Tan pronto el avión posó sus ruedas sobre el aeropuerto de Miami su corazón empezó a latir con fuerza. No había podido pegar un ojo en toda la noche. Otro efecto no deseado de la cocaína.

Hacer la cola en migraciones era angustiante. Entre fastidiado y nervioso, soportó las preguntas que el oficial latino le hacía en inglés. Luego, mientras esperaba la valija, vio a un policía con el típico perro entrenado para detectar drogas. ¿Sería el fin?

Aunque Florencio traía poca cocaína para su consumo personal, y bien escondida dentro de su computadora, pensar en el poderoso olfato de aquellos perros adictos le produjo una descarga eléctrica en toda su espalda. Para su horror, el sabueso se acercó, aunque afortunadamente siguió de largo.

Una vez a salvo fuera del aeropuerto, se preguntó hasta cuando seguiría así. No era sensato pretender entrar a los EEUU llevando drogas.

No escapaba a su conciencia el enorme peligro que estaba corriendo, y las catastróficas consecuencias que podía sufrir. Para no tener que ingresar la droga, había pensado en comprarla al llegar a EEUU. Pero eso implicaba buscar y encontrar un dealer, pagarla mas cara, y lo peor de todo, no poder consumir en las interminables nueve horas de vuelo. Imposible.

La pregunta acerca de cómo había llegado a esta situación era pertinente y habitual. ¿Qué adicto no se preguntaba cómo era posible que su vida se hubiera convertido en ese infierno? Sin embargo; ¿quién era capaz de relacionar las causas subyacentes -subterráneas masas de dolor-, con la autónoma y arrolladora dinámica de una adicción?

Florencio recordó su primer contacto con la cocaína. Un hecho social casi menor, que le produjo bastante placer. Luego hubo una segunda y una tercera vez, que terminaron convirtiéndose en un hábito de fines de semana. Como jugar al tenis.

Todo iba bien hasta que se dio cuenta que no llegaba al siguiente fin de semana. La necesitaba antes. Pese a que esa conciencia encendió todas las luces de alarma, no lo pudo evitar.

La siguiente escala de ese viaje al infierno fue cuando registró que ya no podía dejar de consumir todos los días. Mientras su vida se iba desbarrancando a creciente velocidad, mayores eran sus contradicciones. Por un lado, una audacia sin límites. Por el otro, un miedo que más que un miedo era un agujero negro. Un buen ejemplo había sido su decisión de comprar una caja de seguridad.

A raíz de su crecimiento económico había resuelto poner una caja fuerte en su casa para guardar dinero. Pero; ¿y si venían ladrones y lo obligaban a abrirla? Preocupado por ello, decidió poner dos; una en la que dejaría un poco de dinero, y otra en la que pondría todo lo importante.

Mientras contrataba a la empresa que se las instalaría, apareció otro dilema perturbador. ¿Qué hacer con los empleados que vendrían a colocarla? Ellos conocerían no solo la dirección del edificio sino también la ubicación dentro del departamento y hasta el tipo de caja de seguridad. Todos los datos necesarios para después venir a robar o soplárselos a un delincuente que los participara en el negocio.

Con su cabeza a doscientos kilómetros por hora pensó en no decir su dirección. Rápidamente se dio cuenta que si no lo hacía, no habría manera de que pudieran instalarlas. ¿No habría?

Se le ocurrió una idea brillante: pasar a buscar a los empleados en el local, vendarles los ojos, traerlos en un taxi, y recién descubrírselos cuando ya estuvieran adentro del departamento. Registrando que aunque la idea era buena despertaría más sospechas, finalmente accedió a dar su dirección. La vendedora, aunque ajena a sus angustias, no dejó de percibir toda la extrañeza de la situación.

Después de la inexorable catástrofe en la que Florencio perdió toda su empresa, sus falsos amigos, y por poco también la vida, las cosas se empezaron a acomodar. No era tan difícil cuando alguien ya se había quedado sin nada.

Lo intolerable solía ser el tránsito en el que se iba perdiendo todo.  Pero una vez allí, el no tener nada que perder facilitaba la reconstrucción. Solo las personas que insistían en llorar lo perdido y quedarse aferradas al pasado, eran las que no podían volver a ponerse de pie.

Florencio no tuvo más remedio que empezar de cero, tratando de incorporar dosis de normalidad. Vida familiar con algún amigo que quedaba, un trabajo no tan bien remunerado e infinitamente menos glamoroso.

Pasó el tiempo, e inexplicablemente su adicción se curó sin que recurriera a ningún profesional ni institución que lo ayudara. Haber mirado a los ojos a su propia muerte lo había curado de un saque.

Sin proponérselo, se fue convirtiendo en una persona sumamente conservadora. Tenía importantes dificultades con la incertidumbre. Como si hubiera consumido todo el crédito de riesgos que un hombre podía llegar a vivir en toda una vida. Él ya había corrido todos los peligros y no quería correr  ninguno más. ¿Sería posible?

Dolorosamente se fue dando cuenta que a más esfuerzos por generar seguridades, más inseguro se sentía. Los miedos parecían ser como un árbol que cuanto más se lo podaba, más brotes surgían.

