«-¿Y encontraste algún rasgo distintivo en las personas que se están muriendo?» preguntó Gonzalo, quien había llegado al consultorio de aquél especialista en pacientes terminales, en medio de la crisis más grande de su vida. Confiaba en que la técnica terapéutica de simular que uno estaba en el último año de su vida podría ayudarlo. Mas allá de estar inspirada por el maestro indio Rajneesh -más conocido como Osho-, le había parecido interesante la unidad de tiempo.

Muchas veces había pensado en cómo viviría el último día de su vida. El problema es que al ser tan poco tiempo, no daba para mucho: estar con los seres queridos, hacer alguna de sus cosas favoritas, comer el plato preferido y listo. En el fondo, el ejercicio no servía en lo más mínimo para poder ver otra perspectiva de la vida y, mucho menos, enseñar a vivir.

La mente humana, que solía pasar de un extremo al otro sin poder quedarse en los puntos medios, volvía al modo normal de funcionamiento, creyendo que la vida era eterna. Hasta los cuarenta, las personas realmente se creían inmortales. Después de esa edad y con los primeros achaques y las inevitables pérdidas, empezaba a asomar un registro de finitiud.

Sin embargo, en la praxis, todos seguían viviendo como si no se fueran a morir nunca. Y ese era justamente el problema. Visualizarla como algo remoto no servía para que las personas reordenaran sus prioridades y aprendieran a vivir.

Un año, en cambio, parecía ser un lapso interesante. Era una unidad de tiempo en la que se podía hacer muchas cosas. Estar con los seres amados, viajar, pero también tratar de encarar algún proyecto deseado y postergado. Aún cuando no se pudiera terminarlo, el mero hecho de no diferirlo más ya aportaría mucha felicidad.

Con esos pensamientos Gonzalo había aterrizado en el consultorio de Hugo, dispuesto a participar en un grupo terapéutico cuyos integrantes simularían que les quedaba un año de vida. Se reunirían mensualmente y compartirían experiencias acerca de qué les iba pasando y qué decisiones tomaban en la medida que la cuenta regresiva progresaba.

La respuesta que el terapeuta le dio a Gonzalo terminó de confirmarle que valía la pena inscribirse. «- En cuarenta años de acompañar a pacientes terminales he aprendido que las personas que se están muriendo tienen un rasgo central. Se vuelven sinceras. Transparentes como si fueran de cristal. Y se entiende: ya no tienen nada que sostener…»

Gonzalo se sintió conmovido por la respuesta. Casi que anheló ser un paciente terminal. Volverse sincero, transparente, sin tener nada que sostener, nada que aparentar, nadie a quien impresionar. Qué placer.

Siempre le había llamado la atención las películas en las que moribundos abrían el puño, aflojaban la cabeza o la mirada, evidenciando que acababan de morir. Esas escenas mostraban a la muerte como la relajación final, definitiva. No había más vida, pero tampoco tensiones. Gonzalo anhelaba que ambos términos no estuvieran asociados. Que fuera posible vivir, sin tensiones.

Imaginó que si se estuviera muriendo, no tendría sentido seguir esforzándose tanto para ser buen alumno. Ni con su mujer, ni con sus hijos, ni en su trabajo, ni en nada. Finalmente, podría ser lo que era. ¿Pero era necesario estar muriéndose para vivir así? ¿No se podía tener ese conocimiento o esa decisión antes, para vivir más libremente sin tener que llegar al borde de la muerte?

Gonzalo, cuya crisis abarcaba todas las áreas de su vida, confió en que ese ejercicio terapéutico le sirviera para encauzar un poco su existencia. Aprender a vivir de una buena vez. ¿Se podría? ¿O la universidad de la vida no permitiría atajos ni rendir materias libres?

Parecía como si los seres humanos estuvieran obligados a cursar todas las asignaturas que debían aprender. No se las podía acortar ni mucho menos saltear. Aquellos temas que cada persona debía incorporar serían aprendidos con sangre, sudor y lágrimas.

Y esto era exactamente lo que Gonzalo buscaba evitar.  El quería aprender sin costos, por no decir aprender si sufrir. Por esa razón se anotó inmediatamente. El curso se fue desarrollando en forma interesante y el grupo se reunía con el terapeuta una vez por mes para ir compartiendo experiencias.

