Ahí estaba la verdad, esperándolo. Como si estuviera muerta. O como si aquél hecho tan fuerte nunca hubiera ocurrido. Solo una pesadilla, una confusión, un error. Pero lamentablemente eso no era cierto. ¿Lamentablemente?

Habían pasado sesenta y cinco años y Luis, de jóvenes setenta, hacía como si no hubiera ocurrido. Confiaba en que desaparecería, se disolvería.

Pero nada de eso había sucedido. Ese hecho tan doloroso estaba ahí, intacto. Sus sentidos eran capaces de evocarlo como si estuviera ocurriendo en este preciso momento. Lo que había visto, lo que había oído, lo que había olido, todo. La memoria de los sentidos podía ser la más implacable de todas al recordar hechos traumáticos.

¿Y ahora? Aquella verdad dolorosa que había estado sepultada durante toda una vida sin molestar, había empezado a irrumpir. En realidad, tampoco era cierto que no hubiera molestado. Luis había desarrollado dos vidas paralelas a partir de aquél hecho. Una, la del buen alumno, el tipo ordenado que hacía todo bien. De esas personas que Borges decía que apretaban el pomo del dentífrico por la base. La otra, la del artista, ese ser en carne viva con una sensibilidad que era preexistente al suceso que marcaría su vida, pero que se había potenciado a partir de entonces.

Por esas cosas del destino, aquél hecho había partido a Luis en dos, y esas dos personas habían convivido dentro suyo. ¿Cuál era él? Probablemente los dos, más allá que los seres humanos solieran anhelar una unidad, una completitud y una perfección inalcanzables en esta vida.

Sesenta y cinco años tapando esa historia como si no hubiera ocurrido. Y ahí estaba, agazapada, oxidada, pero pujando por salir. Como si su vida hubiera sido una casa majestuosa, llena de ambientes y salones maravillosamente decorados y diseñados, y en donde había un cuarto que tenía el acceso restringido. Una sola puerta cerrada. El tema es que esa puerta no conducía a una habitación, sino a un laberinto con un sinnúmero de piezas inabordables. Una casa paralela e infinita.

Desde afuera, era solo un cuarto el que tenía el acceso restringido. Parecía un tema menor. Pero a Luis no le escapaba que abrir esa puerta y cruzar ese umbral era ingresar en un lugar mucho más vasto e incierto que todo el enorme palacio que era su vida. Un solo temita, que en realidad era enorme.

La puerta de ese cuarto se había entornado. ¿Qué hacer? ¿Terminar de abrirla y cruzar el umbral? Hacerlo le daba pánico. Pero no hacerlo; ¿era posible?

Se dio cuenta que volver a cerrar la puerta y seguir con su vida como si nada, ya no era una opción.

Recordó aquella conmovedora historia de Gabriel Rolón, en la que un paciente suyo, a los 50 años y con la vida hecha, se enamoraba de un travesti. Como era natural, quería evitarse el dolor  que acarrearía esa situación. Sin embargo, el psicoanalista le enseñaría que no era que a los cincuenta años se hubiera vuelto puto, sino que simplemente su identidad sexual había estado postergada toda su vida. Que nadie, ninguna persona, podía descubrir su identidad sexual a semejante edad. El asunto era que había estado tapada, postergada, ignorada, toda su vida.

Aquél paciente había anhelado que su terapeuta lo ayudara a volverse heterosexual. Y Rolón, con una firmeza y sabiduría que orillaban la crueldad, le había explicado que él no podía ayudarlo a ser lo que no era, sino más bien y siempre que el paciente quisiera, acompañarlo  a que viviera lo mejor posible con lo que efectivamente era.

Luis se preguntó si estaría todo perdido. ¿Para qué abrir la caja de Pandora a esta altura de su vida? La pregunta era retórica, porque si bien era racionalmente correcta, estaba claro que que no había vuelta atrás. ¿Qué podría pasar? ¿Perder todo lo que había construido con tanto esfuerzo durante tantos años? ¿Quedarse solo? ¿Acaso ya no lo estaba? ¿Darse cuenta que había malgastado su existencia? ¿Y acaso ésta, no era una pregunta recurrente en toda vida humana?

Empujado por las circunstancias que lo tiraron al ruedo, Luis aceptó que no tenía retorno. ¿Para qué seguir sosteniendo? ¿Para que en su epitafio también pusieran algo correcto?Si quería salir del encierro en el que estaba era imprescindible atravesar la frontera del miedo y poder entrar en su propio corazón. Esas cosas guardadas en el sótano, sin animarse a verlas ni comprenderlas lo estaban matando. Se habían pasado la vida matándolo.

Era comprensible por qué había optado por maquillar toda la situación: era más fácil distraerse del dolor, que aprender a agarrarlo con las manos. Pero ese era justamente el único camino para dejar atrás el sufrimiento y entrar en contacto con un dolor sabio que invitara a caminar y descubrir la alegría de vivir.

Luis tomó conciencia que las únicas y poderosas herramientas con las que podría adentrarse en ese umbral eran el perdón y la misericordia. Para con él y con su propia vida. Debía confiar en que sería capaz de soltar lo irreversible y sobre todo, que esos recuerdos, heridas, y tiempo mal gastado podrían ser saneados.

El eterno dilema humano entre tratar de buscar la verdad o quedarse parcialmente tranquilo entre seguridades, placeres y miedos. Convencido de que el sentido último de la vida siempre requería poder escuchar el deseo profundo del corazón, Luis decidió cruzar aquél umbral.

Artículo de Juan Tonelli: El umbral.

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