aquél niño pese a haber sido el elegido.

A la mente de Mariano vino por enésima vez la imagen de la mesa familiar. Todos reunidos en el almuerzo dominical, y el que sobresalía era su hermano, que con sus conocimientos capturaba la atención de todos los adultos. Nadie hablaba excepto él, que en un diálogo de gigantes discutía de igual a igual con su abuelo, el patriarca de la familia.

En aquella mesa no había lugar para Mariano. Nadie lo miraba. Pasarían pocos años para que él le encontrara la vuelta al problema. Su mecanismo para sobrevivir sería volverse exitoso.

Con muy pocos años de edad Mariano descubriría que ganar medallas de oro en el colegio o en el deporte -los dos ámbitos en los que podía competir y destacarse-, le permitirían llamar la atención de sus padres y de toda la familia. Y si bien esa atención duraba pocos instantes, tenía un poderoso efecto residual que era el de ser respetado por todos. Él no decía cosas tan interesantes como su hermano, pero los logros hablaban por sí mismos. Como si ganar medallas de oro fuera un tributo que tuviera que pagar para poder ser parte, para ser registrado, para existir.

Con los años, aquél pobre esquema relacional en vez de diluirse se consolidó. Para peor, Mariano registró que a resultados extraordinarios, atención extraordinaria. De ahí a que soñara con ser presidente había un solo paso. Y por suerte que el planeta tierra no tenía presidencia, porque sino hubiera peleado por ella.

Obviamente, era incapaz de percibir la pobreza de aquellos vínculos que en el fondo, no eran más que un rudimentario intercambio. Tardaría años en comprender el amor porque durante décadas, para él sólo sería algo a ser obtenido, a merecer, a comerciar. «Te doy esto, me das aquello.»

Después de brindarle a Mariano unos instantes para asimilar aquellas verdades, la terapeuta prosiguió: «- Todos venimos del desamparo; ni aún los padres más perfectos pueden darnos el amor y la protección que necesitamos. Aunque por lo general, tenemos padres que están bien lejos de la perfección. Sus propias heridas y desamparos los lleva a que tengan muchas dificultades para mirar a sus hijos, ver qué necesitan, darles todo el amor y contención que requieren. Y ese círculo vicioso se va repitiendo a través de generaciones salvo que uno pueda cortarlo con padres jóvenes que se enteran de sus propias heridas y abandonos, y una vez sanados, tomen la firme determinación de no repetir historias de dolor con sus hijos.»

Mariano escuchaba con la mirada perdida, ya que su corazón y su mente seguían procesando su propio dolor. En este momento a él no le interesaba el dolor de el hombre. Le preocupaba el dolor de este hombre. Su dolor, no el del género humano.

«- Tu mecanismo de supervivencia fue no intimar con el otro. Como cuando te acercaste no te recibieron y saliste herido (el caso de tu madre), optaste por no acercarte nunca más a nadie. Preferiste refugiarte en tu soledad que exponerte a un vínculo. Te aliaste y retroalimentaste de tu aislamiento para obtener logros. Pero es un modelo muy exigente y sobre todo, muy pobre. Ahí no hay encuentro y por ende no hay paz. Las únicas relaciones que conocés son aquellas que hay que sostener. Como no va a gustarte la soledad…. si en el fondo, es el único momento en que no tenés que estar empujando ni sosteniendo nada. Es cuando podés ser vos…»

Mariano estaba callado, conmovido por lo que escuchaba y por empatizar con aquél niño desamparado.

Como todo ser humano, no había tenido las condiciones emocionales para sobrevivir, por lo cual no tuvo más remedio que inventárselas. El tema es que lo que podría haber estado bien para una emergencia se había convertido en un estilo de vida.

Recordó aquella arenga de Anthony de Mello en la que provocaba diciendo que las personas eran como un auto que se rompía y al cual había que empujar hasta el taller. El problema era que después de llegar, en vez de arreglarlo y salir andando, las personas asumían que la única manera de andar era seguir empujándolo. Y así se pasaban toda la vida haciendo fuerza. En realidad, lo que necesitaban era un mecánico, un experto que arreglara el motor para no tener que pasarse la vida empujando. A su entender, arreglar el motor era despertar, tomar consciencia.

La pregunta de Mariano resultó inevitable. «- ¿ Y qué hago con todo esto? ¿Cómo corto esta matriz que además de ser cansadora, produce tanto aislamiento e infelicidad?»

«- Lo primero que tenés que hacer es enterarte», señaló con dulzura la terapeuta. «- Tenés que ver la realidad tal cual fue y no como a vos te la contaron o como te hubiera gustado que fuera. Verla tal cual es lleva implícito confrontar un dolor grande, el del desamparo que tuviste. «

«- Después, tenemos que comprender cuáles fueron esos mecanismos de supervivencia que desarrollamos ya que suelen ser muy dañinos tanto para nuestro entorno como para nosotros mismos.» Mientras Mariano asentía con la cabeza, la terapeuta prosiguió.

«- Tal vez una de las partes más difíciles sea comprender que todo ese desamparo y falta de comprensión fue lo mejor que nuestros padres pudieron darnos. Por más que haya sido muy poco, por sus propias heridas e historia de vida, no pudieron hacerlo mejor.

Cuando uno puede ver la realidad tal como fue, sin negarla ni pasteurizarla, da el primer paso para la sanación definitiva, que consiste en poder soltar el pasado, dejarlo en paz. Si lo negamos o edulcoramos, volverá una y otra vez. Si lo reconocemos tal como fue, se sosegará y por primera vez podremos elegir dejarlo atrás.

Pero para eso necesitamos reconciliarnos con nuestros padres y con nuestra vida. Solo así podremos seguir adelante. Recién entonces podremos conocer de verdad lo que es el amor. No es posible amar mientras uno está condicionado o atado por su historia. Es imprescindible sanarla para poder dejarla atrás. Y así poder amar, que es lo único a lo que venimos a esta vida.»

Después de un largo silencio, Mariano conmovido le agradeció, se paró y se fue.

Artículo de Juan Tonelli: Invisible.

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