Más allá de que cada uno hubiera descrito su estado al comenzar, mes a mes se contaban cómo evolucionaban y qué decisiones tomaban en la cuenta regresiva de vida que aquél ejercicio proponía.

Para cuando estaban en la mitad del proceso Gonzalo decidió abandonar el grupo. La razón era clara. La experiencia de la muerte, al igual que la experiencia de vivir, era imposible de ser recreada. Por más ejercicios que hiciera, su espíritu sabía que no le quedaba una año de vida, sino probablemente muchos más. Eso signaba fuertemente su tránsito y el ejercicio en sí, dado que al no experimentar en carne propia el fin de su vida, no sufría transformación alguna.

Así como nadie podría disfrutar de un plato exquisito con solo leerlo en el menú, Gonzalo tampoco podía sentir que se estaba muriendo cuando eso no estaba ocurriendo.

Ya lo había dicho Borges: «una cosa es hablar de la muerte y otra bien distinta es morirse». Él sentía que solo estaban hablando de la muerte. Y eso no solo que no le servía para volverlo más sincero y desapegado, sino que no conducía a ningún lado.

Gonzalo se preguntó si podría hacer algo para catalizar esa experiencia. El quería un cambio real en su vida. ¿Cómo podría desencadenarlo? ¿Jugar a la ruleta rusa? La legendaria prueba de tomar el revólver, colocar una sola bala en el tambor que contenía seis lugares, cerrarlo y hacerlo girar. Luego, apoyarlo en la sien, hacer una pausa y repasar la vida completa.

Las chances de que al apretar el gatillo, la única bala que estaba en el tambor fuera amartillada y le volara la tapa de los sesos era del dieciséis por ciento. Saber que eso era posible resultaba una experiencia concreta de muerte. Si él no estaba dispuesto a disparar, la vivencia de la muerte no existiría. Y si estaba dispuesto a correr ese riesgo había dos alternativas: perder la vida, o más probablemente, seguir viviendo.

La pregunta era si en caso que sobreviviera a aquella prueba, incorporaría la vivencia de la muerte y viviría de ahí en más, con otra perspectiva. Tuvo serias dudas. Después de todo, no era más que un instante de riesgo mortal, que de ser atravesado lo colocaría nuevamente en la orilla de las personas a las que la muerte sería algo remoto. Y así se pasaban la vida corriendo atrás de espejismos, creyéndose eternos.

Vino a su mente las geniales palabras del divulgador científico Carl Sagan quien después de haberse recuperado de un cáncer, había dicho: «la experiencia de muerte es inmensamente valiosa. Es algo que, a no ser por los enormes riesgos que conlleva, le recomendaría a todas las personas».

Resultaba obvio que «a no ser por los enormes riesgos que conlleva» eran las palabras claves. ¿Valdría la pena poner en riesgo la vida para aprender a vivir mejor? Imaginó las consecuencias de que ese dieciséis por ciento de probabilidades resultara elegido por el azar. Definitivamente no podía correr ese riesgo. Dejar a su familia desprotegida no justificaba aquél aprendizaje. Tenía tantas cosas por enseñarle a sus hijos, tantos abrazos por darle a ellos y a su mujer y tantas buenas y difíciles vivencias por vivir, que la ruleta rusa no podía ser una alternativa.

Pensó en volverse sincero, entendiendo que eso significaba mucho más que no decir mentiras. Era ser auténtico, conectar con lo que uno era. Era encontrarse con los demás sin tener ningún otro objetivo más que el compartir, tener comunión.

Se imaginó sin tener que sostener nada. No tenerle miedo a la verdad profunda de uno, y poder ver a los demás tal cual eran. ¿Por qué sería necesario estar parado al borde la muerte para recién aprender a vivir? Buena paradoja. Como si fuera cierta la frase del poeta que decía que todos los incurables tenían cura cinco segundos antes de la muerte.

La frustración que sintió al comunicarle al terapeuta que abandonaba el grupo migró hacia la esperanza. Una vez más, no había logrado lo que quería. En este caso y por más obvio que resultara, no era posible aprender a vivir sin vivir. Esa tarea le tomaría toda la vida. Por lo cual, ya que el viaje y el aprendizaje probablemente fueran largos, decidió ponerse cómodo, relajarse un poco.

Por último, se dio cuenta que el fallido proceso le había dejado una enseñanza no menos importante: la dirección en qué moverse. La de volverse sincero y sin nada que sostener.

Artículo de Juan Tonelli: De brújulas y atajos .

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