Cuando la trompa del Ferrari apenas asomaba en la recta del autódromo, el piloto de carreras que estaba a su lado, le dijo: «-pisá a fondo».

Lalo le hizo caso y los 580 caballos de fuerza rugieron como si fueran animales reales. Su espalda se incrustó en el asiento y sintió una fuerte presión en el pecho mientras el auto salía disparado.

Cinco segundos después se venía la curva encima y Lalo, prudentemente, sacaba el pie del acelerador y frenaba con fuerza para asegurarse que el auto no despistara. Después de un par de vueltas de reconocimiento, fue tomando confianza.

Cuando el Ferrari volvía a entrar en la recta principal, su entrenador le dijo que esta vez, pisara el acelerador a fondo, pero en la punta, arriba de todo. Ahí el auto descargaba toda su potencia. Lalo lo hizo y la fuerza G lo aplastó en el asiento mientras el rugido del motor parecía el de un león furioso.

La recta pasó más rápido y Lalo, temiendo despistar, piso el freno para asegurarse de meter el auto en la curva. El piloto lo corrigíó, explicándole que había frenado antes de tiempo. ¿Habría sido medio segundo? ¿O menos?

Mientras Lalo seguía circulando a la máxima velocidad que podía, el instructor le enseñaba que el tema consistía en ir a fondo hasta último momento. Recién ahí y antes de doblar, había que pisar el freno a fondo, para no tomar la curva doblando. Pero apenas entrado en la curva era necesario acelerar nuevamente para sacar al auto.

En la medida que iban pasando las vueltas Lalo recorría el circuito cada vez más rápido. Nunca hubiera imaginado que correr autos de carrera fuera una tarea que requiriera tanta precisión.

Como siempre pasaba con lo que no se conocía, se pensaba que era fácil. Ya sabía por experiencia propia, que manejar rápido era mucho más que pisar el acelerador. Eso lo hacía cualquiera. En cambio, doblar o frenar a altas velocidades, era para pocos.

Sin embargo, nunca se le había ocurrido que era necesario poner el cambio justo en el momento correcto, o tener que frenar en el último instante posible para aprovechar la máxima velocidad, una fracción de segundo más. Lo que parecía insignificante en una curva, hacía sentido en una vuelta completa, y era mucho tiempo en una carrera de 70 giros. Que micro ventajas se convirtieran en grandes diferencias le parecía más propio del ajedrez que de las carreras de autos. Y sin embargo, la vida siempre solía repetirse.

Una vez más, Lalo se encontraba llegando con el tiempo justo. Caminaba por el pasillo a paso muy rápido, para asistir a su clase de yoga. Todo un contrasentido.

Si era cierto aquél refrán de que el diablo había inventado la prisa, él o bien era el diablo mismo, o era su principal colaborador. Toda una vida apurado. ¿Para ir a dónde?

Muchas cosas que hacer. Demasiadas. Siempre.

A los veinte años, mientras estudiaba, trabajaba, tenía novia y hacía música, un día le había ocurrido un hecho que, a no ser porque le había pasado desapercibido, sería revelador.

Caminaba bajo una lluvia torrencial para no llegar tarde a su clase de la facultad, cuando vio unas personas refugiadas debajo de la marquesina de un kiosko. Eran varias, algo apretujadas, y de variadas edades. Él las miró con una mezcla de desprecio y envidia. ¿Un poco de agua las detenía? Aunque también anhelaba no vivir todo el tiempo tan exigido. Rápidamente se dio cuenta que para poder esperar a que parara de llover, era necesario tener tiempo. Algo que él, obviamente, no tenía.

En aquél momento se había dado la razón a sí mismo. Los demás eran afortunados o vagos que no hacían nada de su vida, que podían darse el lujo de perder tiempo esperando a que parara de llover. Él no. Tenía demasiadas cosas que hacer, una agenda al límite.

Más de veinte años después se dio cuenta que llevaba mucho tiempo viviendo así. Era un estilo de vida. Estilo de vida apurado. Aunque por primera vez registraba que las energías no eran infinitas, y la vida tampoco. Al igual que aquél Ferrari que había manejado, todavía podía llevar el motor a nueve mil vueltas por minuto, pero ya se sentía. No era el mismo motor que antes.

Por otra parte, que su vida fuera como estar todo el tiempo en la pista de aquél autódromo, era extenuante. Siempre a fondo, sacando el pie del acelerador en el último instante, clavando el freno, soltándolo para nuevamente acelerar. Así las rectas y las curvas. Y las vueltas. Y las carreras. Y la vida. ¿A dónde iba? ¿Para qué tan rápido? O para ser más preciso: ¿por qué tan rápido?

Algunos años atrás, había discutido el tema con su mentor. Lalo había reivindicado la pasión de Michael Schumacher, que aún habiendo ganado seis campeonatos mundiales de Fórmula Uno y siendo multimillonario, seguía corriendo. El hecho que hubiera obtenido el récord histórico -estirado después a siete campeonatos-, y que tuviera una fortuna para que varias generaciones vivieran sin necesidad de trabajar, no impedía que siguiera subiéndose a uno de esos bólidos en los que podía matarse en una curva cualquiera. Era evidente que no lo hacía por dinero ni tampoco por la gloria, que ya la tenía toda.

