«-Los penales no se entrenan. Excepto que puedas llevar cincuenta mil personas al entrenamiento». La aguda reflexión de Jorge Valdano le llegó hasta la médula. La presencia de cincuenta mil hinchas gritando, lo cambiaba todo. Una cosa era patear un penal ante veinte jugadores, y otra muy distinto era hacerlo ante un estadio bramando. De solo pensarlo a Luca se le erizó la piel.

Recordó el mundial de 1990, en el que la selección argentina había llegado a la final ganando varias definiciones por penales. El equipo conseguía magros empates, y las hazañas del arquero hacían el resto. En la final, la selección había sido muy inferior a su rival. El equipo alemán había controlado el juego todo el partido, aunque sin llegar a desequilibrar. Cuando todo parecía dirigirse a un inexorable empate, el referí había sancionado un dudoso penal.

Faltaban sólo siete minutos para terminar y más allá de las pasiones opuestas que había desatado la decisión del árbitro, una profunda emoción había atravesado el corazón de Luca. Era claro que el penal era decisivo. Si era gol, casi no habría tiempo de dar vuelta el resultado. Si el arquero lo atajaba, habría muchas chances de llegar a una nueva definición por penales, y la moral argentina sería imbatible.

Luca estaba conmovido. No solo como hincha, sino por percibir lo que estaba ocurriendo más allá de la superficie. Él había sido un deportista de élite y sabía bien qué se sentía en un momento así. Y aunque no pudiera transmitir la emoción que Valdano expresaría tan bien dos décadas después, su corazón lo sabía.

El hecho que el penal no lo pateara el gran capitán alemán, Lothar Matthaus, le llamó poderosamente la atención. ¿Cómo era posible que un jugador de su talla no fuera el que liderara a su equipo en aquél momento extremo?

Habría pateado tantos penales y ¿justo el de la final del mundial y a siete minutos de la gloria, no lo pateaba? Luca sintió en cada una de sus células la decisión de Matthaus. Cómo condenarlo, si en aquél momento él experimentaba lo mismo. Miedo, ese inseparable compañero del hombre.

La presión no podía ser mayor. El estadio de Roma con casi cien mil personas gritando. Y tres mil millones más, viéndolo en vivo por televisión. La posibilidad de ser campeón mundial, siendo él el capitán, conductor y autor del gol decisivo. O el absimo. Cien mil plateístas y tres mil millones de televidentes que verían su error. Entrar en la historia como el capitán que había desperdiciado semejante oportunidad, dejando pasar la gloria.

Y el dato central, era que enfrente no había un arquero más, sino alguien que atajaba la mayoría de los penales. Sus proezas habían eliminado a varios equipos, entre ellos al dueño de casa y gran favorito, Italia. Tener a ese héroe frente a frente agravaba dramáticamente todo.

Matthaus quería sacar a su equipo campeón, siendo el capitán, el goleador y el héroe. Pero se moría de solo pensar que le atajaran el penal y la gloria se cayera como un castillo de naipes. ¿Quién podría patear bien con semejante presión?

Intuitivamente Luca supo que de nada servían las horas de práctica apuntando la pelota a un lugar determinado. Ser preciso con veinte personas mirando no tenía nada que ver con una situación en la que la audiencia eran tres mil millones.

Se preguntó cuál sería la razón para que Matthaus no lo pateaba. Ese fenómeno alemán habría practicado decenas de miles de penales en toda su carrera y convertido un centenar en campeonatos. Sin embargo ahora, en el momento cumbre de su vida, rehusaba hacerlo. ¿Para qué servía la técnica si no era útil en estos momentos?

Cuando Andreas Brehme agarró la pelota y la colocó en el punto del penal para patearlo, el corazón de Luca parecía que se le iba a salir del cuerpo. Más allá de lo que estaba en juego para el equipo de su país, percibir las emociones que estarían sintiendo el capitán alemán que acababa de desistir a patear el penal, lo conomovía. ¿Quién podría condenarlo por sentir miedo?  ¿Y qué pasaría por la mente de Brehme? ¿Sentiría miedo?