Había momentos en que pensaba en que se iba a volver loco. La línea entre la insanía y el equilibrio podía ser tan delgada que le daba terror. Como el vértigo de estar parado al lado de un precipicio: la percepción de un riesgo tan próximo terminaba traccionando a las personas al abismo.

Y esa situación era siempre paradójica porque de no estar parados al lado del precipicio nadie tendría dificultad en mantenerse en pie o caminar por un espacio de treinta centímetros de ancho. El tema era que la proximidad al vacío tornaba a ese precipicio en algo verosímil que terminaba ocurriendo.

La dificultad era percibir la incertidumbre sumada a la incapacidad de modular sus emociones. La inseguridad de sentir que su sistema de límites no funcionaba bien y que la vida lo podía arrastrar a cualquier infierno en cualquier momento.

Tener registro de las propias vulnerabilidades era siempre una fortaleza. Los que no lo tenían, solían estrellarse. Sin embargo, sentirse una vulnerabilidad caminante, no ayudaba a vivir. Las personas así, se transformaban en entes que apenas vivían. Evitaban cualquier riesgo y en el fondo, sin saberlo evitaban vivir.

Como la existencia siempre empujaba a las personas a sus propias palestras, Florencio tuvo que atravesar otro episodio que el vivió como extremo. Una dificultad al tramitar su pasaporte terminó generándole un miedo intenso a ser arrestado por la policía cuando fuera a retirarlo.  Apenas pudiéndose sostener, le pidió a un compañero que lo acompañara.

La tarea del amigo era en algún sentido, irrelevante: no podría impedir un arresto si es que el mismo debía ocurrir. Pero en algún sentido también era decisiva ya que implicaba acompañarlo. Que Florencio supiera que no estaba tan solo.

Miró para todos lados asegurándose que no hubiera policías alrededor de la oficina de pasaportes. Luego, sintiéndose que se moriría de un infarto, Florencio se dirigió a la ventanilla correspondiente. Entregó el comprobante a una empleada, quien se retiró a otro ambiente.

El corazón de Florencio iba a explotar. ¿La empleada habría ido a buscar el pasaporte o a avisar a la policía? La angustia duro pocos instantes, ya que la misma mujer cruzó nuevamente la puerta pero esta vez con el documento en la mano, el cual entregó con una sonrisa.

Mientras caminaban alejándose, Florencio sentía ganas de correr. Un reflejo instintivo que lo alejara del peligro. Había tenido suerte en que detectaran su situación, pero ahora debía escaparse antes que se dieran cuenta. Por un lado, no quería hacerlo para no llamar la atención. Pero por el otro, tampoco quería dejar de hacerlo, para asegurar su supervivencia.

Ya en el auto de su amigo y con los peligros de muerte dejados atrás, Florencio se dio cuenta que no podía seguir viviendo así.  De la audacia sin límites de la cocaína, al conservadurismo más extremo de este adicto recuperado.

Percibió que su vida no tenía vitalidad. Después de tantos riesgos corridos y tantos destrozos sufridos, ahora solo había una búsqueda desesperada de certezas.

Sus anhelos pasaban por lograr una posición económica que le permitiera tener una linda casa, un buen nivel de vida, y ningún sobresalto en el futuro. Pero ¿alcanzaba con esas certezas para vivir? Percibía que no. Se preguntó cómo podía hacer para recuperarse de emociones tan extremas. El intenso miedo vivido, había dejado secuelas profundas.

Registró que el tema no era el miedo sufrido, ni los dolores emocionales. El verdadero problema era que todo aquello era tan intolerable que Florencio no había sido capaz de mirarlo a los ojos. Simplemente y al igual que todos los seres humanos, se escapaba de sus fantasmas huyendo hacia adelante.

Pero esta vez no quería seguir siendo un fugitivo. Supo que el único camino para que esas emociones dejaran de manejarle la vida era ponerlas a la luz. Dejar de escaparse de ellas para poder recibirlas y aceptarlas.

Hasta ese momento, Florencio entendió que su inconsciente pacto interno era hacer como si no existieran, a cambio de que ellas no lo molestaran. Pero ese acuerdo no estaba funcionando. Al sentirse ignoradas, aquellas emociones y dolores obturados le manejaba la vida.

Apremiado por las circunstancias, imaginó un nuevo trato. Él las reconocería, las recibiría y las respetaría. Nunca más volvería a ignorarlas. Pero de ahora en más, no les permitiría que gobernaran su vida.

Registró el tiempo que había perdido por negar sus emociones negativas. Retrospectivamente, era fácil de comprender que uno nunca podría ser libre de algo que negaba. Al hacerlo y subestimar su existencia, generaba las condiciones ideales para que eso creciera. Como un cáncer del cual era imposible curarse si uno no aceptaba su existencia. Solo al hacerlo, había chances de enfrentarlo y sanar.

Pensó que la vida parecía un largo y permanente proceso de rehabilitación. De la esclavitud del pasado, y de las heridas y condicionamientos negados, a ser capaz de crecer en libertad interior.

Artículo de Juan Tonelli: Rehabilitarse.

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