Para Lalo era claro que se trataba de pasión. Sin embargo, su maestro había aportado otra perspectiva. «-Tal vez sigue corriendo porque no puede parar. Simplemente no sabe vivir de otra manera. La velocidad se convirtió en un estado biológico».

Aquella mirada había descolocado a Lalo, aunque no estaba dispuesto a darse por vencido tan fácilmente. Las compulsiones de los seres humanos nunca se entregaban con facilidad. Se dio cuenta que la velocidad en los autos le producía una sensación muy placentera, dado que el riesgo era un gran concentrador del cerebro humano. Con su mente dispersa y sin paz, encontrase a 280 km/h lo obligaba a focalizarse porque de lo contrario podía perder la vida. Y ese estado de concentración, por más paradójico que resultara, le producía paz. Paz a una mente imparable, que nunca la tenía.

Sin embargo, vivir apurado era otra cosa. Se preguntó por qué tenía tantas actividades y temas, siempre. El primer reflejo defensivo eran sus muchas obligaciones y responsabilidades. ¿Las necesitaba? Siendo honesto consigo mismo, se dio cuenta que no. Sin embargo, en algún sentido sí, ya que él pretendía llegar lejos, muy lejos. Y para eso necesitaba hacer y probar y acelerar. Como el espíritu olímpico: más alto, más fuerte, más lejos.

Un ligero pensamiento lo conmovió. Recordó cuando era adolescente y toda su vida pasaba por su pasión con la música. Más allá del colegio que había que transitar, su vida era la música. Vivía por ella y para ella. Y la calidad de ese vínculo generaba resultados increíbles. Con el devenir de los años y al diversificar apuestas fue creciendo el estrés y también se redujo la eficacia. ¿Acaso debía tratar de volver a ser como el rayo láser, que al concentrarse sólo en un punto producía resultados extraordinarios? ¿Sería posible en la mitad de la vida, con hijos chicos, padres grandes, esposa, trabajo?

Los seres humanos solían desarrollar mecanismos de negación a la altura de sus necesidades. Nada de ver realidades que amenazaran o destruyeran ilusiones. Se preguntó qué sería lo que lo impulsaba a él, para tener que estar corriendo todo el tiempo.

Una parte ya había devenido en algo biológico, automático. Si bien conocía y valoraba lo que era estar tranquilo, el sistema se aceleraba solo con facilidad. ¿Cuál sería la causa de ese cebador? La enorme exigencia de ser alguien. De aprovechar la vida. De buscar.

Le resultaba impensable que se pudiera llegar a buen puerto sin grandes esfuerzos, y tenía severas dificultades para registrar que había un tiempo para actuar, y otro para parar. Su maestro le había explicado que el problema de vivir así, cual bólido, era que ni percibía el camino. Que solo veía manchas raudas. Que manejar más despacio le permitiría gustar y ver.

Lalo, dándole la razón, le había dicho: «- la tortuga conoce más de los caminos que la liebre…» El maestro, dispuesto a clavar el bisturí bien a fondo le había contestado: «- es que las liebres también paran», en clara alusión a algo que él estaba imposibilitado de hacer. ¿Tan difícil era parar?

Lalo se dio cuenta que si bien le fascinaba correr porque lo hacía sentir vivo, apasionado, no quería pasarse su existencia como a bordo de un Fórmula Uno. No deseaba seguir pasando todos los caminos en forma rauda, incapaz de ver y vivir el paisaje. Tampoco, seguir con esas enormes exigencias que requerían precisiones milimétricas todo el tiempo. A lo sumo, que hubiera un tiempo para eso, y otro para parar.

Parar, detenerse, le producía una sensación muy buena durante un tiempo, aunque breve. Luego, la angustia empezaba a acumularse. La de saber que él no estaba avanzando, y para peor, pensar que los demás podían estar haciéndolo.

¿Cómo cortar aquella locura?

No tenía mucha idea. Sintió que en primer lugar, debía enterarse. Bien enterado. Y que recién después, tal vez pudiera tomar la decisión de dejar algo. Aunque le produjera la sensación de pararse al lado del precipicio en el que podría caerse, debía hacerlo.

Elegir implicaba descartar, y eso siempre sería muy difícil. No querer perder nada era terminar perdiéndolo todo, o lo más valioso que uno tenía en una lista sin prioridades.

Lalo se dio cuenta que el problema que tenía enfrente era realmente grande. No cedería con facilidad. Tendría que cruzar el abismo y superar la angustia de quedarse quieto. Probablemente afloraran emociones y sentimientos negativos, tapados durante años por las altas velocidades. Pero antes que la realidad lo frenara como el muro de un autódromo, debía correr el enorme riesgo de parar.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Quo vadis?

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