Sentirlo miedo era inevitable. No le podía escapar todo lo que estaba en juego ni las tres mil millones de personas que, en vivo, estaban aguardando para ver si lo convertían en héroe o fracasado.

Luca pensó en esas circunstancias de la vida en donde la gloria y el abismo estaban separadas por apenas un milímetro. Imaginó que si él hubiera tenido que patear aquél tiro, hubiera estado aterrorizado, a nivel de ser incapaz de tocar la pelota. ¿O como tantas veces, la inconsciencia o impulsividad arreglarían todo?

¿Cuál era la raíz de ese miedo tan intenso y paralizante? La respuesta era clara. Miedo al fracaso, a equivocarse, a decepcionar. Que eran la contracara justa de todo lo que estaba en juego: la gloria, el acierto, la admiración.

Esas dos circunstancias eran inseparables aunque rara vez se encontraban en niveles tan extremos. ¿Cómo era posible que el inmenso anhelo de lograr semejante triunfo, no alcanzara para sobreponerse al miedo a fracasar o equivocarse?

La explicación biológica de que el cerebro humano había evolucionado muy poco desde los tiempos del hombre primitivo, le pareció insuficiente. El hecho que la amígdala fuera muy sensible al miedo ya que millones de años atrás la supervivencia se debía a la capacidad de estar alerta y detectar los menores peligros, no le alcanzó para entender porqué Matthaus no pateaba el penal, o imaginarse a sí mismo paralizado frente al balón.

¿Tan importante era la mirada de los otros? Tal vez no, pero tantas miradas, tres mil millones para ser preciso, definitivamente eran aplastantes.

Se rió de sí mismo al recordar los montones de horas que había pasado entrenando un tiro determinado, con la ingenua esperanza de que al estar bajo presión, la técnica se sobrepusiera a todo. Obviamente no había resultado. Y si bien estaba claro que la técnica era importante, pretender que sirviera para superar el miedo era una estupidez. ¿De qué podía servir la destreza frente a un impulso tan primitivo y vigoroso como el de la supervivencia? La posibilidad de obtener la gloria nunca sería más importante que la de perder la vida. Y aunque el cerebro estuviera desactualizado y no hubiera ninguna probabilidad de morirse, la mente seguía generando los mismos estímulos y reacciones que en una situación de riesgo como a las que estaba expuesto el hombre primitivo.

Casi veinticinco años después de aquella final, Luca sentía que las emociones lo atravesaban como si ocurrieran en ese preciso momento. Después de tomarse una caipiroska y cuando su sensibilidad extrema volvió a niveles normales, pudo ordenar un poco sus ideas.

Aunque todavía no se hubiera enterado del todo, equivocarse siempre sería una posibilidad Pese a sus históricos esfuerzos por erradicar el error, éste formaba parte de la vida. Los seres humanos se equivocaban. Mucho. Y cuanta más naturalidad tuvieran para aceptar esa realidad, mayor capacidad de aprendizaje y resilencia tendrían.

Asumido que el error era parte de la vida y que el cerebro humano no había evolucionado mucho desde los tiempos del hombre primitivo, produciendo constantemente alarmas de riesgos que no eran tales, se imponía re educar la mente para no quedarse paralizado por amenazas inexistentes.

Los miedos profundos que solían sentir las personas, remitían en última instancia, al miedo a morir. Y sin embargo, sacando situaciones muy excepcionales, rara vez las personas se encontraban expuestas a un riesgo de vida. Entonces, había que pensar cómo pararse frente a esta realidad, para no permitir que órgano poco evolucionado signara la vida contemporánea.

Veinticinco años después de aquella final, Luca volvió a ver el video de ese gol. Nadie se había muerto. O al menos, no por aquél riesgo de vida.

Artículo de Juan Tonelli: ¿Riesgo de vida?

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¿Riesgo de vida?